¿Hacia dónde vamos?

Conceptos tramposos, rumbos equivocados

Julio 2021 / Publicado en El Viejo Topo

¿El movimiento y el dinamismo constantes son propicios para que nada sustancial cambie? Amplia es la gama de cambios que pueden permitir, e incluso promover, las clases dominantes, siempre que estos cambios no modifiquen el reparto de posiciones de poder procedente de atesorar la mayor parte de recursos.

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Artículo ilustrado con fotografías de Woolman Family

Se advierte con facilidad, en contraste con nuestro caliginoso presente, que el Estado social surgido en Europa tras la derrota del nazismo resultaba ser una excepcionalidad: los sectores populares nunca habían gozado, a lo largo de la historia de la humanidad, de tan elevadas cuotas de prosperidad material y desarrollo personal. Aunque las sociedades de Europa occidental seguían atravesadas por un sistema de clases, la igualdad de oportunidades que posibilitaban los derechos sociales permitía el progreso social de amplias capas de la población.

Los derechos sociales no fueron concesiones amables, pues su consecución dependió de la lucha sociopolítica efectuada, principalmente, por el movimiento obrero organizado en partidos y sindicatos. El resultado fue un capitalismo amordazado por un Estado de bienestar que internalizaba los conflictos de clase: las instituciones públicas mediaban e intervenían en las relaciones del mercado de la fuerza de trabajo para aumentar la capacidad de negociación de los trabajadores frente a la de sus empleadores.

A grandes rasgos, el keynesianismo europeo de los «treinta gloriosos» (1945-1975) suponía que el Estado tomara la iniciativa en las decisiones económicas, impulsando un robusto sector público. Asimismo, la elevada presión fiscal sobre las rentas del capital permitía efectuar políticas económicas redistributivas de la riqueza. El aumento de la capacidad adquisitiva de las mayorías sociales no solo consolidaba a unas clases medias en ascenso, sino que además posibilitaba un boyante mercado interno por medio del cual los propietarios seguían nutriéndose de beneficios.

De este modo se logró una suerte de precario equilibrio, entre el mundo del Trabajo y la aspiración del Capital, que duró hasta finales de los años setenta y principios de los ochenta. A partir de ese momento se produce un descenso del crecimiento económico que fue aprovechado por las clases dominantes para llevar a cabo su ofensiva (neo)liberal. Tras el impacto geopolítico que supuso la desintegración del Bloque del Este, se intensificaron las políticas (neo)liberales implementadas por los gobiernos de nuestro entorno geopolítico.

El modelo de gobernanza neoliberal se caracteriza por favorecer el comercio internacional, privatizar las empresas públicas, desregular la actividad financiera, flexibilizar los mercados de trabajo, reducir los impuestos al capital y delegar las principales decisiones en política económica a agencias independientes sin legitimidad democrática[1]. Por consiguiente, entendemos el neoliberalismo como el molde de políticas económicas que, por decirlo con David Harvey, ha propiciado «la reorganización del capitalismo internacional» a fin de «reestablecer las condiciones para la acumulación de capital y la restauración del poder de clase»[2].

Pero la intensificación del poder de las clases dominantes por medio de políticas (neo)liberales no pudo desarrollarse sin el apoyo de una socialdemocracia europea que durante las décadas anteriores había contribuido, a causa de una correlación de fuerzas histórica, a la edificación del Estado social de posguerra. Ciertamente, el agotamiento y descredito que asumieron las políticas económicas keynesianas a partir de los ochenta tuvo como reverso la asunción de un integrismo de mercado que se anunciaba a sí mismo como el futuro incontestable que le deparaba a la humanidad.

En el plano socioeconómico

En ese contexto es que, en buena parte de Europa occidental, la socialdemocracia alzaprimó la reestructuración del capitalismo a partir de una matriz de acumulación posfordista que, según Mark Fisher, se caracteriza por «la globalización, el desplazamiento de las manufacturas por la computarización, la precarización del trabajo y la intensificación de la cultura del consumo». De un tiempo a esta parte, el conjunto de la sociedad es el ámbito dentro del cual se lleva a cabo el circuito de reproducción ampliada de capital.

El posfordismo ha fusionado la valorización económica propia de la lógica empresarial con la reproducción de la vida misma que se lleva a cabo en la sociedad: en cada ámbito empresarial se recrea ahora un mundo de sentido, y, de manera simultánea, cada parcela del mundo vivido se somete al designio empresarial. Pensemos, por ejemplo, la forma en que la industria audiovisual, o los dispositivos publicitarios, actúan como procesos de captura de la subjetividad humana al mismo tiempo que actúan como un campo semántico en el que se despliegan determinadas concepciones mentales del mundo.

El patrón de acumulación posfordista ha podido implementarse mediante el drenaje del capital excedente a compañías tecnológicas que ocuparían una posición dominante en un mercado con tendencia a la monopolización y, por consiguiente, con amplia rentabilidad. Estas corporaciones tecnológicas obtienen sus beneficios por medio de la absorción de riqueza producida por una miríada de empresas de tamaño menor que se sitúan en el plano de la economía local y que deben competir entre sí presionando a la baja sus costes de producción. Amazon es un caso extremo de estas prácticas vampíricas.

El desempeño de estas corporaciones multinacionales, muchas de ellas asentadas sobre plataformas digitales, depende de la asunción de una globalización que exige una voraz desregulación legislativa. Los postulados de la globalización del capital comportan que los espacios productivos dejen de ser sólidos, las trayectorias laborables estables, las fronteras rígidas… Todas aquellas disposiciones que ordenaban el perfectible Estado del Bienestar de posguerra son un obstáculo para la fase vanguardista del capitalismo –digitalizado y financiarizado– y, por mor de lo cual, es que deben ser disueltas.

Pareciera que, al romperse las costuras laborales, el centro de trabajo dejase de ser el espacio privilegiado de lucha contra las lógicas depredadoras del capital, y las relaciones de explotación se expandiesen al conjunto de la sociedad: el trabajo reproductivo, y más en particular las tareas de cuidados, pasa a percibirse como una morfología política prácticamente preferencial. Se debe a la reconversión productiva, así como a las sucesivas contrarreformas legislativas, que el empleo sea en mayor medida discontinuo e itinerante, lo cual dificulta la sindicalización y la conflictividad laboral.

Sostiene Pierre Rosanvallon que «hemos pasado de un capitalismo de organización a un capitalismo de innovación»[3]. Por lo que, como resultado de esta nueva configuración productiva basada en la innovación tecnológica, los procesos de avanzada de acumulación de capital se fundamentan en la absorción y capitalización de la información y la comunicación. Aspectos consustanciales al ser humano como son su atención y su expresión devienen un recurso productivo fundamental. Pero eso no impide que el trabajo material siga existiendo, y que cuantitativamente emplee a un mayor número de trabajadores.

Simplificando en sobremanera diríamos que en nuestras sociedades se entrelazan dos pautas laborales dispares, pero mutuamente dependientes: 1) Trabajo cognitivo que requiere media-elevada formación profesional y se desarrolla sobre una superficie operativa telemática. Se encuentra en consonancia con las transformaciones posfordistas del capitalismo en su fase tardía: un sistema productivo flexible, reticularmente organizado, basado en los flujos comunicativos o informacionales. 2) Trabajo manual que requiere menor formación académica y se desarrolla a partir de la motricidad corporal. Se trata, en muchos casos, de actividades de escasa remuneración y reconocimiento, pero que pudieran resultar imprescindibles para la reproducción de la propia formación social.

Pero estas dos tendencias del mercado laboral tienden a converger: por un lado, los profesionales dedicados a labores inmateriales, cuya ubicación socioeconómica debiera corresponder a unas clases medias consolidadas que reactualizan las antiguas profesiones liberales, deben vender su mano de obra cada vez más barata. Esto es así porque la naturaleza desterritorializada de los procesos productivos basados en operaciones digitales les compele a competir con otros profesionales, ubicados en otros países semiperiféricos, con capacidad de aportar el mismo valor añadido mediante un coste salarial menor.

Asimismo, los eslabones productivos que necesitaban mayor cualificación pierden su importancia estratégica al ser descompuestos, como consecuencia del desarrollo de la computación, en «procesos sencillos, predecibles y repetitivos»[4]. Muchas de las actividades se simplifican, algunas volviéndose casi mecánicas, por lo que decae el valor del conocimiento y se amplía la competencia en el ámbito de las tecnologías de la información y la comunicación. El resultado es una tendencia a la baja de los salarios también en las profesiones que se desarrollan directamente sobre la base de la informática. 

Por otro lado, observamos que los trabajos manuales de escasa formación experimentan una constante presión para mantener su retribución económica a los niveles de una subsistencia precaria: puesto que no pueden ser deslocalizadas las tareas de mantenimiento de ciertos factores de producción (lo cual incluye los cuidados necesarios para la reproducción del capital humano), son importados trabajadores para su labor. En un mercado de trabajo en que sigue operando la lógica de la oferta y la demanda, tanto más rentable resultará el coste asociado a estas actividades laborales cuanto mayor es la disponibilidad de manos para realizarlas.

Por consiguiente, la dicotómica realidad laboral referida, la dualización del mercado laboral, experimenta procesos de interdependencia con el exterior de la demarcación estatal. Por medio de un doble circuito, el trabajo de dentro amenaza con irse afuera mientras que los trabajadores de fuera paulatinamente llegan adentro. Algo similar puede percibirse en los sectores productivos: se busca orientar la producción nacional hacia la exportación, mientras los bienes de consumo común y cotidiano, cuyo proceso productivo sería fácil de relocalizar a fin de dinamizar los territorios más deprimidos, suelen importarse desde el extranjero.

En resumidas cuentas, constatamos el amplio deterioro que ha sufrido la protección laboral durante las transformaciones productivas acaecidas durante las últimas décadas: el posfordismo, cuya ortogénesis se ha producido al socaire de políticas económicas (neo)liberales, ha agudizado formas de empleo altamente inestable[5]. Asimismo, la acentuación del desempleo estructural, favorecida por la licuefacción de las restricciones que la legislación laboral imponía sobre la parte contratante de la fuerza de trabajo, contribuye a la cronificación de unos salarios que, en muchos casos, apenas exceden el umbral de la pobreza[6].

No es de extrañar que se encuentren ampliamente desorientadas las capas sociales situadas a la zaga de estos procesos de reorganización de la actividad económica. Nos referimos a aquellos trabajadores de escasa formación profesional cuya precarización ascendente aspira a ser revertida, o cuanto menos detenida, por medio de seguridades institucionales. Su legítimo malestar en no pocas ocasiones resulta canalizado, ante la ausencia de comparecencia de la izquierda, por opciones falsamente patriotas ubicadas a la derecha del espectro político[7].

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En los párrafos superiores se ha contextualizado la reducción del espacio político dentro del cual resultaba posible realizar las políticas socialdemócratas de corte keynesiano que, amortiguando los embates sobre la fuerza de trabajo asalariada, caracterizaron la excepcionalidad europea de posguerra. Sabemos que la labor de la socialdemocracia contemporánea no es la de procurar la recuperación, robustecimiento y expansión de un espacio de consistencia humana generalizada. Antes bien, su cometido pareciera ser el de gestionar una situación caracterizada por la descomposición del cuerpo social.

Abramos un paréntesis para el caso español: el PSOE, no lo olvidemos, abanderó el desguace del patrimonio nacional por medio de la privatización de empresas, modificó el Art.135 de la Constitución para darle prioridad al pago de la deuda pública, se opone a realizar una ambiciosa reforma fiscal progresiva para que los sectores acaudalados contribuyan convincentemente al desarrollo del país, y se niega a regular los precios de los alquileres a fin de garantizar el acceso a la vivienda[8].

El ámbito de lo posible se desplazó hacia la derecha y, en la medida que buena parte de la izquierda asumió ser el rostro simpático del capitalismo, el proyecto socialista se convirtió, para el imaginario colectivo, en nostalgia histórica. Ante un paisaje de asfixiante incertidumbre para amplios sectores de la población, caracterizado por la fragmentación del mercado laboral, y el desmantelamiento paulatino de ciertos programas públicos de protección social, la conflictividad resultaría conjurada por ese progresismo que en adelante será considerado.

En el plano sociocultural

Otrora concebido como una tendencia política que pretendía el desarrollo de la sociedad por medio de cierta igualación económica y cultural de los estratos de población en mayor medida asimétricos, el progresismo contemporáneo pareciera devenir una narrativa edulcorada y coloreada por medio de la cual gestionar un (des)orden pernicioso para los sectores populares. Digámoslo: el progresismo se ha convertido en una oratoria que, apelando a las identidades de grupos de población específicos, encubre políticas económicas lesivas para las mayorías sociales[9].

Así lo cree el politólogo Iván Krastev, quien considera que la centralidad que han asumido las políticas identitarias en la vida europea es la consecuencia de que las políticas macroeconómicas neoliberales resulten incuestionables[10]. En un sentido similar se expresa Adriano Erriguel, quien afirma que la estrategia de aquello a lo que llamamos progresismo «consiste en descartar la lucha de clases como algo anacrónico, al tiempo que se exaltan las nuevas “luchas societales” (ideología de género, minorías sexuales, migrantes, etcétera) para las que se diseñan los oportunos kits del mercado»[11].

En buena medida, el progresismo corresponde a lo que ha venido a llamarse políticas de la identidad, centradas en el reconocimiento de la diversidad de los individuos o de los grupos cuya matriz de sentido es prácticamente prepolítica: la adscripción a unos determinados aspectos –los rasgos raciales, el linaje cultural, la lengua vernácula, las preferencias sexuales, etc.– asume primacía con respecto a los criterios electivos –propiamente políticos– a partir de los cuales disponer las reglas públicas que nos permitan vivir en común. 

Al resaltar los aspectos particulares por encima de aquellos elementos en común que constituyen el trasfondo de las clases dominadas, el progresismo contemporáneo impide que éstas adquieran una definición genéricamente válida de su malestar y que, a un mismo tiempo, formulen alternativas políticas igualmente validas… ¡sin menoscabo de la condición sexual, lingüística, racial o cualquiera que sea la singularidad de cada cual!

El progresismo contribuye a diluir el potencial político de la izquierda en la medida que circunscribe sus proyectos a una serie de enunciados desconectados entre sí al respecto de experiencias sociológicas –incluso percepciones subjetivas– que aspiran a fetichizarse como identidades con reconocimiento público específico. La capacidad transformadora de la izquierda resulta desactivada, pues se limita a reiterar aquello que simplemente es –que las diferencias resultan consustanciales al género humano: somos distintos unos de otros, y eso comporta que nuestras problemáticas específicas no sean idénticas–.

Abanderando particularismos étnicos, reivindicando policromáticas diferencias, amplificando problemáticas moleculares, mitologizando aspectos simbólicos, celebrando pluralidades inconexas; sucintamente: el progresismo se sitúa sobre un campo de actuación en el que la obsesión por las especificidades le impide articular voluntades, mancomunar sensibilidades y experimentar procesos de fusión, en lugar de fisión, que orbiten alrededor de un ambicioso e integral proyecto de sociedad.

Que no exista un grado cero de politicidad en nuestras sociedades no significa que cualquier aspecto de la vida sea político en la misma intensidad. De hecho, la apreciación política de cualquier aspecto de la vida –propia del izquierdismo progresista– tiene como contraparte la despolitización del cuerpo social. Si cualquier manifestación vital es tan significativamente política como cualquier otra, entonces resulta imposible elaborar estrategias y cursos de acción políticos que, necesariamente, implican priorizar unos aspectos por encima de otros al considerarlos de mayor relevancia política.

En otras palabras: la asunción hasta sus últimas consecuencias de que lo personal es político favorece la delicuescencia de ambiciosos y robustos planteamientos políticos con vocación holística[12]. El resultado es la anegación del campo social por parte de un relativismo liberal que dispersa las formas de vida e impide que éstas puedan ser axiológicamente jerarquizadas a fin de avanzar hacia la tentativa de configurar una «voluntad general» por medio de la cual organizar la sociedad política.

Una vez asumido esto se percibe nítidamente que el progresismo entraña un multiculturalismo liberal que, a criterio de Giovanni Sartori, «en vez de promover una diversidad integrada, promueve una identidad separada de cada grupo y a menudo la crea, la inventa, la fomenta»[13]. A la larga, no obstante, la retórica progresista-multiculturalista combinada con unas condiciones materiales de vida que siguen degradándose no genera sino explosiones de rabia nihilistas (o su exacto reverso: fundamentalistas) que ya han acontecido en distintas ciudades europeas.

Porque el malestar social no se detiene con apelaciones identitarias, discursos políticamente correctos o llamamientos vacuos a la tolerancia. Ese es el punto arquimédico a partir del cual los poderosos quieren que levante su proyecto político la izquierda: en la medida que sus militantes y simpatizantes –enzarzados en disputas culturales de resonancia en las redes sociovirtuales– se desentienden de aquellas cuestiones económicas de crucial importancia para la modulación de la sociedad, estas cuestiones quedan en manos de tecnócratas y, por ello, fuera de la discusión política.

Durante sus paseos ciberespaciales, el progresismo se distrae brincando entre las abstracciones biensonantes que constituyen su sociolecto gremial (sororidad, gay-friendly…), y sus correspondientes enemigos (heteropatriarcado, rojipardismo…). Pero sus diagnósticos suelen estar ausentes de criterios de análisis sistemáticos por cuanto, o bien son cautivos de miradas particulares (colectivos de adscripción étnica, sociológica… así como los conocidos chiringuitos de los cuales viven muchos universitarios cuyas disciplinas se ubican en las humanidades), o bien son resultado de impulsos reactivos irracionales.

Esta segunda explicación, la relativa a los impulsos reactivos irracionales, da cuenta de que cualquier posición política incapaz de ser compartida, no siendo tampoco racionalmente conceptualizada, sea instintivamente tildada de fobia: la reprobación por xenofobia, por ejemplo, expresaría la incapacidad, por parte del progresismo, de conceptualizar racionalmente propuestas en materia demográfica que, por otro lado, son susceptibles de ser criticadas desde planteamientos racionales. En ausencia de un método de análisis solvente, cualquier posición que choque con sus naífs e idealistas juicios desiderativos («¡Abajo las fronteras!», «¡Somos ciudadanos del mundo!») queda anulada mediante interpretaciones psicologicistas.

Podríamos afirmar que, en lugar de atacar a las causas estructurales de las desigualdades y opresiones, lo que exigiría desarrollar análisis políticos con vocación racional, en demasiadas ocasiones el progresismo se limita a incidir sobre sus efectos. Para lo cual basta con movilizar recursos sentimentales y moralistas desde los cuales solicitar respeto, hospitalidad, reconocimiento o comprensión. Se trata de una intervención de despolitización en toda regla, en la cual el debate público resulta saturado del moralismo por medio del cual dar cobertura a las víctimas.

A todo ello, no solo es que se pierdan capacidades humanas sumamente valiosas para denunciar las dinámicas que configuran un reparto sistemáticamente desigual de aquellos activos económicos que otorgan poder, sino que, además, susodicho reparto resulta disimulado por medio de las divagaciones progresistas que se empeñan en enfatizar –pongamos por caso– la cabalística de los flujos de deseo reprimidos por la sexualidad normativa o el mansplaining que borbotea en la sobremesa de la cena navideña de empresa.

En virtud de lo anterior, las lógicas progresistas se expresan, y pareciera ser que incluso se agotan, en el ámbito sociocultural, pues es con relación a los procesos que operan en ese ámbito que resultan definidas las posiciones políticas: quienes promueven los cambios socioculturales son los progresistas, quienes se oponen son los conservadores. Un buen ejemplo lo ofrece la polémica reciente en torno al discurso de Ana Iris Simón ante Pedro Sánchez[14].

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Si la escritora manchega, Ana Iris Simón, fue tildada de conservadora por parte de muchos progresistas no es porque pretenda conservar las asimetrías económicas, ni porque pretenda conservar la precarización del empleo o la dificultad para las capas populares de sufragar una vivienda, sino porque pretende conservar aquellas instituciones sociales y políticas –como la familia y la nación– que precisamente pueden actuar –a pequeña y a gran escala– como un parapeto con que resguardarse de esa fuerza insaciable que Rousseau, y después Robespierre, denominaron «economía política tiránica».

De modo que, si la reacción progresista a las palabras de Ana Iris Simón la situamos bajo el foco de un razonamiento que pretenda iluminar su lógica subyacente, y la forma en que esta lógica se articula con los intereses objetivos de determinados actores sociopolíticos, debiéramos partir de la siguiente sensación: los progresistas nos niegan la posibilidad de recomponer la comunidad política, nos niegan –por usar la expresión que da título a un libro del marxista Christopher Lasch– «refugio en un mundo despiadado».

¿Acordarse de la familia es de nostálgicos franquistas? ¿Apelar a la patria –como, por cierto, los revolucionarios cubanos mediante la consigna «¡Patria o muerte!»– es cosa de neofascistas? «Lepenistas, falangistas, carlistas…», esputó Antonio Maestre. A tenor de las críticas que suscitó el discurso de Ana Iris Simón, pareciera que, desde las coordenadas en que se ubica la constelación progresista, la única familia a reivindicar sería al estilo de la Woolman Family, un colectivo barcelonés autodefinido como A.T.A.: «Artistas Travestis Activistas»[15].

Por lo que, si esta impresión es correcta, no darse cuenta de que el progresismo resulta operativo para los programas políticos de las élites globales es aquello que, en estos tiempos, nos convertiría en analfabetos políticos. A través del progresismo se consuma el «gran logro» de la ideología burguesa, que no ha sido otro que «liberar la capacidad y el impulso humanos para el desarrollo: para el cambio permanente, para la perpetua conmoción y renovación de todas las formas de vida personal y social»[16].

No existe una correlación necesaria entre ser de derechas y conservador, y ser de izquierdas y progresista. Siguiendo en esto a Esteban Hernández, ya he señalado en diversas ocasiones que la derecha no encuentra inconveniente en asumir proposiciones ideológicas o propuestas políticas novedosas –progresistas, podríamos decir–, si es que éstas son favorables para mantener y reforzar la situación del grupo social dominante: «la derecha no se compromete necesariamente con unas ideas específicas ni con unos valores en particular», solamente aspira a conservar una correlación de fuerzas beneficiosa.

Se comprendería así que las élites –aquellos grupos que, concentrando la mayor parte de recursos e influencias, poseen la capacidad de decidir arbitrariamente al respecto de cuestiones que afectan al dominio público– pueden ser impulsoras de cambios si es que estos cambios acrecientan su poder. Digámoslo brevemente: si las clases dominantes son conservadoras es porque aspiran a conservar una posición de poder que les resulta favorable. Tal vez puedan ser progresistas en cualquier otro aspecto.

Una consideración como la anterior no nos puede llamar la atención desde el momento en que repasamos las transformaciones organizativas y productivas del capitalismo en su fase posfordista: las estructuras verticales y rígidas dieron pasos a unidades relativamente descentralizadas, articuladas por sistemas flexibles, en que son constantes las apelaciones a la iniciativa individual, a la capacidad de emprendimiento e innovación, a la asunción del riesgo y, por consiguiente, a la justificación del fracaso. Debemos reinventarnos profesional… ¡y personalmente!

Conclusiones

Así las cosas, la diferencia entre lo que denominamos progresismo y lo que éste considera conservadurismo atañe a la relación de cada cual con respecto al aceleracionismo sociocultural que discurre a través de la corriente impulsada por las exigencias socioeconómicas: la función del progresismo sería favorecer el desarrollo de la matriz de acumulación de capital al obstaculizar cualquier cuestionamiento que se le pueda realizar, mientras que la izquierda, por el contrario, debe ser conservadora en un aspecto tan importante como es la vida humana.

En un contexto de acelerada degradación social, conservar la vida significa proteger el ecosistema que la sostiene: los factores económicos que la posibilitan y el entramado humano en que se desarrolla. Para ello, la izquierda –aquello a lo que aún pueda considerarse como talؘ– debe recuperar y redoblar su apuesta por la sanidad, la educación, los servicios sociales y las ayudas a las familias. Puesto que resulta ser una necesidad cuya satisfacción es en mayor medida inaccesible, la seguridad colectiva es un reclamo político al alza.

Quienes tienen más necesidad de orden y de estabilidad son los desfavorecidos y, por extensión, todos aquellos que forman parte de unas clases populares para las cuales el presente resulta inestable y el futuro impredecible. Las instituciones sociales como la familia pueden, y las instituciones políticas como el Estado deben, actuar como una plataforma desde la que proteger y atender las necesidades de nuestros conciudadanos. Pero ello no es posible si, como se realiza desde el progresismo, esas instituciones son burdamente conceptualizadas como espacios de opresión.

Desoyendo los cantos de sirena del progresismo posmoderno, la izquierda no debiera tener miedo de enarbolar la bandera de un orden social y de unas interacciones estables que, solventando este (des)orden neoliberal, permitan planificar proyectos de vida compartida. Esto significa una voluntad decidida por gestionar denodadamente la prestación pública de los servicios básicos, así como recuperar el control público de aquellos sectores estratégicos, para la economía y para el desarrollo nacional, que durante las últimas décadas han sido paulatinamente desatendidos y/o privatizados.

Porque una sociedad se encuentra desordenada cuando, mientras unos hacen cola para recoger bolsas del banco de alimentos, otros se lucen entre galerías pletóricas de productos suntuosos; cuando la vivienda resulta inaccesible para muchas familias y, sin embargo, muchas viviendas se encuentran vacías en aras de la economía especulativa de propietarios rentistas; cuando el paro juvenil resulta escandaloso y, por otra parte, se procura retrasar la edad de jubilación; cuando…

Ordenar la sociedad es una exigencia a la que debe atender un proyecto político que sea socialista y, por ello, patriótico. 


[1] Sánchez-Cuenca, Ignacio. La superioridad moral de la izquierda. Ed. Lengua de Trapo, 2008, p.101.

[2] Harvey, David. “El neoliberalismo como destrucción creativa”. Rebelión. 8/04/2008.

[3] Rosanvallon, Pierre. “La gente pasa su vida en una multitud de pequeños guetos; no sólo guetos de pobres, también de ricos” [Entrevista de Luisa Corradini]. La Nación. 9/11/2012.

[4] Hernández, Esteban. Así empezó todo: la guerra oculta del siglo XXI. Ed. Ariel, 2020, p.113.

[5] En España, la duración media de los contratos laborales realizados en 2019 fue de 49 días, 2 días menos que el año anterior. Es de suponer que esta tendencia se ha visto agravada durante el 2020 a causa de la crisis sanitaria y económica producida por la pandemia de la Covid-19.

[6] Precisamente porque el empleo deja de ser la actividad a partir de la cual obtener las condiciones materiales de existencia, han sido propuestos algunos mecanismos de ingresos paralelos, no exentos de inconvenientes, como la Renta Básica Universal.

[7] No hay excusas: «Vox es el partido cuyos votos salen de barrios pobres en mayor proporción». https://elpais.com/politica/2021/02/19/actualidad/1613741557_146092.html

[8] Hace ya mucho que el PSOE dejó de ser el partido del puño, y se quedó con la rosa. Su socio de gobierno, Unidas Podemos, en su tentativa de asaltar los cielos se distrajo felizmente deslizándose sobre el arco iris.

[9] Anecdótico pero reciente ejemplo: a propósito de las nuevas tarifas que encarecen el precio de la electricidad en las franjas horarias de mayor demanda, la vicepresidenta del Gobierno, Carmen Calvo, afirmó que «algunas mujeres estaríamos dispuestas a pensar, no tanto a qué hora se pone la lavadora y se plancha, sino quién plancha y pone la lavadora» (2/06/2021).

[10] Krastev, Iván. “Un futuro para las mayorías”. AAVV. El gran retroceso. Seix Barral, 2017, pp.158-159.

[11] Erriguel, Adriano. Pensar lo que más les duele. Ensayos metapolíticos. Homo Legens, 2020, pp.46-47.

[12] Afirmaba Samantha Hudson (nombre artístico de un influencer del mundillo queer de la generación Z): «En el momento en el que yo me pongo una corona, [esto] supone un acto político. En el momento en el que me pongo una mochila de princesas, estoy luchando contra un sistema que me oprime». https://ib3.org/documentals?pl=1&cont=26045316-b49f-46ea-b72c-99b52e599eba

[13] Sartori, Giovanni. La democracia en treinta lecciones. Ed. Taurus, 2009, pp.123-124.

[14] Sobre esta cuestión ya escribí una nota en Topo Express (8/06/21), por lo que apenas me extenderé.

[15] «La Woolman Family mantiene una incesante y valiente lucha contra el sexismo, el clasismo, el racismo, la xenofobia y demás dolencias de una sociedad que ellos definen como confundida y manipulada», se afirma en Metal Magazine (03/02/20). Esta mezcolanza de pretendidas buenas intenciones son la coartada de ciertas expresiones socioculturales que, siendo infecundas en sus aparentes propósitos, en la práctica suponen la perfecta subordinación ideológica a la apátrida burguesía cosmopolita.

[16] Berman, Marshall. Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad. Ed. Siglo XXI, 1988, p.89.