Delgado, Manuel. Ciudadanismo. La reforma ética y estética del capitalismo. La Catarata, 2016, pp.104.
Junio 2017 / Publicado en Biblio3W. Revista Bibliográfica de Geografía y Ciencias Sociales
Nos situamos ante una obra que, a lo largo de un osado itinerario por los sustratos ideológicos de la sociedad liberal-progresista, se mueve por una dimensión descriptiva que tangencialmente se desplaza a otra normativa: por más que la intención de Manuel Delgado sea obviar cualquier carga valorativa o éticamente reprobable sobre los procesos descritos, revelar las formas por las cuales el ciudadanismo ha facilitado la desactivación de la crítica sustantiva al sistema comporta una crítica del ciudadanismo y, por extensión, del mismo sistema. Al decir esto ya adelantamos que el ciudadanismo sería así una interpretación del ser humano, expresada como una forma de organización de la vida social, cuya característica distintiva se encuentra en su capacidad por agenciarse de una parte considerable de los valores que son movilizados en la oposición al orden sociopolítico que, en última instancia, el propio ciudadanismo parapeta tras las trincheras discursivas del republicanismo liberal.
A pesar de que los cuatro capítulos que componen la obra versan sobre aspectos particulares de la sociedad contemporánea, en cada una de los apartados es posible reconocer la forma en que el paradigma ciudadanista se inscribe de manera subyacente en los significados socioculturales que dotan de sentido compartido, no sólo a las creencias que actualmente sostienen el orden social, sino, irónicamente, a las acciones que pretenden alterarlo desde posiciones disidentes. Asimismo, la introducción que antecede a los cuatro capítulos contribuye a trazar los aspectos generales de un aparato conceptual ciudadanista que cruza la obra de principio a fin, articulando coherentemente las distintas ideas expresadas. Se deriva de la cohesión resultante que esta reseña opte por suprimir la división de la obra en los apartados que la estructuran y, por ende, apueste por reseñarla sin discontinuidad alguna.
Empecemos por definir ciudadanismo
Sin preámbulo alguno, Manuel Delgado inicia el libro disparando una definición de ciudadanismo que, dada su complejidad, logra batir la comprensión del lector. Desglosando la definición referida a fin de presentarla de manera abreviada, diremos que por ciudadanismo el autor entiende “una corriente teórica más bien difusa” que impulsa “nuevas formas de gestión y participación políticas” en aras de “principios democráticos universales”. Así vistas las cosas, el ciudadanismo sería la consecución del sujeto político, libre y responsable, surgido de la ilustración burguesa.
Pero supondría un equívoco pensar que la lógica ciudadanista se centra sobre el individuo como concreción óntica de una ontología fundamentada en el egoísmo de una subjetividad replegada sobre sí misma, pues, por el contrario, el ciudadano, al ser consciente de que la ciudadanía es el resultado de la asociación voluntaria de personas particulares atravesadas por la mutua dependencia, asume un compromiso con las condiciones posibilitadoras de su libertad. De modo que, al “organizar cooperativamente los términos de su convivencia”, al ciudadano se le presuponen unas “facultades cívicas” cuya expresión política podría denominarse “democratismo radical”.
Dicho lo cual, ya va siendo momento de afilar navajas y decir que el ciudadanismo sería el proyecto de unas clases medias que aspiran a humanizar el orden capitalista a fin de ampliar la accesibilidad a los beneficios que éste otorga. Hablamos de sectores sociales para quienes su posición social ya no deriva del campo laboral: habida cuenta de que el empleo deja de ocupar un espacio central en las sociedades posfordistas contemporáneas, los derechos reemplazarían al trabajo como elemento a partir del cual garantizar la integración social, de modo que sea la “exclusión”, y no la “explotación”, la principal preocupación social1.
Un botón de muestra lo ofrece el 15M español, cuyas demandas se encontrarían en sintonía con la tentativa del ciudadanismo por dotar “de sensibilidad social al sistema de libre mercado”. Asimismo, como legado de la indignación ciudadana que ocupó las plazas, observamos la “aparición de fuerzas políticas ciudadanistas” que, desde posiciones de confrontación con unas élites deshonestas, aspiran a restaurar el Estado social democrático por medio de demandas relativas al acceso a la vivienda, la garantía de suministro eléctrico, la anticorrupción o la transparencia.
Es en este sentido que, según las palabras del autor, la meta del ciudadanismo sería “conseguir una democratización tranquila de la sociedad, que no altere ni amenace los planes de acumulación capitalista, que no cuestione los mecanismos de control real sobre la sociedad, inofensivo para las agendas políticas oficiales”. De ahí que en muchas ocasiones el ciudadanismo acabe siendo un recurso retórico que promociona formas de participación política susceptibles de ser integradas a las lógicas del orden institucional: renunciando a una transformación de base que se acerque al fin de las asimetrías socioeconómicas, la movilización social encuadrada en la concepción ciudadanista asume formas de alto componente ético y estético cuya disidencia, sin embargo, no logra penetrar más que la capa epidérmica de la sociedad.
Aunque sea inadecuado concebir el ciudadanismo como una ideología al uso, por cuanto “sintetiza elementos teóricos dispersos y hasta contradictorios”, sí podemos considerar que su espacio ideológico sería el relativo a la izquierda liberal e indefinida que da cuenta de la derrota de la izquierda impugnatoria del pasado siglo. A fin de cuentas, nos situaríamos ante un concepto hiperónimo que aglutinaría una miríada de posturas aparentemente disidentes, pero incapaces de articular un proyecto consecuente con la superación del sistema socioeconómico imperante.
El espacio público como hábitat del ciudadano
Ahora bien, si de lo que se trata es de mostrar la concreción de los planteamientos teorizados en situaciones empíricas, será necesario mencionar que a inicio de la presente década se dieron diversas movilizaciones consistentes en la “ocupación prolongada de lugares emblemáticos de centros urbanos”, cuyos emplazamientos físicos asumieron por sí mismos “un papel de sujeto político”. Según Delgado, se explica por la supuesta “superación de la lucha de clases” en las sociedades postpolíticas que “los escenarios de la protesta” tomasen una dimensión autónoma a partir de la cual los manifestantes parecían ser el medio de expresión de la indignación de plazas como Tahrir o la Puerta del Sol.
Así vistas las cosas, el espacio público como escenario de “las luchas civiles” supondría la representación de “los valores abstractos de la democracia”. No en vano la ocupación de las plazas se habría realizado por parte de individuos pretendidamente racionales que discuten sobre asuntos políticos y actúan de manera autogestionada. De resultas a lo cual, sin adarme de exageración se podría afirmar que el ciudadanismo asume la expresión de los indignados como una forma de “institucionalización política” basada en la “mística democrática” propia del “individuo asambleario”.
Pero no debemos pasar por alto que la gestión cooperativa de la vida civil sería inofensiva para los designios del poder: nos encontramos ante un espacio de mutuo entendimiento, una suerte de “limbo de conciencia” donde cada cual se reconoce como conciudadano de su alteridad, momento a partir del cual la dimensión conflictiva poco a poco se desvanece. Consiguientemente, el espacio público propio del ciudadanismo debiera ser asumido como “la esfera pública burguesa” en la que dominaría la igualdad formal entre esos sujetos educados que son los ciudadanos. Dicho lo cual, empezamos ya advertir que la conceptualización del ciudadanismo remite a una noción del espacio público disimuladamente restrictiva: pese a transpirar una vitalidad inaudita, el espacio público operaría como un lugar ideal donde el “imaginario ciudadano universal” únicamente puede ser encarnado por una clase media con competencias morales y comunicacionales.
A renglón seguido se debe añadir que este marco de “buenas prácticas” que es el espacio público en cuanto tal contrasta ostensiblemente con aquello que secularmente ha sido conocido como la calle, a la que Manuel Delgado define como “escenario de una sociabilidad singular entre extraños” susceptibles de generar rupturas –ya fuesen lúdicas o combativas– con respecto al orden establecido. En adelante, el imaginario que proyecta el espacio público se despliega sobre la calle a fin de regular sus usos a la manera de una asamblea ciudadana: por medio de la promoción de “la negociación y el consenso” de los “agentes dispersos”. Así es que aquello que realmente constituye al individuo –la identidad particular derivada de su ideología o de su situación socioeconómica– debe ser apartado si se quiere participar en una vida civil cuyo orden procede del anonimato.
Sintetizando lo expuesto hasta el momento diríamos que el ciudadanismo se descubre como un compuesto de prácticas codificadas en el espacio público, desarrolladas por individuos indeterminados, y orientadas a la consecución del absoluto colectivo. A lo último, el ciudadano sería aquél que se desembaraza de su idiosincrasia constitutiva para adecuarse al civismo que exige el espacio público en que se inviste la ciudadanía. No obstante, no se le escapa al autor que en ciertos momentos el ciudadanismo, fundamentado en la individualidad del sujeto, ha sido amenazado por la irrupción de sujetos colectivos susceptibles de hacer saltar por los aires “la obediencia libremente consentida” que reclama el espacio público.
La trayectoria ciudadanista: del público…
Por tal motivo se entendería, viene a decir Delgado, el desprecio –principalmente desde la “psicología de las masas”– hacia la acción colectiva no organizada (la masa), cuya caracterización le restaba cualquier atribución racional o moral: al ignorar la significación política subyacente a sus demandas o acciones, la masa era relegada a la consideración de muchedumbre movilizada a causa de instintos y emociones desenfrenadas. A razón de lo cual no podemos más que sospechar que es en oposición a las masas que, a principios del siglo XX, surge la noción de público para normativizar una sociedad civilizada y responsable de “propietarios privados”.
Según Gabriel Tarde, el público requiere que las instituciones medien la interacción entre los individuos a fin de que éstos no se encuentren en contacto directo, requisito para la irrupción de la muchedumbre a través de la metástasis del malestar y el alboroto. Así es que, si alguna lección debemos sacar de la exaltación del público por parte de ciertos autores de principios del pasado siglo, ésta es su contribución a la pacificación de la sociedad a partir de una “convivencia ordenada” y moralmente sana. Pero será necesario insistir en la idea de la masa concebida como una agregación de cuerpos que reaccionan impulsivamente a los estímulos percibidos, para comprender el salto civilizatorio que supondría la consciencia colectiva de un público que, al ser el resultado del diálogo de sus partes, preserva la reflexión y afirma la particularidad de los individuos2.
De modo que no le podemos encontrar sentido al recelo que despertaban las masas sino a condición de advertir que eran posibles portadoras de un proyecto revolucionario desafiante para las “clases dominantes” y, por extensión, la “civilización burguesa”. Al tratarse de un grupo “elemental y espontáneo” en cuya uniformidad se sofoca cualquier postura crítica, la masa, ese conglomerado humano de acción no planificada, sería incapaz de sopesar sus intereses mediante un proceso argumentativo de debate y deliberación. Por consiguiente, la propuesta del ideal de público pasaba por “rescatar al individuo de esa masificación que lo acecha” en las sociedades industriales. Solamente el “ciudadano soberano” sería capaz de tomar decisiones ponderadas y hacer un uso responsable del espacio urbano. Como resultado de la “articulación de razonamientos prácticos”, los individuos constitutivos del público (a los que también podríamos denominar ciudadanos) superarían las dificultades presentes en la comunidad y, de este modo, se aproximarían al “bien común”.
Pero después de “las adhesiones populares” al fascismo de entreguerras, también desde la izquierda se empieza a recelar de las masas: en lugar de corresponder a su misión histórica, que no era otra que “la destrucción del orden capitalista”, la masa acabaría persuadida por los cantos nacionalistas de demagogos autoritarios. De ahí que, por ejemplo, la Escuela de Frankfurt, al no abonarse a la interpretación moralista según la cual el comportamiento de las masas expresaba una traición al supuesto proyecto revolucionario, buscó, a través de un diálogo entre el psicoanálisis y el marxismo, comprender “los condicionantes psicológicos del cambio de bando de las masas”. De igual forma, a partir de la segunda mitad del siglo XX la izquierda de los países occidentales deja de conferirle a las masas un papel relevante en el cometido de transformación social para, paulatinamente, asumir “las presunciones individualistas de la tradición liberal-republicana”.
…a los nuevos movimientos sociales
El rechazo definitivo de los “movimientos de masas” se produce con el advenimiento de los “nuevos movimientos sociales” que, a la postre, actúan como “concurrencias civiles” que impulsan “los valores de ciudadanía” y garantizan “los principios abstractos de la democracia”. Paralelamente, las nuevas entidades colectivas dejan de ser organicidades monolíticas, cuya potencialidad es mayor a la suma de las partes que las constituyen, para devenir agregados de “elementos monádicos cuya interdependencia no cuestiona su independencia”. Según Manuel Delgado, detrás de las doctrinas postoperarias que explican “la desactivación de las masas obreras” a partir del fin del modo de producción fordista basado en el “obrero-masa” se oculta una “esencia liberal” cuyo propósito es fraccionar las clases sociales en una multiplicidad de “individuos particulares” e irreductibles a su “dimensión colectiva”.
Sea como fuere, la desaparición del sujeto histórico convocado al cometido revolucionario da por resultado la noción de multitud como designación de una pluralidad de “potencialidades cooperativas” cuyos repertorios de acción suelen transcurrir por cauces moleculares. Aquello que hay que añadir es que estas singularidades insolubles, itinerantes, contingentes e intermitentes desarrollarían formas de organización y comunicación reticulares que reproducirían “la inteligencia colectiva” que previamente ensalzaban los ideólogos del público. Por consiguiente, parecería que se está en lo cierto si se piensa que, del ocaso de las movimientos de masas, cuyos componentes se indiferenciaban en la unidad resultante, surgieron formas colectivas anónimas y amorfas que, desde posiciones rupturistas, consumarían la aspiración liberal por situar “la riqueza de la subjetividades” en compartimentos identitarios resguardados de la fascinación de los proyectos masivos.
Sólo si se reconoce que la autonomía y la autoconsciencia promovidas por el ciudadanismo, sea a través del público o de la multitud, acondicionan una “sociedad civil” ausente de antagonismos, podremos comprender que la “esfera pública” sea aquella “arena de encuentro y controversia entre individuos” donde ya es posible la “democracia radical” sin necesidad de aspirar a una “sociedad sin clases”. Precisamente las implicaciones de estas consideraciones nos empujan a advertir que en las últimas décadas las ciudades han acontecido el escenario de “un nuevo tipo de arte político” denominado como “arte activista o artivismo”.
El artivismo como aparente disidencia
La lógica artivista de generación de un espacio público basado en “una concepción lúdica y multicolor de la desobediencia civil” se enmarcaría en un “democraticismo doctrinal” según el cual la “esfera pública” debiera emanciparse de la gestión estatal a fin de devenir el “marco natural” en el que una democracia genuina pueda desarrollarse. Pero resulta cuanto menos paradójico rescatar el espacio público del dominio burgués en pos de una apuesta ciudadanista que, al negar que las estructuras sociales se hayan atravesadas por una división de clases cuya abolición no será posible sin la toma del poder político, resulta plenamente compatible con el idealismo burgués del “universalismo democrático”.
Sin la intención de difundir consignas constreñidas ni de realizar una pedagogía política formal, el artivismo pretende afectar la forma de sentir y de pensar a fin de configurar una manera distinta de actuar en sociedad. Se trata de interpelar la subjetividad desde la que se despliega la vitalidad de los cuerpos con el propósito de estimular un compromiso crítico con la realidad, una manera alternativa de interactuar en el ámbito social. La capacidad performativa de este arte militante, cuyas prácticas artísticas normalmente se caracterizan por ser autogestionadas e interdisciplinares, se encuentra en “zarandear la realidad” por medio de acontecimientos productores de una nueva sociedad. Y puesto que los contenidos políticos son declinados por formas estéticas, tan intensas como efímeras, expresadas en la cotidianidad de los espacios urbanos, la ciudad acontecería una especie de organismo en relación simbiótica con la actividad humana.
Ante lo cual resulta perentorio preguntarse si estas “luchas estéticas”, pese a lo bien intencionadas que sean en su propósito de empoderar al vecindario, no tendrán como correlato involuntario la incubación de procesos urbanísticos excluyentes. La fundamentación de esta suposición procede de advertir que la “estilización de la acción directa” efectuada por las “clases creativas” acabaría siendo funcional a la conversión de las ciudades en agentes de una “producción inmaterial” que “convierte en dinero lo rupturista e imaginativo”. Por más chocante que parezca, la dinamización del arte público, así como una escenografía bohemia y contracultural, publicitaría la ciudad como un “surtidor de experiencias innovadoras”, una marca a consumir. Es en este sentido que Delgado se pregunta “si las contraprogramaciones artivistas no han acabado formando parte, en última instancia, de aquellas mismas programaciones de las que se proclamaban disonancia”.
1 Al respecto, resultaría interesante sacar a colación la Teoría del reconocimiento desarrollada por Axel Honneth, según la cual las reivindicaciones de respeto hacia la integridad personal subyacen a las luchas por la redistribución económica.
2 Desarrolla especialmente esta idea el investigador Ezra Park, uno de los fundadores de la Escuela de Sociología de Chicago.