Bernabé, Daniel. La trampa de la diversidad. Cómo el neoliberalismo fragmentó la identidad de la clase trabajadora. Akal, 2018, pp.249.
Publicado en Política y Sociedad
La trampa de la diversidad (2018, Ed. Akal) es una interesante denuncia de la exaltación de las diferencias identitarias como procedimiento, aparentemente libertario o cuanto menos edulcorado, a partir del cual desarticular la acción colectiva necesaria para llevar a cabo un proyecto de transformación social. Escrito por Daniel Bernabé, el libro asume la forma de un ameno pero riguroso ensayo.
La tesis central de la obra pudiera condensarse en un comentario que realiza el autor a partir de la polisemia que presenta el vocablo inglés unequal, cuyo ambivalente significado alude estas dos acepciones: desigual y diferente. Pues la apelación a las “diferentes” maneras de ser, al derecho de cada cual para elegir como quiere vivir, contribuyó a enmascarar la “desigualdad” socioeconómica que comportó el programa político neoliberal que en Europa empezó a implementarse de la mano de Margaret Thatcher y en Estados Unidos a través de Ronald Reagan. Al tiempo que la desigualdad económica se hacía pasar por heterogeneidad cultural, se criticaba la alternativa socialista acusándola de promover una uniformidad forzosa.
Posteriormente, y desde una posición supuestamente próxima a la izquierda del espectro político, Bill Clinton y Tony Blair fueron los encargados de darle continuidad a un proyecto ideológico que, resaltando las diferencias de las identidades específicas y apoyándose en una clase media que había adoptado los postulados individualistas, actuaría como la coartada con que implementar las políticas económicas diseñadas para derogar el pacto social de posguerra entre el mundo del trabajo y los intereses del capital. Y es que la contraofensiva de las clases opulentas a partir de la década de los ochenta no hubiese sido posible sin lograr que los conflictos laborales, que cuestionaban el orden económico sobre el que se levanta el sistema político, fuesen paulatinamente desplazados por luchas culturales que sitúan en el centro del debate social la representación de los colectivos oprimidos y las demandas de reconocimiento de las identidades particulares.
Una vez dicho esto resulta necesario subrayar que en ningún momento el autor se opone a que los grupos vulnerables o los colectivos discriminados tengan su debida visibilidad o representación. Por el contrario, Bernabé nos advierte de que las luchas de reconocimiento deben encontrarse entrecruzadas con las luchas redistributivas: la extensión de los derechos civiles tiene un coste económico, por lo que su reivindicación no puede sortear la base material en la que necesariamente deben asentarse. Asimismo, no debiera olvidarse que la clase social atraviesa el resto de conflictos identitarios, lo que se percibe como obvio desde el momento en que advertimos que la situación de una mujer lesbiana millonaria no es la misma en el caso de que a esa misma mujer el salario apenas le alcance para subsistir. Siendo inocuas las políticas simbólicas y representativas que se abstraigan de los conflictos de clase, el neoliberalismo no tiene inconveniente en integrarlas.
Pero no podríamos comprender los mecanismos por los cuales las reivindicaciones simbólicas se convirtieron en parte del relato neoliberal imperante sin previamente atender la forma en que se configuraron unas identidades aspiracionales susceptibles de competir dentro del mercado de la diversidad. Con semejante propósito es que Bernabé se introduce en la mentalidad social de la época a partir de un sucinto recorrido histórico que, atendiendo a la reorganización socioeconómica del capitalismo, encuentra su momento crucial en los factores que propiciaron la crisis de los años setenta: el reajuste del sistema monetario tras el fin del patrón oro, el agotamiento del modelo fordista de producción, y la dislocación de la relación entre salarios, productividad e inflación.
Aunque el autor reconozca que el suyo es un libro escrito “desde la aproximación periodística y no desde la pretensión académica” (p. 48), resultan consistentes los filamentos con los que ha sido urdido: Lyotard, Foucault o Derrida son algunos de los pensadores de los que se sirve Bernabé para dar forma a ese concepto tan pringoso que es la posmodernidad. Adentrándonos en “la lógica cultural del capitalismo tardío”, por decirlo a la manera de Fredric Jameson, nos encontramos con que las identidades se vuelven cada vez más débiles y volubles, sometidas a los cambiantes estilos de vida que promociona el mercado. Así se comprende que la libertad se confunda con la publicidad y la identidad se exprese mediante el consumo. De ahí que en los últimos años asistamos al indecente espectáculo que supone observar la manera en que el activismo de las identidades diferenciales genera oportunidades de negocio para un pujante mercado de la diversidad.
En este sentido es que, aquello que le preocupa a Bernabé, no es tanto que la atomización de las identidades sea la condición para participar en la desenfrenada fiesta de la diversidad, sino que ello forme parte de unos postulados ideológicos que logran penetrar en la acción política colectiva. Los valores ideológicos a los que remite la actividad política, independientemente del signo que sea, se convierten en principios despojados de su contenido sustantivo para así, una vez descontextualizados, ser arrojados al mercado de los productos simbólicos. En última instancia, la izquierda asume acríticamente la cultura popular aun cuando ésta se encuentre impregnada de los valores neoliberales que sobre ella han sedimentado tras unas décadas en que el narcisismo y la competitividad han sido las condiciones de posibilidad para el auge de los estilos de vida diferenciados que preconiza el mercado de la diversidad.
Bernabé sostiene que los movimientos críticos dejan de señalar problemas cotidianos y se centran cada vez más en discusiones bizantinas sobre asuntos pintorescos que afectan al reducido segmento de la población preocupada por llevar a cabo estilos de vida alternativos que expresen su sensibilidad hacia problemáticas postmateriales. Pero lo más llamativo de la incongruencia en la que, a causa del fetichismo de las identidades, incurre el activismo contemporáneo se muestra en la defensa que hace de expresiones culturales y religiosas que bien podrían considerarse premodernas y neotribales. En su exaltación de lo minoritario y lo específico, la izquierda acaba haciendo un asunto moral de los problemas sociales sin advertir el trasfondo material que resulta transversal a todos ellos.
Siendo así no es de extrañar que la izquierda, incapaz de modificar las reglas del sistema político, deje de ser una opción política para los sectores populares afectados por las políticas neoliberales dictadas por la Troika. Habida cuenta del espacio abandonado por la izquierda, el descontento generado por una desigual salida de la crisis ha sido fácilmente capitalizado por la ultraderecha. Por lo que Bernabé sugiere que la substitución de las reivindicaciones económico-laborales por aquellas otras culturales-simbólicas ha contribuido a reproducir el funesto escenario que Europa ya conoció en los años previos al auge de los fascismos. En cualquier caso, pareciera evidente que el fraccionamiento de las identidades, y el individualismo que presupone, no ha sido favorable al mantenimiento de una conciencia de clase trabajadora que resultaría necesaria para frenar la reacción oportunista de la ultraderecha.
Afirma Bernabé que la izquierda se equivoca al presentarse como un producto, atractivo aunque embasado, dispuesto a ser consumido en el mercado electoral. A su entender, la derrota está asegurada si la acción política queda reducida a un agregado de estilos de vida personales. Las reivindicaciones por el reconocimiento son ineficaces cuando aparecen aisladas entre sí y, sobre todo, desconectadas de la lucha de clases. Porque desde el momento en que se advierte que la promoción de las identidades diferenciadas, de la misma manera que fomenta el surgimiento de un mercado de productos simbólico-culturales, encubre el individualismo neoliberal, y que al hacerlo contribuye a desactivar la acción colectiva, entonces se descubre la trampa de la diversidad.
Pero antes de concluir nos sentimos obligados a mostrarnos críticos con la obra reseñada: a Bernabé le podríamos reprochar que, dado el razonamiento con que explica los fenómenos contemporáneos, pareciera manifestar que el neoliberalismo circunda los contornos dentro de los cuales se produce la totalidad del pensamiento humano y de la acción social. Ante lo cual, no negamos que la lógica neoliberal se haya convertido en sentido común, pero sí cuestionamos que ese sentido común sea tan sólido como pareciera que se deduce de su ensayo. Asimismo, a Bernabé se le podrá recriminar que algunos de los conceptos que utiliza no quedan debidamente definidos. Por eso es que hubiese sido conveniente precisar a qué tipo de izquierda se refiere en todo momento.
Sea como fuere, no cabe duda que el de Bernabé es un análisis tan agudo como polémico. A fin de facilitar la recepción de su mensaje, el autor no escatima en narrar crónicas periodísticas entrelazadas con amenos relatos históricos protagonizados por variopintos personajes: Edward Bernays, Frida Kahlo o Abbie Hoffman son algunos ejemplos. A lo largo del libro, son constantes las referencias a sucesos u obras que contribuyeron, o contribuyen, sinuosamente en algunos casos y directamente en otros, a confeccionar la composición ideológica de la constelación sociopolítica en la que actualmente nos encontramos. En resumidas cuentas, La trampa de la diversidad pretende ser una brújula con la que guiarse para salir de las nebulosas identitarias en las que quedaría absorbida la acción política colectiva.