VOX, los progres y la guerra inter-capitalista
Mayo 2020 / Publicado en El Viejo Topo
Mientras los premios de la 20ª edición de los Grammy Latino esperaban a que Rosalía pisara la alfombra roja, la artista se mostraba activa en las redes sociales. Después de subir una imagen en la que posaba vanidosamente en el jet privado con que se dirigía a la gala, Rosalía tuiteó ese ya sonado hit: «Fuck vox».

La respuesta de la formación política no tardó en llegar. Los de Abascal respondían a la cantante con otro tuit: «Solo los millonarios, con aviones privados como tú, pueden permitirse el lujo de no tener patria». Sin ser consciente de ello, Rosalía había servido en bandeja de plata la posibilidad de que VOX desplegase el argumentario mediante el cual pretende conectar con el malestar de unas capas populares que perciben, con un resentimiento ascendente, la disparidad entre, por un lado, la precarización de su cotidianidad vital y, por otro lado, las suntuosas formas de vida de aquellos que participan de un despampanante globalismo cultural y económico.
Desde hace diez años Las Vegas es el escenario de los Latin Grammy Awards. Rosalía ha participado en las tres últimas ediciones, y cabe suponer que en los próximos años siga siendo nominada a premios. Pero hay otras Las Vegas, donde las luces de neón no refulgen con tanta intensidad y la elegancia se viste con zapatillas deportivas. Las Vegas a las que sí pueden acudir los currantes de este país son las casas de apuestas y los salones de juego que, considerados como «la nueva heroína de los jóvenes», están extendiendo la ludopatía y el endeudamiento en los barrios más afectados por la falta de oportunidades.
Así se articula el antagonismo discursivo de VOX: el globalismo de unas «élites progres» –a las que pertenecería Rosalía– frente a la protección nacional que requiere la «gente corriente». Los estilos de vida que caracterizan el mundo del artisteo y de la farándula serían esencialmente apátridas, mientras que los sectores populares se encuentran sólidamente arraigados en su ámbito familiar y en su entorno vecinal. No es de extrañar, por tanto, que en función de las posiciones sociales que ocupan cada una de estas realidades humanas, sus valores dominantes sean unos u otros: el libertinismo glamuroso del nomadismo cosmopolita contrastaría así con la supuesta disciplina patriótica que debe poner orden social reduciendo las asimetrías económicas y revirtiendo el menoscabo de las protecciones laborales.
Ahora bien, no es necesario examinar detalladamente su programa electoral para saber que el propósito de VOX no es contener la precariedad laboral ni ampliar la cobertura y la calidad de los derechos socioeconómicos de la población nacional. Sus apelaciones a la soberanía nacional sólo son en abstracto, y esa es –al margen de sus reiterados cacareos en favor de garantizar la unidad territorial de España– la única divisa que asume la formación dextro-populista. No en vano, una defensa consecuente de la soberanía nacional resulta incompatible con la cesión de aspectos económicos de importancia estratégica a agentes privados: VOX, que promete incentivos fiscales a las corporaciones, nada dice de los acreedores extranjeros en manos de los cuales se encuentra el país.
Asimismo, una menor recaudación del erario, como consecuencia de una reducción generalizada de los tipos impositivos sobre las rentas altas, damnificaría en mayor medida a las capas populares que ya salieron perjudicadas con las medidas de contención al gasto público que siguieron a la crisis. Queda fuera de duda, por consiguiente, que no es el interés de la mayor parte de españoles el que motiva la acción política de la formación. Aunque sea bruscamente, lo podemos expresar así: VOX es el último proyecto de las clases opulentas tradicionales para no perder cuotas de poder. En competencia con los sectores económicos en ascenso, la formación busca apoyarse en agregados sociales de estratificación popular, los españoles de a pie a los que supuestamente defienden.
Y su itinerario no anda desorientado: no resulta demasiado arriesgado afirmar, a la vista de los últimos resultados electorales, que no son desdeñables los apoyos que VOX logra granjear entre aquellos asalariados y autónomos que a duras penas pueden costear los bienes y servicios imprescindibles para su reproducción vital. Bastará con recordar las declaraciones de Ismael Tejero, aquel trabajador que se hizo conocido por reivindicar su voto a Vox desde posiciones consecuentes con la clase social a la que conscientemente pertenece: «No me queda otra, a mí y a mucha clase obrera… En este país la gran mayoría somos asalariados y obreros… Claro que voy a seguir votando a VOX. Mucha gente queríamos escuchar lo que dice VOX».
Una explicación al respecto de las afinidades y antipatías políticas de los distintos grupos sociales es una tarea que exige tener en consideración la constelación simbólico-ideacional a partir de la cual opera la discusión pública actual. Habida cuenta de ello, debemos reconocer que, de un tiempo a esta parte, los intereses de clase quedan mediáticamente opacados por una serie de batallas culturales. Así, el conflicto entre Capital y Trabajo ha sido desplazado por la confrontación entre diferentes representaciones identitarias desligadas de la estructura socioeconómica: los intereses objetivos de cada grupo social resultan preservados de cualquier debate público de dimensiones significativas, mientras que la agenda mediática se focaliza cada vez más en los imaginarios asociados a los diferentes modos de vida.

A tenor de lo cual, parecieran haberse producido una serie de reordenamientos políticos generados por una nueva topología ideológica donde aquello que otrora fue la izquierda asume una morfología progresista ataviada de atributos liberales. Una explicación de las razones por las cuales son liberales los rasgos característicos de la progresía actual es algo que se desvía de los propósitos de estas líneas, por lo que nos limitaremos a apostillar con brevedad que esa fijación por la eclosión de las identidades subjetivistas –por concebir la sociedad como un laberinto de espejos donde mirarnos caleidoscópicamente desde múltiples perspectivas y diversas dimensiones– es aquello que hace del progresismo deconstructivista contemporáneo parte de la tradición filosófica liberal.
El liberalismo se desentiende de las condiciones socioeconómicas sobre las que se reproduce la vida social –base material a partir de la cual se configuran las identidades de clase–, y pretende ocultarlas debajo de la igualdad formal de una sociedad civil en la que cada cual es igualmente libre de llevar a cabo un estilo de vida propio y, por añadidura, asumir la identidad que le venga en gana. Tal vez el sentido de estas palabras pueda ejemplificarse recurriendo a la misma Rosalía, mostrándose como la gitana poligonera que no es. De igual manera, el progresismo contemporáneo, influenciado por algunas modas postestructuralistas, festeja la pluralidad de proyectos de vida individuales donde cada concepción particular de vida buena resulta irreductible y digna de exaltar.
En su acepción contemporánea, el progresismo alumbra una polifonía de formas de vida que lo sitúan dentro de los márgenes del pensamiento liberal: la renuncia del liberalismo por jerarquizar las distintas concepciones de la vida buena o del bien social encuentra su equivalente en la celebración progresista de la pluralidad y la heterogeneidad. Siguiendo el curso de la lógica liberal, el progresismo acaba desembocando en un relativismo que, además de asentar las bases de su propia negación, contribuye a la fragmentación de la urdimbre social: el mercado de los valores o principios éticos –expresión en el plano axiológico de un mercado de bienes y servicios en el plano socioeconómico– debe concretizarse mediante un mercado de las identidades en el plano personal o subjetivo.
Entonces, ¿qué entendemos por progresismo? Explicar el concepto a partir de las diferentes significaciones que ha adquirido durante su recorrido histórico es algo innecesario si lo que queremos es remarcar la atribución teórica que recientemente ha adquirido en su uso común y cotidiano, y nada más que eso. Por lo que, si nos limitamos a realizar un comentario superficial, basta con decir que el progresismo alude a un campo semántico en el que confluyen, en ocasiones de manera inconexa y contradictoria, visiones parciales –cada una de las cuales con sus respectivas motivaciones y fines– de asuntos sociopolíticos que deben ser intervenidos sobre la base de disposiciones o fórmulas novedosas.
Pero si nuestro afán de comprensión nos llevase a perforar la superficie del concepto, observaríamos que a un nivel de mayor profundidad se producen movimientos tectónicos, aparentemente imperceptibles, bajo los cuales se encuentra el núcleo rocoso de la sociedad. Esta consideración se hace obvia desde el momento en que asumimos un planteamiento epistemológico sin el cual las ideas carecerían de un sustrato en el que arraigar y, por ende, se encontrarían en inestable flotación: aun cuando la conciencia sea relativamente autónoma, en ningún caso se encuentra desligada de la práctica social. Por decirlo sintéticamente: los valores y las creencias expresan las relaciones de las personas en el sistema social.
Nada tiene de insólito afirmar que la supervivencia del capitalismo depende de su constante reinvención, tanto como de la capacidad de reorganizar las actividades sociales y alborotar las conciencias. Dicho de otro modo, el desarrollo de las fuerzas productivas genera incipientes modalidades de trabajo que –aparte de suscitar mayor o menor inestabilidad social– tienen por correlato la proliferación de ideas nuevas. Si algo debe caracterizar el pensamiento de quienes participan del dinamismo del capitalismo es su iconoclasia con respecto a la autoridad ideológica que legitimaba unos procesos de desarrollo económico que empiezan a resultar desfasados. Por consiguiente, ciertas creencias y conductas novedosas –esto es, progresistas– desempeñan una labor que resulta funcional a las transformaciones socio-productivas que propicia el capital.
Un botón de muestra se observa en el uso de las ciencias aplicadas –y, específicamente, la biotecnología– con fines económicos: modelos familiares que resultan novedosos con respecto a otro tipo de estructuras familiares se apoyan cada vez más sobre las posibilidades que proporciona la fecundación in vitro como forma altamente avanzada de reproducción asistida. Se comprende así la necesidad de categorías mentales novedosas, legitimadoras de nuevas prácticas sociales, como requisito para la demanda de las aplicaciones resultantes del desarrollo científico-tecnológico. Pero admitir que las ideas progresistas se encuentran entrelazadas con el progreso de las capacidades de transformar la naturaleza no comporta per se ningún juicio de valor favorable con respecto a esas ideas ni a esas capacidades.

Tras lo dicho, se muestra particularmente persuasivo el planteamiento según el cual el progresismo actuaría –involuntariamente– como andamiaje ideológico con el que apuntalar el trazado de un circuito innovador de reproducción ampliada de capital. Significa esto que la consolidación del posfordismo dentro de los esquemas de un consumo individualizado de masas precisa de un imaginario irisado que lustre los significados oxidados o previamente dominantes. El progresismo, en relación sinérgica con la industria de la información y del entretenimiento cultural, contribuiría así a actualizar las relaciones sociales a partir de las cuales se disponen los procesos de producción de avanzada.
Han sido sobradamente descritos los procesos que, no siendo únicamente endémicos de la esfera económica, han propiciado que los flujos de información y conocimiento, gestionados y distribuidos por medio de las tecnologías digitales, sean el motor de la creación de riqueza en las sociedades estructuradas por un capitalismo al que se ha calificado como «tardío», «avanzado» o «posfordista». Tras la descomposición de las plataformas fabriles, la pieza audiovisual se levanta como el monolito alrededor del cual danza la economía rozagante. El resultado es la aparición de un modelo de acumulación centrado en las capacidades intelectuales de la fuerza de trabajo, donde los saberes y conocimientos socialmente producidos son la materia prima a partir de la cual se genera el lucro privado.
Puesto que el nuevo régimen de acumulación de capital necesita zafarse de unos valores que comprimen su desarrollo potencial, requiere de expresiones ideológicas que soslayen las asimetrías socioeconómicas: desde la defensa de las minorías étnicas –a partir del multiculturalismo– hasta la promoción de los distintos colectivos sexuales –como ramificación del feminismo–. Ser consecuentes con el desarrollo de este planteamiento nos permite formular un supuesto que no se encuentra exento de controversia: el progresismo contemporáneo en no pocas ocasiones actúa como la gramática que emplea el capitalismo digital de la sociedad del espectáculo.
Pero sería un equívoco inferir de estas palabras que los postulados progresistas sean sostenidos con el propósito decidido de promover la fase productiva posfordista; por el contrario, lo que pretende afirmarse es que el patrón de acumulación que caracteriza a esa misma fase productiva se sirve de unos esquemas de pensamiento que, si bien enuncian sensibilidades que pueden ser independientes de la lógica que le es propia a la base económica de la sociedad, acaban por serle funcional. De modo que, por más que sean autónomos los fundamentos de muchas de sus creencias, aquello que llamamos progresismo resulta un ámbito ideológico compatible con las formas de organización socio-productivas en desarrollo.
Lo que vertebra el progresismo contemporáneo no es, por consiguiente, un proyecto político que aspire a remover los cimientos de la sociedad. Sería irrisorio comparar las tendencias progresistas con la ambición que impulsaba a las fuerzas socialistas del pasado siglo. Tampoco resulta evidente que el progresismo persiga una democratización cuya acción trascienda la mera inflación de derechos cívico-políticos desprovistos de contenido operacional. En virtud de lo cual, si el progresismo aspira a presentarse como una versión remozada de lo que fue la izquierda durante la conflictividad que atravesó la modernidad, no le queda otra que apelar a esa cantinela gelatinosa que es el antifascismo.
Poco importa que el fascismo sea un fenómeno de masas del periodo de entreguerras cuya traslación a la actualidad únicamente se encuentra en grupúsculos marginales. La vigencia del concepto viene de ser un recurso efectista al que apelar: bien sea como acusación con la que desacreditar al interlocutor y, por consiguiente, acotar las posibilidades de discusión: la censura moral del progresismo; bien sea como prevención ante un peligro inminente que exige optar por el menos malo o el mal menor: Macron y su acometida contra el sistema de jubilación. Que los progresistas usen «el antifascismo en ausencia del fascismo como una coartada para no ser anticapitalista en presencia del capitalismo» sería algo coherente con la misma lógica inherente del progresismo.
Esta verborrea antifascista estuvo presente, como no podría ser de otro modo, en la pasada ceremonia de los Premios Goya. De entre las distintas alusiones al antifascismo, me detendré en una en particular, por cuanto que enlaza nuevamente con un actor político del que por un momento hemos desviado la atención: VOX. Después de solicitar «más dinero para hacer nuestras películas… necesitamos dinero público para nuestras películas», el director Eduardo Casanova secundó unas declaraciones de Leticia Dolera en las que reivindicaba una «cultura antifascista». Merece la pena oír ambas intervenciones.
No tardaron los de VOX en golpear nuevamente a través de las redes sociales. En esta ocasión fue Espinosa de los Monteros, portavoz de la formación en el Congreso, quien ridiculizó las palabras de Casanova con el siguiente tuit: «Si es que son un meme andante…». Aunque el político relacionó retorcidamente la petición de dinero público con la necesidad de producir cultura antifascista, el mensaje subyacente resultaba persuasivo: los progres no hacen otra cosa que vivir de subvenciones, y ahora quieren ampliar sus chiringuitos so pretexto de combatir al fantasma del fascismo.

Iván Espinosa de los Monteros, quien fue el primer Secretario General de VOX, nació en una familia aristocrática con cargos en altas instancias de la administración estatal, pero que en generaciones recientes se vinculó al sector privado. Eduardo Casanova, mayormente conocido por participar en una serie de televisión, es actor y director de cintas supuestamente transgresoras y de discutible calidad cinematográfica. Digámoslo sin cortapisas: la aparente oposición entre ambos personajes empieza a matizarse desde el momento en que sus fundamentos se descubren ocultos bajo las atribuciones culturales a las que remiten sus apariencias.
Cierto es que uno y otro exhiben dos modelos de identidad contrapuesta: la robusta e intransigente identidad colectiva del nacionalismo frente a la epidérmica identidad liberal que se halla en la libre elección individual (yo elijo ser… yo me siento…) a la que se han abonado algunas modas progresistas. Sin embargo, una atenta observación debiera delatar que entre Espinosa de los Monteros y Eduardo Casanova no hay una relación de oposición a nivel estructural. Pese a la exhibición de rasgos y comportamientos procedentes de dispares ecúmenes culturales, nos encontramos –en lo relativo a su posición dentro de la pirámide social– ante miembros de dos facciones del Capital: ambas enfrentadas por cuanto que representan sendos patrones de acumulación, dos formas distintas de apropiación del excedente económico.
Por una parte, Espinosa de los Monteros personifica una oligarquía que, habiendo situado su actividad empresarial al socaire de las instituciones públicas, históricamente las ha concebido de manera patrimonial. Pertenece, por tanto, a la facción que trata de sobrevivir a las transformaciones socio-productivas impulsadas por los cambios en el metabolismo generador de plusvalor. Por otra parte, Eduardo Casanova resulta un epítome de la crítica sesentayochista a las estructuras centralizadas y verticales, así como a los valores tradicionales y autoritarios, que fue retroactivamente necesaria para asentar las condiciones psicosociales para un nuevo patrón de acumulación que tuviese su condición de posibilidad en un sistema productivo flexible, reticularmente organizado y basado en flujos informacionales.
Cuando desde VOX se afirma que las «élites progres» se encuentran incrustadas en las instituciones públicas, aquello que se expresa es un miedo que posee un sustrato de veracidad: los profesionales liberales del periodo digital le están quitando a la vieja oligarquía el dominio de los resortes estatales. El cambio productivo que comporta el auge de las tecnologías digitales ha acarreado, a un mismo tiempo, el ascenso de aquellos segmentos de población que sitúan en la centralidad del debate público la necesidad de feminizar la política, superar el heteropatriarcado, detener el genocidio de animales, visibilizar a las personas transgénero, o desarrollar acciones afirmativas para las minorías raciales.
Nos equivocaríamos si pensáramos que las ideologías son meras construcciones semánticas que sobrevuelan de manera abstracta la experiencia vivida de la gente. Antes bien, si emerge y perdura un sistema de valores y creencias es porque logra imbricarse en ese ámbito práctico donde se inscriben las actividades mundanas de los individuos. Las creencias y los valores deben sustentarse en la actividad práctica de las personas, y en condiciones capitalistas el «trabajo remunerado» o «empleo» es la actividad que en mayor medida ocupa nuestras vidas. Cada vez más las significaciones progresistas son las significaciones de las clases dominantes, pero eso no significa que sean dominantes dentro de las poblaciones nacionales.
Por tanto, no es de extrañar que las formas de consciencia que le son propias a quienes se dedican a actividades laborales innovadoras no posean efectos prácticos sobre las formas de vida de aquellos cuyas rutinas diarias discurren por cauces vitales completamente distintos. Aunque los valores progresistas sean preponderantes en la industria cultural y del entretenimiento –donde los populismos conservadores concitan mayor animadversión–, así como en el campo artístico y académico, lo cierto es que su influencia es relativa fuera de esos ámbitos: los profesionales urbanos obstinados en la problematización de aspectos íntimos o inmateriales cuentan con lógicas de significación que no necesariamente son compartidas con las clases populares y los sectores subalternos.
Quienes disponen de mayores dotaciones de capital académico hallarían posibilidades laborales en las perspectivas que trae consigo el desarrollo de las tecnologías digitales. Al mismo tiempo, un escenario como el descrito comporta que ciertas formas de empleo hayan sido afectadas por la automatización de la producción o queden a la zaga de los procesos de revalorización simbólica y económica que ofrece la estilización del universo digital. Aunque no hayan sido reemplazadas las formas de trabajo precedentes, las mutaciones neoliberales sí han contribuido a que experimenten un considerable deterioro: los empleos basados en actividades rutinarias, principalmente manuales, son aquellos que en mayor medida sufren la discontinuidad y precariedad que resulta prácticamente consustancial al mercado laboral al que concurren los asalariados de escasa formación profesional.
Hoy por hoy las fricciones sociales se deslizan sobre ese dilatado campo cultural en el cual se enfrentan modulaciones diferentes de vivir en el mundo. Pero merece la pena apostillar que la cartografía vital de cada cual no puede desgajarse de su inserción en uno u otro modelo de acumulación de capital: la dualidad del mercado laboral propicia conflictos ideacionales entre los profesionales creativos y los trabajadores manuales. En este sentido, la confrontación entre los progres globalistas y la derecha populista expresaría en el campo simbólico-ideacional la polaridad existente entre el desarrollo de las tecnologías digitales y la supervivencia de las actividades laborales desvalorizadas.
La supuesta incapacidad de quienes usan la musculatura de los brazos más que la del cerebro para adaptarse a las innovaciones tecnológicas, o sacar provecho de las circunstancias de un mundo globalizado, contribuiría a que sean vistos como restos del pasado: sus formas de vida serían obsoletas y su mentalidad atrasada. En pocas palabras: las tensiones son entre aquellos, de cultura vanguardista y pensamiento progresista, que sabrían estar a la altura de los tiempos; y aquellos otros que –a criterio de los primeros–, o directamente son incultos, o son culturalmente vetustos. Acompañaría a este argumentario el comentario realizado por una usuaria de Twitter el día siguiente de las últimas elecciones generales:

Nada hay de asombroso al considerarlo, aunque pudiera comportar un anatema expresarlo: la sensibilidad de los progresistas, cuya agudeza permite asociar «los cafés» a un cambio radical de la estructura social, apunta a la autorrealización personal por medio de significaciones intelectuales, éticas y estéticas. Pero las refinadas emociones de quienes ya disponen de amplia seguridad material no corresponden a las necesidades que imperan en las barriadas populares o en las áreas rurales, donde resulta comprensible que no sea una prioridad apadrinar a los perros abandonados, transitar de un género a otro, o –pongamos por caso– disminuir el consumo de productos de plástico.
No hay motivo por el cual ocultar que prejuicios, vulgaridades y convencionalismos llegan a poseer mayor relevancia para el sostenimiento de las formas de vida de los trabajadores de escasa formación que, por el contrario, las consideraciones supuestamente sofisticadas y moralmente impolutas de las almas bellas procedentes del campo cultural e intelectual. Ni un ápice de desprecio se desprende al reconocer esta realidad. Todo lo contrario: la desconsideración se encuentra presente entre aquellos que, o bien desconocen los nodos de intelección a partir de los cuales se organiza la vida en común de los estratos populares, o bien únicamente recurren a ellos a fin de fashionizar un postureo plebeyo.
Al enarbolar de manera irreverente múltiples imaginerías, estilos de vida o cursos de acción que son fácilmente asimilados por formas novedosas y dinámicas de extracción de riqueza, el progresismo coadyuvaría a solapar una actitud verdaderamente crítica hacia la arquitectura social del poder establecido. Por lo que, observando el progresismo desde este ángulo, resultaría pertinente esbozar una analogía con aquellas expresiones contraculturales –a las que actualmente denominaríamos tribus o subculturas urbanas– que, en tanto en cuanto contribuyeron a sustituir una conciencia colectiva articulada en torno a vectores políticos por preferencias de consumo estético o musical, fueron una rémora para la prolongación de la conflictividad de clase que anteriormente propició la consecución y expansión de derechos sociales.

Si queremos emplear el epíteto de «carnavalesco» para calificar a un capitalismo recubierto de perifollos (pinkwashing, greenwashing, etc.), debiéramos hacerlo en consonancia con aquello que Tom Wolfe denominó «radical chic». Sin embargo, el solipsismo autocomplaciente del gremio cultural, artístico o académico –y a ellos le podríamos sumar el gremio militante de los profesionales del activismo político– no logra percibir la ausencia de una plena interiorización del progresismo dentro de los sectores desfavorecidos. Pareciera que muchos de los progres, ya sean parte de la jet set cultural o simples profesionales urbanos, sobreestiman la influencia de los valores que secundan sobre el grueso de la población; por lo que si quiera se encuentran facultados para advertir el semblante extraterrestre que causan algunas de sus apariciones o declaraciones.
Aunque sean prácticamente insondables las mediaciones que modelan los imaginarios de las personas, éstos muestran, principalmente, la impronta de las prácticas y las relaciones sociales. Por consiguiente, la razón práctica que reside en los usos y costumbres, en la actividad social cotidiana, es aquello que en mayor medida influye sobre la cultura vital de los grupos sociales. Trasladando la abstracción de lo expresado a las circunstancias concretas sobre las cuales nos interesamos, diríamos lo siguiente: los profesionales de la cultura sobresaliente, apologetas de valores progresistas situados en el pináculo de las aspiraciones humanas, en demasiadas ocasiones transitan por coordenadas distintas a las que ubican la demarcación vital dentro de la cual se desarrollan las disposiciones habituales de las capas populares.
Pero lo relevante de la cuestión no es solamente que la conciencia popular se encuentre alejada de las percepciones que le son propias a los profesionales de la cultura y del entretenimiento, sino que, por desgracia, la alt-right o derecha populista –representada por VOX a nivel institucional– acaba siendo la aspirante a capitalizar las simpatías políticas de amplios sectores de la gente corriente. Que únicamente prescriban una sólida eticidad tradicional como forma de paliar la desestructuración social –causada por la degradación del empleo y el deterioro de las prestaciones sociales– no impide que, en no pocas ocasiones, los de VOX adoptan con mayor verosimilitud las coloraciones del sentido común popular.
Por sí misma la conciencia no desencadena las ideas que le dotan de consistencia. Bien por el contrario, la formación y el desarrollo de cualquier ideología se encuentra socialmente condicionada por cuanto que, en gran medida, es el resultado de las relaciones vividas en la realidad circundante. Se parecen a los señores de la plana mayor de VOX aquellos que saludan a los jornaleros mientras varean la aceituna, o que ponen su mano sobre el hombro del albañil mientras lamentan no poder subirle el sueldo. Quienes, llegado el momento, felicitan la Navidad a su empleado, le preguntan por la salud de su anciana madre, o se sorprenden por lo crecidos que están sus hijos.
Aunque sea con prudencia y mesura, digámoslo: VOX consigue expresar las experiencias de vida, así como las formas laborales que las condicionan, de aquellos grupos de población que, al salir perdiendo con las trasformaciones productivas del capitalismo posfordista, pueden sentir nostalgia y, por ende, asumir una posición ideológicamente conservadora. Así vistas las cosas, la diferencia entre Eduardo Casanova y Espinosa de los Monteros sería parecida a la que hay entre quienes, con una mezcla de ingenuidad y pedantería, pretenden emancipar al pueblo, pero se encuentran demasiado apartados de la significación de sus prácticas cotidianas, y quienes pretenden dominarlo, y saben cómo conseguirlo porque forman parte de su espacio vital.

La derecha vetero-aristocrática española se encuentra mucho más cerca de las capas populares que el esnobismo artístico-cultural que con mayor facilidad se inclina por idealizar a las clases trabajadoras y a los sectores subalternos. No sería arriesgado sostener que el lifestyle glamouroso de quienes pisan alfombras rojas y se detienen frente al photocall escenifica el reverso de los dolores colectivos que sufre la gente de situación humilde. Precisamente, la crítica de VOX a los progres subraya el resentimiento latente en las clases populares con respecto a aquellos profesionales creativos que, por oposición a una vida dura y sacrificada, son percibidos como una élite cosmopolita entregada al hedonismo y a la extravagancia.
Directamente relacionado con lo anterior, el éxito atribuido a los integrantes de la industria cultural, que carecerían de fronteras nacionales y de limitaciones éticas, sería susceptible de interpretarse, por parte de los sectores subalternos, como una deslealtad con respecto a su país, y a la realidad que le es propia a ras de suelo. Porque no deja de ser cierto que el proyecto vital de ciertos segmentos profesionales se desarrolla a partir de lógicas desterritorializadas. Insertas en una experiencia vital de dimensiones globales, las «élites progres» parecieran escindirse de sus respectivos países y adquirir una corporalidad tan difusa como la de la cantante japonesa Hatsune Miku.
Esto es algo que resulta fácticamente imposible –pero también inconcebible– para aquellos grupos de población cuya subsistencia le debe mucho a las redes de solidaridad comunitaria apegadas al territorio. Si algo les queda a los grupos desposeídos eso es su más mundana identidad, el ser uno mismo dado por el reconocimiento de sus allegados, un sentido de pertenencia definido por los vínculos que se establecen con el lugar, y con quienes lo habitan. Sin embargo, la flexibilidad laboral que caracteriza al empleo posfordista comporta que la movilidad –esto es, la capacidad de desplazamiento– substituya al arraigo local como aptitud valorada. De hecho, esta misma argumentación contribuiría a explicar el apoyo al brexit por parte de la clase obrera pauperizada.
Se trata de una lógica cuyo dorso es evidente: que la apertura de fronteras a la inmigración sea una expresión progresista bajo la cual subyace la apelación a una idea difusa y abstracta de humanidad. A partir de esta cuestión podríamos empezar a trazar la senda que nos llevaría del progresismo bienintencionado a los intereses corporativos del capital, pues esa idea indeterminada de humanidad asiste a la legitimación de procesos empíricos de los cuales se benefician grupos determinados. Aunque por razones distintas a las mercancías o los capitales, la fuerza de trabajo –aquello que de hecho son los inmigrantes– debe disponer de libertad de circulación: requisito por medio del cual propiciar una presión a la baja sobre los salarios.
No obstante, debe reconocerse que –a priori– muchos de los planteamientos progresistas asumen una vocación universal. No puede haber un ejemplo más claro: la protección de los ecosistemas naturales es algo que redunda en provecho de todos los habitantes del planeta, y ni siquiera indirectamente es posible advertir una conexión específica entre las reivindicaciones medioambientales y los intereses sectoriales de las corporaciones que impulsan ese nuevo patrón de acumulación. O tal vez sí: las energías renovables son una oportunidad a la que le espera un mercado por explotar. Pero no es este el lugar para dar detallada cuenta de las relaciones subrepticias entre los planteamientos progresistas y las oportunidades empresariales que genera la fase a la que se abre el capitalismo contemporáneo.
Sea como fuere, no puede pasar desapercibida una consideración que Marx y Engels ya hicieron notar: las clases emergentes aparecen como representantes de los intereses comunes de la sociedad; pero cuando culminan su ascenso y se convierten en clases dominantes, esas mismas clases consolidan sus intereses particulares por encima de aquellos otros grupos en los que se apoyaron. Sólo que –en lo concerniente al asunto que tratamos– no deberíamos hablar de clases, sino de facciones del Capital en pugna ante una situación de reconfiguración del modelo de acumulación. Los intereses o las aspiraciones particulares suelen enmascararse inconscientemente a través de planteamientos ideológicos.
Sería iluso obviar que las concepciones mentales del mundo resultan operativas para determinados grupos sociales, y que, por lo mismo, favorecen ciertos intereses. Debido a lo cual, podemos pensar que el progresismo, así como cualquier otro magma simbólico, resulta concomitante, aunque sea colateralmente, con las formas en que se organiza la vida práctica de los individuos sobre un proscenio socioeconómico en particular. Que sean genuinos los principios progresistas no quita que acaben por codificar, aunque sea de manera mistificada, las necesidades de un patrón de acumulación basado en la logística digital que actúa como plataforma de la sociedad de la información y de la comunicación, del espectáculo y del entretenimiento.

No resulta descabellado suponer que el progresismo actual acabe convirtiéndose en aquello que se ha llamado «ideología californiana». Entre la élite tecnológica de Silicon Valley –resultado de la hibridación de la contracultura hippie con la ambición personal de los yuppies–, el progresismo filantrópico se enmaraña con inquietantes tecno-utopismos anarcocapitalistas. A poca distancia de las compañías tecnológicas punteras encontramos el revestimiento voluptuoso del poder: Hollywood, epicentro del imperialismo cultural en las últimas décadas. Pero el star system cultural –actores, cantantes y demás influencers– son cada vez más las marionetas carismáticas (idola theatri) de un bussiness model controlado por las plataformas digitales sobre las cuales reposa la industria del entretenimiento.
Sigamos pensando en Estados Unidos: el establishment federal suele asociarse con posiciones progresistas (aunque en ese país hayan adoptado la denominación de «liberales»). Sin embargo, el último presidente nombrado, el inefable Trump, representa la reacción dextro-populista propiciada por la América profunda empobrecida. A éste le respaldan los sectores económicos tradicionales –la industria armamentística, el complejo militar, las compañías petroleras, la siderurgia, etcétera–; mientras que los progres del Partido Demócrata encuentran el apoyo incondicional de los profesionales liberales ubicados en las franjas dinámicas de la costa, donde despuntan las startups que alcanzan a convertirse en «unicornios financieros», y se suceden fenómenos socio-virtuales del tipo «Me Too» o «Ice bucket challenge».
Diríamos, aun riesgo de excesiva simplificación, que lo que está en juego es una lucha inter-capitalista: por un lado, los representantes de un patrón de acumulación novedoso que se sirve de las tecnologías de la información y de la comunicación para operar a escala planetaria; por otro lado, una oligarquía ya caduca cuyo ámbito de acción se asocia a las demarcaciones estatales, y que, por esa razón, se proyecta retóricamente como representante de los intereses de los ciudadanos nacionales. Aunque avancen posiciones las lógicas ideológicas de la primera facción, y sean una tendencia social consolidada en las metrópolis de las sociedades occidentales, aún no han troquelado los marcadores de sentido de los sectores populares.