Entrevista a Alejandro Pérez Polo
Enero 2024 / Publicado en El Viejo Topo

Graduado en Ciencias Políticas, Máster en Filosofía y Máster en Publicidad, Alejandro Pérez Polo se ha profesionalizado en el ámbito del discurso público. Ha colaborado con numerosos medios de comunicación, revistas e institutos de pensamiento, y actualmente conduce Antes del Derrumbe, un pódcast sobre análisis crítico de la realidad social. Centramos esta conversación en su libro Tú no eres especial. Mascotas, selfies y psicólogos (Ed. Akal, 2023).
—Inicias tu ensayo por medio de un convincente análisis de “la ideología del individualismo”. ¿Qué factores históricos propician su surgimiento?
—El individualismo es una forma de dominación social, no de liberación como se propuso en los años 60. Es el correlato necesario de una sociedad de consumo generalizado a partir de esa década, ya que se necesitaba ir colocando cada vez más productos en una sociedad que tenía los recursos para comprarlos. Así, se irá presionando cada vez más en esa vocación de mostrar una personalidad única a través de las cosas que compro en el mercado y que marcarán mi identidad personal, como una chaqueta de cuero exclusiva, unos zapatos irrepetibles, etcétera… pero también a través de tatuajes u otras cosas que, si bien antes se hacían para marcar una experiencia, ahora se han convertido en la experiencia de consumo en sí misma. Si a esto le sumamos el quiebre de los grandes relatos colectivos como el comunismo, el anarquismo y también la secularización de nuestras sociedades, tenemos el pack completo. Quedamos solos ante el relato del capitalismo, que es un relato sin referencia a lo colectivo, y a la ideología liberal de la libertad negativa como única utopía disponible.
—Además, este culto a la libertad individual trae consigo una serie de malestares y problemas mentales cada vez más comunes: estrés, ansiedad, depresión…
—La libertad individual del liberalismo es un concepto hecho para romper la libertad republicana, colectiva. La diferencia que estableció Benjamin Constant en 1819 entre la libertad de los antiguos y la libertad de los modernos se hizo para reventar el proyecto político de la revolución francesa. Y, de hecho, ahí nacerá la idea de libertad como “no intervención” en lugar de que la libertad sea la “no dominación”. Al final, de lo que se trataba era de justificar que en los espacios privados, en las fábricas y empresas, el patrón tuviera “libertad” para explotar y hacer lo que quisiese entre sus paredes sin posibilidad de intervención pública ni obrera.
De aquel concepto negativo de libertad, llegamos a su trasposición antropológica, que es la libertad individual contemporánea en la que sólo importan las inquietudes personales privadas de cada cual. Y esta libertad liberal, construida contra lo colectivo, nos acaba aislando de los demás porque revienta cualquier vínculo común, alimentando así una espiral de egoísmo que sólo puede desembocar en problemas mentales profundos, ya que rompe cualquier lazo con nuestros vecinos. Sin lazos sociales, ese vecino se convierte en una amenaza… pues puede ser un enemigo o un competidor. Y ello transforma de manera radical mi forma de habitar el mundo. Todo se vuelve competición salvaje y todos se convierten en potenciales enemigos. Si no puedo ni siquiera tener las bases de una confianza en el otro, puedo terminar fácilmente enloquecido en mi particular búnker privado.
—Cuestionas el tan manido aforismo de que “la libertad de uno acaba donde empieza la libertad del otro”. Se trata de una concepción liberal de libertad cada vez más presente en los esquemas mentales de la población… ¿Por qué debe ser criticada?
—El concepto negativo de libertad implica necesariamente el aislamiento, porque si todos son un límite para mi libertad, cada ser humano que me cruzo es entonces un adversario, alguien que limita mis capacidades de ser libre. Si estiramos ese concepto liberal, uno sólo sería libre en una isla desierta. Es decir, sólo es libre Tom Hanks en la película Náufrago…y no parece un mundo muy ideal, la verdad. De hecho, hasta tuvo que crear un humano artificial a través de un balón de vóley, Wilson. La pregunta es si somos realmente humanos sin otros humanos. La libertad, en mi opinión, comienza en la libertad del otro. No termina con ese otro, sino que empieza justamente con ese otro. Sólo soy libre en la medida que el de al lado es libre también, lo demás es despotismo o privilegio.
—Los más jóvenes se exponen en internet a fin de consolidar sus vidas como una “marca personal”. ¿Qué papel desempeñan las redes sociales y demás plataformas digitales (con sus youtubers e influencers) al momento de, por decirlo foucaultianamente, ejercer como “empresarios de sí mismos”?
—Las redes sociales elevan a la enésima potencia la ilusión de ser alguien único e irrepetible. Puedo ser el protagonista de la revista Hola retransmitiendo mi vida en stories de Instagram. Pero no sólo. Puedo incluso generar dinero si las cosas me van bien y acumulo seguidores. Aunque ese dinero generado, por mucho que pueda dar para vivir a algunos, da todavía más dinero a otros, en esos casos, a los propietarios de esas empresas de las redes sociales. Convertirse en una marca personal nos convierte en seres autoexplotados, que debemos guiarnos por la tiranía de las modas y que nos educa en la máxima de que todo puede ser mercantilizado, incluidos nuestros sentimientos más íntimos. Podemos sacar rentabilidad económica de nuestra tristeza, seducción o alegría. Si sumamos el narcisismo provocado por el selfie y la foto propia retocada, en la que puedo aspirar a un ideal de belleza del Yo a través de la imagen virtualizada, pues nos encontramos ante el devastador panorama que tenemos hoy en día.
—Tanto las expectativas frustradas (por el imperativo del goce) como el estrés generado (por el mandato de la productividad) son canalizados por el psicologicismo. ¿Qué inconveniente le encuentras al psicologicismo (y a toda esa literatura subsidiaria: autoayuda, coaching, mindfulness…) como solución a nuestros problemas?
—El individualismo te destroza como persona y luego quiere cobrarte por ello. El psicologismo es la fase final de todos estos procesos de individuación: privatizar el malestar, romper el vínculo con el otro y sustituirlo por una relación mercantil con un supuesto profesional que te va a cobrar 50 euros la sesión. El problema fundamental de todo esto es que se juega constantemente con la ilusión del Yo. No somos seres completos, y estamos huecos porque hay un vacío existencial fundante de la psique humana. Los psicólogos se aprovechan de ese hueco para que te sigas perdiendo en los surcos, en los laberintos interiores de tu propia mente. Sitúan los malestares en tu Yo en lugar de situar el foco en lo estructural o colectivo. El problema siempre eres tú, no la sociedad en su conjunto. Además de ello, se genera una relación de dependencia emocional con el propio profesional de la psique humana, que parece ser la única persona sobre la faz de la Tierra que tiene tiempo para escucharte. Porque le pagas.
—En el libro lo planteas mediante esta elocuente fórmula: “Terapia contra política”.
—Si el problema es mi malestar psicológico, el remedio o la solución es una cura terapéutica para mi Yo angustiado o mi Yo roto. Aquí no hay nada que hacer con lo colectivo o las relaciones de poder, por lo tanto, nada que hacer con la política. La cuestión es que nuestro mundo es ya político y esta forma narcisista de habitar el mundo es un efecto político del sistema. Su forma de dominarte, de que pienses sólo en ti mismo y nunca en los demás. Todo es mercantilizar hasta el sentimiento más íntimo que puedas albergar.
—Consideras que la virtualidad en que se nos propone vivir no es una alternativa a la realidad, sino que es la realidad, pero una realidad donde vivimos aislados entre sí, y donde vivimos vidas sin sustancia. Se trata de una tesis muy interesante, y me hace pensar en que nuestro avatar de internet ha acabado por apropiarse de nuestro ser: ya no es que pretendamos representar gráficamente nuestro Yo, sino que nuestro Yo acaba por asemejarse a una imagen virtual…
—La imagen predetermina nuestro mundo, nuestro mapa. Esto fue explorado por Baudrillard de manera muy interesante, con su tesis sobre el simulacro y añadiendo el tema de los signos a la teoría del valor en Marx. Él vivió el auge de la televisión: la imagen representada ahí como nuestra imagen del mundo. Y hoy estamos un paso más allá porque las redes sociales configuran nuestra propia manera de ver y habitar este mundo. El principal problema que plantea la imagen virtual es que es una imagen limpia, que en un mundo tan utilitario como el nuestro y en el que se busca la rentabilización del Yo, acabará por predeterminar una forma limpia, perfecta, algorítmica de pensarnos a nosotros mismos. Un mundo que excluirá el dolor y nos incapacitará para afrontar el sufrimiento y la muerte, que constituyen en su núcleo la existencia humana. Nos perdemos la realidad del mundo y, con ella, perdemos nuestra capacidad de cambiarlo o de habitarlo.
—Sin embargo, nuestros estilos de vida pretenden exhibir una supuesta autenticidad. De igual manera, consumimos productos que se nos revelan como auténticos. ¿Qué revela esa búsqueda ansiosa por la auténtica esencia de la experiencia vivida y de los objetos que nos rodean?
Como comentaba ahora mismo, un mundo virtual, tecnificado, es un mundo sin dolor. Aquí hay que rescatar siempre a Heidegger, quien dice que el dominio de la técnica no es una cuestión técnica sino ontológica. Y esa idea hay que estirarla, porque se entiende nuestra relación actual con el mundo de forma técnica, como si con un bisturí pudiera extirpar de forma técnica el dolor, usando la autoayuda o a los psicólogos. Y un mundo sin dolor, sin contrapesos negativos, es un mundo irreal y por lo tanto inauténtico. Algo falla en su base, hay un corazón que hemos perdido. Por eso la gente va como loca buscando aquello auténtico que se perdió en el transcurso de la virtualización.
—Entonces, la búsqueda desaforada de lo auténtico sería consecuencia de un mundo inauténtico…
—Todo es de plástico, todo son imágenes creadas por la IA o retocadas por el Photoshop, no sabemos qué puede ser real y qué no. Pero también los productos han perdido su sustancia. Café sin cafeína, Cerveza sin alcohol, hamburguesas sin carne. Hemos sustraído el elemento nocivo de los diferentes productos que eran la sustancia de esos productos. Esto virtualiza nuestro mundo, nos empuja a perdernos su realidad. Del mismo modo, nos hemos alejado de nuestras pasiones, por eso vivimos en un búnker de indiferencia. Porque es un búnker de estabilidad algorítimica. Y ya sabemos lo que ocurre en los ambientes estables, que no hay vida. La superficie de la Luna es estable, y eso es la muerte. El oxígeno, que es el gas que permite la vida en la Tierra, es uno de los gases más inestables que conocemos. Creo que esto resume bien la correlación entre inestabilidad, autenticidad, dolor y vida.
—El narcisismo imperante (que nos lleva a querer ser auténticos, diferentes, especiales…) propicia que cada vez más individuos se enorgullezcan de sus problemas físicos o exalten sus trastornos mentales. A este respecto refieres a “la locura”, pero también podríamos hablar de “la obesidad” (recientemente reivindicada por algunos políticos y artistas bajo el pretexto de “cuerpos disidentes”).
—Lo que se pueda percibir como diferente será ensalzado. Como cada vez somos más idénticos en nuestra diversidad, buscaremos cualquier elemento por extravagante que sea como elemento diferenciador de la masa, como algo que revele una esencia interior auténticamente diferente. Mi locura probaría que soy un ser totalmente diferente del resto, único, especial, con unos caminos todavía no recorridos por nadie antes. Por eso hay un juego entre ensalzar esa mentalidad divergente, al tiempo que hay una preocupación por la salud mental. Una divergencia a la que también se extraerá su componente negativo, por eso se insiste en desestigmatizar la enfermedad mental, aunque tenga consecuencias letales para muchas personas. Todo juega en el mismo campo.
—¿La enfermedad nos convierte en una víctima? ¿Ser víctima nos empodera?
—Ser víctima nos permite armar una moralidad propia. Una vez ya no existe Dios, la victima cae a tierra: lo que te otorga una condición sagrada es haber sufrido algo particular que te pueda legitimar como un mini-Dios agredido que busca venganza o simplemente autoridad para hablar. De forma contraintuitiva, victimismo y narcisismo suele ir muy de la mano. Las víctimas se creen con saberes únicos, porque nadie más ha sufrido lo que ellas, y por lo tanto permite elevar el Yo a una condición superior con respecto al que no ha sufrido lo que la víctima ha sufrido. Por lo tanto, se refuerzan todos los ejes narcisistas de amarse a uno mismo a través de esa condición sagrada.
—¿Por qué confundimos la aceleración con el progreso? ¿Qué caracteriza la aceleración en la que nos hallamos inmersos?
—Probablemente, lo que más se ha quebrado en nuestros tiempos es la idea de que a mayor progreso tecnológico habría mayor progreso social. Esto era una constante desde el siglo XIX. Es mejor tener luz que no tener electricidad en casa, por ejemplo. Hubo avances tecnológicos en el XIX y el XX, inventos como la máquina de vapor, el telégrafo o el teléfono que permitieron revoluciones a todas las escalas, y mejoraron la vida de la gente. Sin embargo, hoy podemos ver cómo tras 10 años de la innovación de los smartphones, el mundo ni es mejor, ni se ha generado más riqueza para las mayorías ni siquiera estamos más conectados. Estamos más acelerados, eso sí, todo va más rápido en todas partes y direcciones, pero no hay más progreso.

En esto podemos rescatar a Virilio, un filósofo francés que analizaba la velocidad como factor de poder. Ser más rápido te hace más fuerte y más poderoso, por eso el mundo acelera. Pero esto significa que la aceleración no guarda tanto relación con el progreso como con el propio poder. Él usaba una metáfora muy gráfica: la diferencia entre una caricia y un puñetazo es de velocidad aplicada en tu mano. Pero todavía podemos estirarlo más con un ejemplo actual. Hoy en día, se han acelerado muchísimo todos los procesos, sobre todo los de intercambio de comunicación e información. Es un intercambio instantáneo gracias a los smartphones… Sin embargo, esa aceleración no ha liberado ningún tiempo disponible. Es una contradicción que apunta a esa disonancia entre aceleración y progreso. Hoy hemos derribado muchísimas barreras temporales gracias a internet y la robotización, pero eso no se ha traducido en ningún excedente de tiempo, no tenemos más tiempo que antes pese a que todo va más rápido. Por eso progreso y aceleración son cosas diferentes.
—No progresamos socialmente, sino que vivimos en un presentismo que ha absorbido la evocación del pasado y ha anulado la ambición del futuro, siendo que ambas dimensiones (pasado y futuro) rebasan la vida biológica de un ser humano en particular. Ahora todo sentido queda reducido al Yo, a sus necesidades inmediatas y a sus impulsos deseantes… Son muchas las implicaciones sociales y políticas de la victoria de lo efímero sobre lo duradero.
—El hedonismo es la consecuencia lógica del individualismo. Si sólo importo yo, los demás dejan de importar. Por lo tanto, no importan los que vivieron antes ni importan los que vivirán después. Hay otro síntoma muy potente de esto, que acompaña a selfies y psicólogos, que es el del mascotismo contemporáneo.
¿Por qué hay el doble de mascotas que menores de 14 años en España? Los datos del INE son muy reveladores, 13 millones contra 6,6. Esto va mucho más allá de la simple incapacidad para poder formar materialmente una familia, que también importa mucho. Tiene que ver con la manera en la que habitamos nuestro mundo, un mundo en el que ya hemos perdido la fe en el humano y que nos empuja a aislarnos de los demás. Las mascotas vienen a suplir las carencias afectivas resultantes de perder el contacto con el otro. Las mascotas no nos sobreviven en general, ni pueden generar una comunidad entre ellas, están ahí para nuestro propio goce. Para satisfacernos emocionalmente sólo a nosotros. De hecho, incluso a la mayoría de ellas se las castra para que no molesten mucho en casa y sean todavía más dóciles. Las mascotas no deciden a su dueño, porque no son libres, están para nuestros caprichos emocionales particulares. Son seres sintientes que apaciguan nuestras necesidades más elementales de atención y cariño.
Hoy en día, con la ruptura de los vínculos colectivos, hay una fuerte tendencia a animalizar al humano y humanizar a los animales, y esto es una consecuencia del individualismo total que vivimos.
—Y ello también se relaciona con el tiempo histórico, ¿no es cierto?
—El individualismo rompe el tiempo porque el tiempo, sobre todo el tiempo histórico, es un relato colectivo que sólo tiene sentido en colectivo, jamás en la dimensión individual. El tiempo histórico nos devolvería a una idea de trascendencia que vaya más allá de la trascendencia individual. Haríamos cosas para legárselas a nuestros nietos, pensaríamos en nuestra propia supervivencia colectiva. Pero todo esto choca de frente con el mandato de disfrutar el momento, de consumir aquí y ahora.
—En el libro expresas una apuesta decidida por trenzar un hilo narrativo que conecte nuestro pasado, nuestro presente y nuestro futuro. ¿Por qué substituir el narcisismo individualista por una potencialidad colectiva pasa por desarrollar una forma de temporalidad que nos conecte con generaciones pasadas y futuras?
—El motivo principal es para no ser hojas en blanco cada dos por tres. Somos lo que somos por lo que nos legaron los que vinieron antes. Sus saberes, etcétera. La mayoría de las cosas que podamos pensar ya fueron pensadas antes con mucha profundidad y hasta aplicación práctica. No nos podemos permitir perder todos esos conocimientos, porque ser una hoja en blanco es recomenzar otra vez los procesos… y sería mucho más fácil dominarnos y subyugarnos desde ahí. Aquí me gusta recuperar una anécdota histórica que cuenta Irene Vallejo en su gran ensayo El Infinito en un Junco. Trata sobre el emperador chino Shi Huangdi que, en el 213 A.C., mandó quemar todos los libros de su reino. Quería que la historia comenzase con él, pretendiendo abolir el pasado porque sus opositores lo invocaban en añoranza de tiempos mejores. Al final, sin memoria nos quedamos sin una herramienta básicamente para poder impugnar nuestro presente.
—¿En qué consiste ese “relato nacional-popular” que propones como forma de tejer lazos colectivos y generar un sentimiento de pertenencia común? ¿Por qué la referencia a la “nación” y al “pueblo” sería imprescindible para construir comunidad y recuperar un sentido compartido de vida?
—La nación es lo más cercano a lo eterno desde un punto de vista cívico y no religioso. La nación permite generar un sentimiento de comunidad fuerte y, sobre todo, republicano. Porque la nación sustancia la soberanía. Hoy sólo hay dos opciones: o la soberanía del mercado, en la que los individuos se interrelacionen a través de mecanismos de dominación económica, o la soberanía nacional, en la que un pueblo autodeterminado como nacional decide sobre la vida pública de un país generando más libertad frente a las cadenas de la tiranía del que tiene más dinero en un mercado. Lo nacional-popular se opone también a lo nacional-étnico, que sería la visión más tenebrosa de lo nacional.
—En efecto, no cabe una única idea de nación fundada en aspectos oscuros… Entonces, ¿desde cuándo, y por qué, las apelaciones a “la nación” empezaron a generarle miedo a muchas de las personas que se consideran de izquierda?
—Se ataca la nación como se atacó la clase obrera o como se ataca la familia. Siempre se ataca aquello que contenga una dimensión colectiva por encima del individualismo liberal. Lo que atacan los liberales siempre es toda forma comunitaria de organizarse, todo aquello que construya vínculos fuertes y sólidos entre los seres humanos. El objetivo es fragmentarlo todo para que no exista la capacidad de construir un sistema justo en el que no haya dominación de unos sobre otros. Al final, se ataca la nación para atacar al Estado, porque lo que quieren defender es un mercado único y global.
—La formación morada, Podemos, popularizó aquello de “la patria son los hospitales, la escuela pública…”. ¿La patria son instituciones democráticas y servicios públicos de calidad, o es algo más que eso?
—Sin eso no hay patria que valga. Sin hospitales ni escuelas públicas, sin poder popular, la patria sólo es el mástil de una bandera que se utiliza para golpear a otro. Sin embargo, la patria es más que su dimensión material. La patria debe ser también empoderamiento colectivo, relato republicano que nos haga partícipes de tradiciones, costumbres y valores comunes, que nos hagan así fuertes ante las ofensivas del capitalismo global.
La patria puede ser esa fuerza popular capaz de poner en cintura a los poderosos, además de ser lo que justifica la democracia, por ejemplo que mi voto valga lo mismo que el voto de Ana Botín. Ambos votos valen lo mismo porque nos consideramos ciudadanos de una misma nación, aunque Ana Botín ejerza su poder desde otras instancias no democráticas. La patria nos puede permitir justamente ir ganando más espacios a aquellos que acumulan de forma privada, sólo pensando en ellos y para ellos, un poder descomunal que siempre se ejerce contra las mayorías sociales. También nos permite generar un sentimiento de pertenencia cuando ya no hay grupo al que pertenecer, construyendo así una unidad que nos hace más fuertes y nos permite recuperar la dignidad que nos roban los mercados globales.
Si el espacio natural de las grandes finanzas es el de las instancias supranacionales donde se coordinan para saltarse las reglas fiscales nacionales, el espacio natural del pueblo es el Estado-nación que sirve como palanca para arrancarle conquistas a los privilegiados.
—Me parece una idea apropiada para concluir. Muchas gracias, Alejandro. Y felicidades por tu estimulante ensayo.