Junio 2023 / Publicado en El Viejo Topo
Tal vez la cuestión no sea si más o menos derechos, sino qué tipo de derechos. Por eso, antes de celebrar acríticamente y defender decididamente la promulgación de ciertos derechos, preguntémonos: ¿En qué consisten y qué consecuencias pueden acarrear?
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Cuando estas líneas hayan sido impresas faltará una semana para que se inicie la campaña electoral de las elecciones generales que en España se celebrarán el 23 de julio de 2023. Cabe esperar que, durante la cruzada propagandística para la captación de votos, los partidos que han formado parte de la coalición de gobierno, además de defender su gestión, nos adviertan de los peligros que comporta la victoria de los adversarios políticos: desmantelarán los logros obtenidos, es decir, nos quitarán los derechos.
«Derechos, derechos, derechos», reiteran quienes aspiran a reeditar el Gobierno de coalición con el PSOE. Por ejemplo, el pasado 3 de junio, Ione Belarra, secretaria general de Unidas Podemos (UP), proclamaba que «sólo UP ha impulsado derechos frente a los privilegios de los de arriba». Y cinco días después precisaba: «Se ha construido toda una nueva generación de derechos feministas» en lo que supone «un avance de derechos sin precedentes».
No es el propósito de este artículo valorar cada uno de los derechos que compondrían ese supuesto aluvión de derechos, sino indagar el fundamento fáctico, que no la legitimación discursiva, de alguno de ellos. Porque certificar la validez jurídica de uno u otro derecho no nos exime de someterlos a un examen crítico a partir del cual resolver cuáles son sus criterios profundos de justificación.
Avisado está el lector que bajo las siguientes consideraciones subyace siempre una realidad incuestionable: la efectividad de los derechos está sometida a la disponibilidad de recursos económicos. A partir de lo cual, se desarrollará una hipótesis: puesto que los derechos tienen un coste económico (y, por eso, deben estar vinculados a los deberes) de la actual inflación de derechos subjetivos no cabe sino esperar que sea el mercado, y no las instituciones públicas, el mecanismo de asignación de aquellos bienes o servicios asociados a esos mismos derechos.
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«Tenemos la diarrea legislativa que tenemos», reconoció en agosto de 2022 Ángela Rodríguez, secretaria de Estado de Igualdad y contra la Violencia de Género, a propósito de la labor del Ministerio de Igualdad. Así es: los derechos legislados por este órgano administrativo, así como las deposiciones líquidas conocidas como diarreas, podrían ser resultado de una intoxicación previa, en este caso referida a ese concepto de la filosofía política que da nombre al Ministerio en cuestión: «igualdad».
La igualdad como objetivo político pretende que, aun cuando los individuos sean diferentes en múltiples sentidos, deban ser tratados como si fueran iguales con respecto a una serie de aspectos cívico-políticos (la igualdad ante la ley, lo que presupone la igualdad política, mismos derechos y deberes, no discriminación…), y/o socio-económicos (la igualdad de oportunidades, la igualdad de bienes o recursos primarios, la satisfacción de las necesidades básicas…). Sin embargo, la actual indigestión conceptual, esa que genera la diarrea legislativa antes referida, comporta que la igualdad sea asimilada a la concesión de derechos a identidades constituidas mediáticamente y consolidadas a partir de su reconocimiento jurídico.
Así, la lucha por la igualdad política se ha retirado de las injusticias socioeconómicas… Todos sus esfuerzos se centran ahora en combatir en el ámbito del imaginario colectivo: los derechos del Ministerio de Igualdad no aspiran a la igualdad por medio de, pongamos por caso, la modificación de las relaciones de propiedad, sino, como manifiesta la más egregia de sus leyes (Ley Trans), en «el cambio de concepción social sobre las personas LGTBI». Es decir, la igualdad ya no sería resultado de la intervención estatal en la esfera económica, sino de la intervención estatal en ámbito de la subjetividad social por medio de la concesión, constantemente ampliada, de derechos: ante cualesquiera que sean las injusticias realmente existentes, deben prevalecer, si es necesario, «los derechos de los espárragos»[1].
Esta permuta en la concepción misma de «igualdad» es conceptualmente consecuencia de un atiborramiento de lógicas posmodernas, pero cuenta, de igual manera, con explicaciones prosaicas que no nos detendremos a examinar. Cabe decir, eso sí, que el contexto histórico en que se produce la distorsión de la igualdad es aquel en el cual los vectores de opresión simbólica adquieren primacía con respecto a los de explotación socioeconómica. De manera que «las reivindicaciones relacionadas con el reconocimiento de derechos civiles se van a reducir exclusivamente a la esfera de lo cultural, con llamamientos continuados al respeto a las minorías –sean estas raciales o sexuales– y una defensa de la igualdad de género, y olvidando por completo reivindicaciones relacionadas con la justicia en el reparto de la renta»[2].
Este tipo de derechos civiles ha resultado ser la contrapartida obtenida por renunciar a los designios que a lo largo de la Modernidad orientaban a la igualdad política: avanzar en la conquista de derechos sociales, y profundizar en aquellos ya conquistados, a fin de democratizar el espacio en el que se llevan a cabo las relaciones y decisiones económicas. Por el contrario, «en la actualidad se ha consolidado un nuevo imaginario simbólico en el que la innovación social ha dejado de estar vinculada a cambios sociales relacionados con la adquisición de derechos sociales y una mayor extensión de la democracia a otras esferas»[3].
Como consecuencia de lo anterior, el centro de gravedad de la ciudadanía ha pasado del «contenido» a la «titularidad»: aquello relevante ya no es el qué de los derechos, sino quienes son sujetos de derecho. Teniendo esto en consideración, cabría preguntarse si no se está repitiendo, ahora en forma de farsa, la trágica operación liberal que supuso la aceptación de la extensión de la titularidad jurídica de la ciudadanía a todos los miembros de la sociedad política a cambio de ningunear las condiciones materiales que, según la tradición republicana, le dotan de contenido sustancial[4]. Pero rebajemos el nivel de abstracción teórica mediante algunos ejemplos recientes…
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En una entrevista realizada por la influencer Sindy Takanashi en abril de este año, Irene Montero, Ministra de Igualdad, afirmaba lo siguiente: «La identidad de una persona es un derecho fundamental, es muy material. Tu identidad es seguramente lo más material que todas nosotras tenemos. […] El Estado tiene que proteger un derecho fundamental como es el de la identidad». Desde luego, son ampliamente cuestionables las aristas filosófico-políticas que presenta una afirmación como la citada. Pero nos limitaremos a apuntar que cualquier identidad es, a grandes rasgos, resultado de la identificación de un individuo con una comunidad, y esta identificación comporta un vínculo emocional y, por ende, una percepción subjetiva.

Convertir «la identidad de una persona», como dice Montero, en «un derecho fundamental» es asumir una concepción del derecho vaporosa en virtud de la cual el valor del «derecho» acaba resultando puramente nominal. No puede haber concreción práctica del derecho en la medida que se apela a una suerte de performatividad jurídica cuya positivización es por definición imprecisa: la identidad como objeto de derecho, a diferencia de la integridad física y moral, o incluso la dignidad, no admite criterios apriorísticos de protección jurídica a partir de los cuales legislar.
Puesto que «la identidad de una persona» nunca es idéntica a «la identidad de otra persona», la protección jurídica de «la identidad» sólo puede predicarse estableciendo una equiparación entre las distintas identidades, cuyo reverso paradójico es la negación del principio de diferenciación que implícitamente se encuentra presente en la apelación a «la identidad de la persona» como «derecho fundamental». Por lo que una fórmula genérica, universalmente válida, que equipare todas las identidades entre sí solamente puede establecerse sobre la base de evitar el reconocimiento específico de las características idiosincráticas que definen la identidad de la persona.
Desde el mismo instante en que se positiviza la identidad como derecho, la identidad es traicionada. A la postre, el sujeto del derecho se confunde con el objeto del derecho. Y a ello se le puede plantear una objeción evidente: consagrar como derecho las percepciones subjetivas contribuye a incorporar vacuidades al ordenamiento jurídico a fin de que su recorrido normativo sea inestable y, en mayor medida, inoperante.
No hay derechos efectivos si éstos no se sitúan dentro del radio de acción del poder público. Y, dada su propia naturaleza, algunos de los «derechos» en boga escapan de cualquier operatividad o mecanismo de implementación. Pensemos, por ejemplo, en Ione Belarra, Ministra de Derechos Sociales y Agenda 2030 de España, al proclamar el «Derecho a soñar»[5]. Aun cuando reconozcamos que esta apelación supone un artificio retórico antes que una reivindicación sensata, el caso es que, mediante manifestaciones de este tipo, da la impresión de que la clase política ofrece «curanderos» y «coaches» para distraer a la ciudadanía ante la pérdida de «médicos» y «profesores». Derechos sociales tangibles que parecieran evaporarse sobre una fogata de metáforas pueriles.
No obstante, hay algo de cierto, y de problemático, en todo esto. Porque si observamos la tendencia de los otrora llamados Estados del bienestar, advertimos que en no pocas ocasiones la descomposición de las protecciones sociales se acompaña de un fulgor mediático que clama por la adopción de derechos subjetivos (derecho a la eutanasia, a la identidad, a ser padre…), confusos en algún caso y oscuros en otros, y que podemos considerar novedosos en la medida que no forman parte de la gramática política de la Modernidad. Quizá el caso más evidente lo encontramos en el «derecho al cambio registral de la mención de sexo»[6], de la Ley 4/2023, de 28 de febrero.

Aquello destacado que la referida Ley Trans introduce es que el único requisito para el cambio de sexo registral sea la solicitud de iniciación del procedimiento. [Hay otro elemento destacado: la obligación por parte del Estado de sufragar los procesos médicos, quirúrgicos… de cambio de sexo, pero a ello nos referiremos posteriormente]. Así pues, la voluntad de la persona, aparentemente fundada en una genuina percepción de sí misma (yo me siento hombre…, yo me siento mujer…), es lo que dictamina el reconocimiento administrativo del sexo conforme al «principio de libre desarrollo de la personalidad» invocado por la Ley.
Y, en lo fundamental, en eso consisten los tan cacareados «derechos de las personas trans» que no estuvieran ya recogidos en el ordenamiento jurídico español, pues «los derechos de igualdad de trato y de oportunidades y no discriminación» se encuentran en el rango superior que dispone el artículo 14 de la Constitución («Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social»).
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Pero si esta eclosión de derechos eminentemente subjetivos debe ser motivo de atención es a causa de dos aspectos aparentemente ocultos. Uno de ellos ya ha sido sugerido: los fuegos artificiales con que se promocionan los nuevos derechos subjetivos resultarían ser la contraparte inconfesable de la devaluación del contenido de los «derechos fundamentales» ya existentes (principalmente los que refieren al Capítulo tercero de la Constitución: «De los principios rectores de la política social y económica»). Pero, además: dada la naturaleza bizantina de algunos de estos derechos subjetivos, no cabe sino esperar que sea el mercado, y no las instituciones públicas, el mecanismo de asignación de aquellos bienes o servicios asociados. Ambas consecuencias se encuentran debidamente recogidas en la siguiente cita:
«[L]a ideología de los derechos civiles en ausencia de los derechos sociales revela su dúplice eficacia. Por un lado, distrae a las masas de la eliminación en curso de los derechos sociales. Y, por otro lado, de manera convergente, las convence subrepticiamente de que las únicas reivindicaciones dignas de ser llevadas adelante conciernen a la esfera de los derechos civiles del yo individual concebido como átomo energético, portador de ilimitada voluntad de poder consumista en el marco del sistema de las necesidades competitivas»[7].
Piénsese, por ejemplo, en la Declaración Universal de los Derechos Sexuales redactada en el XIII Congreso Mundial de Sexología (València, 1997). Ahí se mencionan, entre otros, el «derecho al placer sexual» o el «derecho a la expresión sexual emocional». Y esa es la esencia que se encuentra presente en la campaña que el Ministerio de Igualdad lanzó con motivo del Día Internacional de la Mujer (8M) este 2023: «Ahora que ya nos veis, hablemos», cuyo objetivo es «fomentar el diálogo y la conversación en torno a la sexualidad, así como la eliminación de tabúes y la apuesta por la educación sexual como forma de alcanzar una sociedad más igualitaria». Esta campaña apela al atractivo sexual de los cuerpos obesos, así como a la visibilización, entre otras prácticas, de la masturbación femenina en la vejez o de las relaciones sexuales entre personas con discapacidad[8].

¿Derecho al placer sexual?, ¿derecho a la expresión sexual emocional? Estas apelaciones al derecho son eminentemente metafísicas, y lo son en la medida que no es posible precisar su contenido. Un brindis al sol. De igual manera, su jurisdicción sería incompatible con la provisión de unas condiciones materiales a partir de las cuales garantizar el ejercicio efectivo al derecho formulado.
Para empezar, «no hay ningún derecho que no origine costes financiados por la sociedad en su conjunto». Y esos «costes que originan los derechos y libertades reconocidos legalmente son asumidos y gestionados desde las Administraciones Públicas»[9]. Cierto es que los «derechos civiles» suelen tener un coste económico mucho menor que los «derechos sociales». Pero debe ser posible delimitarlos conceptualmente a fin de, en caso de incumplimiento, poderlos reclamar a los juzgados, tribunales u otros órganos judiciales, cuyo funcionamiento precisa de una innegable dotación económica. Por esa razón, a los derechos se les presupone un gasto económico, la mayor parte del cual se dirige a la implementación de políticas públicas que posibilitan esos mismos derechos.
El razonamiento es el siguiente: cualquier concepción asible de un derecho, que sea coherente y consistente con sus propios propósitos, debe concebirse de modo positivo por medio de unas determinadas políticas públicas. Por ejemplo, para que se cumpla el derecho a la vida no basta con que nadie nos intente dar muerte, lo cual es una condición necesaria pero no suficiente. Además, el derecho a la vida requiere de una costosa infraestructura sanitaria que combata los efectos de una eventual enfermedad. Ante lo cual… ¿Qué políticas públicas podrían garantizar la implementación efectiva del «derecho al placer sexual» (incluso en condiciones de vejez, obesidad o discapacidad, como reivindica la referida campaña del Ministerio)?
Asimismo, la materialización de los derechos depende de cómo estos encajen y se acoplen con políticas públicas que propician la materialización de otro tipo de derechos. Por ejemplo, el derecho a la educación, el cual se encuentra amenazado por el ausentismo escolar, se relaciona, entre otros muchos, con el derecho a la vivienda, y éste se garantiza a través de un amplio espectro de políticas socioeconómicas: existencia de un parque de vivienda pública, regulación de los precios de la vivienda, legislación laboral que contemple sueldos que permitan el acceso a la vivienda, fiscalidad relativa a la compraventa o a la especulación inmobiliaria, etcétera. Por lo que, si de seguir con este ejemplo se trata, observamos que el derecho a la educación involucra, entre otros, el derecho a la vivienda, y la implementación efectiva de éste presentará grados muy divergentes de intensidad en función de una serie de variables políticas que, si bien circulan por fuera del derecho en cuanto tal, contribuyen a materializarlo.
Este planteamiento es decisivo para vertebrar argumentativamente el sinsentido que supone la proclamación de determinados derechos. Por lo que no debe quedar resquicio de duda al momento de comprender que «los derechos tienen costes, y nada que tenga costes puede ser absoluto, los derechos pueden garantizarse sólo en la medida en que se asignen los recursos necesarios para ese fin». Significa esto que «el mero reconocimiento de un derecho no implica que quede automáticamente asegurado, o al menos, no en su totalidad»[10]. De manera que siempre que se proponga positivizar nuevos derechos, la pregunta es obligada: ¿cómo se financiarán?, ¿cómo se implementarán?
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Hay derechos, ya lo hemos dicho, que son políticamente inasibles. Tales flatulencias contribuyen a abultar la superficie discursiva a partir de la cual discurre el utopismo inoperante de gran parte del activismo contemporáneo. Pero hay otros derechos de nuevo cuño que, en cierta forma, sí pueden materializarse. Sin ir más lejos, desde el 2006 la sanidad pública de las Comunidades Autónomas (España) podía costear las operaciones quirúrgicas y los tratamientos hormonales relacionados con la «reasignación de sexo»[11]. Ahora ya es una cuestión de Estado: la entrada en vigor de la Ley Trans implica que «los tratamientos hormonales y quirúrgicos para las personas trans se han incorporado a la cartera de servicios comunes del Sistema Nacional de Salud».

De manera que, siendo aparentemente contradictorio, se amplía la cobertura pública de determinados «servicios» en un contexto histórico de, gradual pero inequívoco, retroceso de los recursos públicos destinados a la ciudadanía: la Seguridad Social. Prueba de ello es que el Ministerio de Sanidad, no sólo no se ha vuelto a incorporar los 417 medicamentos que desde 2012 dejaron de estar financiados por la Seguridad Social, sino que, además, rechazó recientemente la financiación pública de «50 medicamentos para patologías graves y sin otra alternativa similar en el mercado»[12]. Así pues, un servicio sanitario que, asimismo, no incluye la salud bucodental ni la mayor parte de tratamientos ópticos, está sufragando terapias hormonales a cualquier persona que lo solicite.
En efecto, a cualquier persona que lo solicite. Según recoge el Informe Trànsit (referido a Cataluña), «a ninguna persona que pidió tratamiento hormonal se le denegó y el 87% de las personas atendidas recibieron el tratamiento hormonal después de la primera visita». Y esas personas «trans» aumentan de manera explosiva: pasando de 19 en 2012 a 1.454 en 2021, «el número de nuevos casos anuales ha crecido un 7.552 % (es decir, se han multiplicado por 76,5)». Otro dato impactante: «Del 2015 al 2021, el grupo de edad que más aumenta es el de 10 a 14 años, con un incremento del 3.480 % en el número de casos» y, específicamente, «un incremento que es del 5.700 % en el caso de las niñas»[13].

Y, sin embargo, no lograríamos acercamos al meollo de la cuestión si obviásemos algunos interrogantes… ¿A partir de qué momento de degradación del Estado del bienestar se dejarán de sufragar los tratamientos hormonales que actualmente se dispensan indiscriminadamente? ¿Hasta cuándo será una prestación pública la orquitectomía (extirpación de los testículos), la vaginoplastia (construcción de una vagina) o la cirugía mamaria destinada a aumentar el tamaño de los pechos mediante implantes? ¿Cuánto tiempo más se ofrecerá gratuitamente la metoidioplastia o la faloplastia (operaciones para la creación de un micropene), la escrotoplastia (creación de un escroto), así como la histerectomía (extirpación del útero), la mastectomía (extirpación de los senos) o la implantación de pectorales masculinos?
¿Será a partir de la próxima fase de austeridad del gasto público (una vez ya consolidado el «fenómeno trans») cuando los bloqueadores puberales, las terapias de reemplazo de hormonas, las cirugías de reasignación de sexo… dejen de incluirse en la cobertura pública? ¿O será en paralelo al derrumbe de la Seguridad Social cuando estos servicios dejen de ser considerados una atención médica prioritaria que deba ser sufragada por el servicio público de salud? Independientemente de cuando eso ocurra, los servicios médicos privados acabarán siendo los proveedores, en situación de exclusividad, de una nueva demanda social.

El volumen de negocio es significativo, y no verlo es de una ingenuidad bochornosa: a poco que busquemos por Internet, advertimos que el precio de las operaciones de cambio de sexo oscila en torno a los 30.000 euros por paciente, que debe acompañarse de un tratamiento hormonal, y en algunos casos psicológico, de por vida. Hay más: aparte de las intervenciones quirúrgicas ya referidas, donde puede incluirse material protésico, podemos agregar terapias relacionadas con la agudización de la voz, operaciones de corrección facial…, así como el tratamiento necesario para las secuelas derivadas de las cirugías[14].
Es Jennifer Bilek una de las personas que con mayor grado de detalle ha investigado la intersección entre, por un lado, la campaña transexualista promovida por instituciones públicas y organizaciones no gubernamentales, y, por otro, las élites económicas asociadas a la industria médica, farmacológica y biotecnológica. Siguiendo el rastro que deja tras de sí el dinero, esta periodista ofrece numerosos datos y sólidos argumentos para pensar seriamente que la normalización social de lo que ella denomina «superación de la realidad sexuada de los seres humanos» promete generar un ingente volumen de negocio para determinadas corporaciones empresariales.
Desde esta perspectiva, la revelación «¡mamá, papá, soy trans!» no sería tanto resultado de una simple percepción subjetiva, tampoco de una manipulación ideacional deliberada, como sí una de las formas que adopta el capitalismo al impregnar cada vez más ámbitos de la psique humana. Y es en correspondencia con ello que, durante los últimos años, «términos como identidad de género, transición, disforia corporal, hombres embarazados, portadores de cuello uterino, género binario y “espectros” sexuales de varios tipos se han repetido sin descanso en los principales medios de comunicación»[15].
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Una vez que el desarrollo argumental nos ha traído hasta aquí, volvamos la vista atrás para recuperar los «derechos subjetivos» y atribuirle la función que algunos de ellos cumplen en una situación histórica como la actual: los «derechos trans», amparándose en una falsa ilusión de autopercepción exenta de influencias heterónomas, sancionan favorablemente una disposición psicológica, inmersa en un sentido común y, por consiguiente, en un sentir moral, que resulta necesaria para la apertura, y posterior ampliación, de nuevos nichos de mercado.

Con el pretexto de otorgar un estatus de protección legal a personas discriminadas, ciertos derechos sistematizan subjetividades humanas moduladas previamente, las codifican por medio de identidades patrocinadas administrativamente, y ofrecen sus cuerpos a una industria aún experimental. Así, la relevancia de esos derechos no concierne tanto al libre desarrollo de la personalidad como sí al artificial desarrollo del mercado, pues es en este último ámbito que se resolverá el verdadero alcance y el auténtico impacto de unos derechos que, legitimándose mediante la filfa ideológica del progreso de las costumbres, presumiblemente propicien el progreso de los mercados.
Quizá la secuencia que esbozamos puede esquematizarse así: mediante un nuevo derecho (ámbito político) se propicia la aceptación de una determinada realidad (ámbito moral), paso previo para la aparición de demandas (ámbito social) a las cuales acabará siendo el mercado (ámbito económico) el que dé respuesta. Y eso ocurrirá, por supuesto, con las cirugías de reasignación de sexo y la provisión de fármacos asociados. Pero también con la adquisición de drogas tras la paulatina legalización de su consumo, y con la adquisición de bebés tras legalizar la gestación subrogada (ambas cuestiones, por cierto, ya se encuentran presentes en la agenda de algunos partidos políticos en España)[16].
Dice Wallerstein que «se suponía que el capitalismo implicaba la actividad de unos empresarios privados liberados de la interferencia de los aparatos de Estado. En la práctica, sin embargo, eso no ha sido nunca realmente cierto en ninguna parte»[17]. Porque, de hecho, el Estado capitalista es el percutor de los grandes negocios privados: el ámbito público realiza la inversión inicial, y genera una demanda social, a partir de la cual se obtiene una posterior ganancia corporativa. Así ha ocurrido con las anteriores revoluciones industriales. De manera que no podemos afirmar que la conjugación de las políticas públicas y del negocio privado sea novedosa.
Sí resulta inédito, por el contrario, que prometedores mercados de ganancias se abran y expandan por medio del reconocimiento de derechos fundamentados en aquello que en la academia universitaria se ha dado en llamar «cuerpos disidentes» y/o «identidades corporales alternativas». Digámoslo ahora en palabras de Alain Badiou: «El capital exige, para que su principio de movimiento homogeneice su espacio de ejercicio, la permanente surrección de identidades subjetivas y territoriales, las cuales, por otra parte, sólo reclaman el derecho de estar expuestas, al mismo título que las otras, a las prerrogativas uniformes del mercado. La lógica capitalista del equivalente general y la lógica identitaria y cultural de las comunidades o de las minorías forman un conjunto articulado»[18].
De lo que se trata es de crear las condiciones para estimular nuevos mercados. Ese es el cometido que subrepticiamente realizan esas posiciones políticas que se presentan a sí mismas como progresistas. Pero ello no es algo que deba sorprendernos. Siendo principalmente económica la base del poder, la forma de conservarlo es dinamizando el circuito de reproducción ampliada de capital, cuyas derivadas socioculturales consideramos progreso. Más simple: mantener o acentuar las relaciones sociales de poder requiere desarrollar las capacidades productivas. De manera que lo conservador y lo progresista se entrecruzan, y cualquier dicotomía burda es falaz.
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Al tiempo que languidece el léxico de los deberes que comprometen al ciudadano con el bien público de la sociedad política, se produce un abotagamiento de unos derechos basados en deseos individuales, aunque mediáticamente acondicionados, que, según nos aseguran, forman parte de los «derechos humanos». Y ya se sabe que, según la mediocridad del pensamiento contemporáneo, cualquier política que se parapete detrás del rótulo de «derechos humanos» debe ser incuestionable o inmune a la crítica.
Ocurre que de los derechos no cuentan con un sentido inherente, por lo que pueden generar consecuencias cuya dirección sea incierta, ambivalente o imprevista. De manera que, aun cuando ciertos derechos pretendan inscribirse en la universalidad de los «derechos humanos», son siempre resultado de un contexto político específico, atravesado por dinámicas que en muchas ocasiones los propios legisladores desconocen. Así que, por más que pretendan blindarse a partir de la gramática universal de los derechos humanos, las políticas que se hayan insertas en determinados derechos pueden generar efectos (sociales, culturales, políticos, económicos…) concretos que, por otro lado, podrían ubicarse muy lejos de lo que sería la ingenua voluntad del legislador.

Aunque podríamos ir más lejos al preguntarnos… ¿Y si la proclamación de la universal humanidad de ciertos «derechos» se descubriera como la farfolla retórica con que se legitiman invenciones políticas de técnicas de sumisión que operan en el interior mismo de los individuos? Puesto que «la conformación de las subjetividades es un espacio político de primera magnitud»[19], no debemos desdeñar los efectos del poder sobre la psique humana: anhelamos ese empoderamiento cuyo acceso viene dado por un solipsismo que nos repliega en nuestra individual identidad.
Por decirlo con palabras complementarias: actualmente, la despolitización de la sociedad se consigue mediante la hipertrofia del yo, cuyas derivadas son múltiples y afectan, principalmente, a quienes aún no cuentan con una personalidad formada. Por eso, es entre adolescentes que se extienden con mayor facilidad los trastornos de autopercepción (anorexia, vigorexia…) de los que participa un ideal de identidad. Como sostiene Wendy Brown, «los esfuerzos progresistas por perseguir la justicia en el sentido del reconocimiento legal de la identidad corroboran e incitan más que rebaten la “configuración política” de la dominación en nuestro tiempo»[20].
No sólo es que los derechos converjan con poderes que delimitan su radio de acción, lo que nos llevaría a contraponer la «constitución formal» (ordenamiento jurídico, leyes y reglamentos…) a la «constitución material» (actores sociales y políticos, correlación de poderes…), sino que, además, esos poderes, que remiten a los actores que orientan las dinámicas características de la sociedad política, se sirven de los derechos como instrumentos de regulación de las prácticas sociales.
Ya advertía Michel Foucault que la ley no sólo protege a las poblaciones, sino que también regula sus prácticas. Actualmente, llegando incluso a modular a las personas, en tanto que identidades sexualmente codificadas, según criterios biopolíticos funcionales al desarrollo vanguardista de la industria médica y farmacológica. Por lo que una reflexión sobre la lógica que incorpora la Ley Trans en las sociedades del capitalismo biotecnológico nos exige observar el amplio espectro de sus consecuencias: una población cautiva de servicios médicos, y políticamente sumisa en la medida que el sentido de su vida se moviliza y agota en su propio cuerpo.
[1] Zhok, A. “Historia de una involución. De la política estructural al moralismo histérico”. El Viejo Topo. 2 mayo 2023. Que el ámbito de la «igualdad» se haya alejado del campo socioeconómico, adentrándose ahora en cuestiones culturales, sexuales, corporales… se evidencia, entre otros muchos ejemplos, en la campaña del Ministerio de Igualdad durante el verano pasado: «El verano también es nuestro», que aboga por la diversidad de cuerpos femeninos en las playas. Tal es la elasticidad que se le da a la noción de «igualdad» que su significado acaba por remitir a la igual presencia de cuerpos obesos o tullidos bronceándose ante el mar.
[2] Alonso, L. E. & Fernández, C. J. Los discursos del presente. Un análisis de los imaginarios sociales contemporáneos. Siglo XXI, 2013, p.95.
[3] Ibid.
[4] Para la distinción analítica entre «titularidad» y «contenido», véase: Pérez Luño, A. E. “Ciudadanía y definiciones”. Doxa: Cuadernos de Filosofía del Derecho, núm. 25, 2002, pp.177-211. En relación con la maniobra liberal consistente en universalizar la ciudadanía dentro de la demarcación política de referencia, mientras que, por otro lado, susodicha ciudadanía ignora y, por ende, desatiende las relaciones de explotación y subordinación que ocurren en la sociedad civil, se recomienda la obra de Antoni Domènech.
[5] Tweet del 18 de diciembre de 2022 en el que Belarra publicaba el «Derecho a soñar» junto al símbolo de un corazón.
[6] Todas las referencias a la Ley Trans: https://www.boe.es/buscar/act.php?id=BOE-A-2023-5366
[7] Fusaro, D. El Contragolpe. Interés nacional, comunidad y democracia. Ed. Fides, 2019, pp.41-42.
[8] Su coste fue de 2,5 millones de euros, y el spot audiovisual recibió la acusación de mostrar escenas pornográficas. Puede consultarse aquí: https://www.igualdad.gob.es/comunicacion/campanas/Paginas/8M-2023.aspx Una vez más, se podría sospechar que el Ministerio de Igualdad está al servicio de la patronal empresarial: 1) Divulga problemáticas inexistentes, desviando la atención de problemas reales. 2) Deslegitima las instituciones públicas, asentando las bases psicosociales de la elusión fiscal.
[9] Martínez, F. “El coste de los derechos: ¿por qué la libertad depende de los impuestos?”. Sin Permiso. 16 mayo 2021.
[10] Martínez, Op. cit.
[11] De Benito, E. “El Gobierno abre la puerta a que la sanidad pública costee el cambio de sexo”. El País. 15 septiembre 2006.
[12] Ramírez, L. “Sanidad rechaza financiar 50 medicamentos para patologías graves por su elevado precio”. The Objective. 8 enero 2023.
[13] “De hombres adultos a niñas adolescentes. Cambios, tendencias e interrogantes sobre la población atendida por el Servei Trànsit en Cataluña 2012-2021”, informe elaborado por Feministes de Catalunya.
[14] Una alternativa razonable es dedicar ese dinero a la compra de un vehículo Tesla. El mayor coste de los coches eléctricos también se encuentra legitimado por una «transición», en este caso ya no sexual, sino energética.
[15] Bilek, J. “La industria del género es preparación corporativa para el transhumanismo”. El Viejo Topo. 12 junio 2023.
[16] Para percatarse del futuro de Europa en muchas ocasiones sólo es necesario dirigir la mirada a Estados Unidos: país precursor en, y centro difusor de, este tipo de procesos.
[17] Wallerstein, I. El Capitalismo histórico. Siglo XXI, 2014, p.45.
[18] Badiou, A. San Pablo. La fundación del universalismo. Anthropos, 1999, p.11.
[19] Hernández, E. Así empieza todo. La guerra oculta del siglo XX. Ed. Ariel, 2020, p.253.
[20] Brown, W. Estados del agravio. Poder y libertad en la modernidad tardía. Lengua de Trapo, 2019, pp.90-91.