La resistencia intelectual de Meiksins Wood

Meiksins Wood, Ellen. ¿Una política sin clases? El post-marxismo y su legado. Ediciones ryr, 2013, pp.338.

Publicado en Anuario del Conflicto Social

Nos encontramos ante una obra en la que su autora, Ellen Meiksins Wood, se dedica a combatir los planteamientos filosófico-políticos de una pléyade de autores pertenecientes a la corriente posmarxista. Originalmente escrito con el título de “The Retreat from class: A New ‘True’ Socialism”, el libro pretende ser una trinchera desde la cual resistir la ofensiva intelectual que, apartándose del marxismo durante los primeros estertores del socialismo realmente existente, acabó repudiando la aspiración socialista y descreyendo de cualquier proyecto de emancipación universal. A lo largo del texto, Meiksins sostiene que el posmodernismo supone el punto de llegada de un recorrido intelectual que arranca desde posiciones izquierdistas que se remontan al 68 francés y avanza hasta nuestros días mediante posicionamientos eurocomunistas. Puesto que cada uno de los capítulos que lo conforman supone un análisis pormenorizado de cierto aspecto teórico conducente a la claudicación ante el capitalismo, se trata de un libro complicado de sintetizar. Por lo que considero prioritario centrarme en aquellos autores (Ernesto Laclau y Chantal Mouffe) cuyo reciente predicamento hacen que los contenidos de la obra reseñada sean plenamente actuales.

I

Pero un pensamiento no puede entenderse debidamente sin atender, aunque mínimamente sea, al marco conceptual a partir del cual dicho pensamiento ha sido razonado. De modo que sería apresurado empezar por presentar la opinión que el posmarxismo le merece a Meiksins sin que previamente nos hayamos referido a la posición ideológica desde la cual manifiesta su opinión. Así que desde este mismo instante deberemos dejar suficientemente claro que, para nuestra autora, el antagonismo estructural entre capital y trabajo no comporta –como sostiene la lectura determinista del marxismo– que el simple desarrollo de las fuerzas productivas engendre, inevitable y mecánicamente, el socialismo. De ser el caso que así fuese, las fuerzas facultadas para acabar con el capitalismo se consolidarían espontáneamente. Pero a menos que se tenga esa concepción de la historia, resulta necesaria una ardua labor de concertación política y de unidad organizacional. Por consiguiente, en el bien entendido que a la existencia de la clase obrera no le resulta consustancial una identidad definida, “los esfuerzos organizativos y políticos” (p. 322) deberían concentrarse en su unificación. De manera que la autora se enmarca en un marxismo político que, en oposición al sesgo economicista que enfatiza las contradicciones entre fuerzas productivas y relaciones de producción, explica la dinámica histórica primando la lucha de clases.

II

Desde su perspectiva, Meiksins identifica al posmarxismo con un conjunto de intelectuales que, rechazando –acertadamente– el economicismo y reduccionismo marxistas, han acabado por extirpar –equivocadamente– la lucha de clases del proyecto socialista. A este grupo de autores, Meiksins lo denomina “Nuevo Socialismo Verdadero” (NSV). Se trata de un apelativo que la autora toma de Marx y Engels, quienes nombraron “socialismo verdadero” al ala de la izquierda hegeliana que criticaron por incurrir en planteamientos que situaríamos próximos del humanismo idealista. Asumiendo como telón de fondo el descredito del socialismo real, Meiksins observa en los intelectuales posmarxistas el resurgir del socialismo verdadero. Aunque integra una amplia variedad de posturas políticas y géneros intelectuales, la lógica del NSV se fundamenta en las siguientes proposiciones:

1) La clase obrera no generó una fuerza política verdaderamente revolucionaria. 2) De modo que la clase obrera no es el sujeto privilegiado para la consecución del socialismo. 3) Lo anterior demuestra que las aspiraciones del socialismo son independientes de los objetivos materiales vinculados a los intereses de clase. 4) Una fuerza política socialista puede constituirse y organizarse a partir de elementos populares motivados por aspectos ideológicos y políticos. 5) Así que una pluralidad de luchas democráticas, conformadas por varios tipos de resistencias a la desigualdad y opresión, son conducentes al socialismo.

Queda claro que, al cuestionar el potencial revolucionario de la clase obrera, el NSV inicia una búsqueda constante de aquellos agentes llamados a transformar la sociedad. Pero para llevar adelante la crítica de Meiksins a los posicionamientos del NSV, éstos deberán ser debidamente explicados: puesto que la lucha por el socialismo no resulta de los conflictos de clase, la clase obrera pierde el rol de sujeto histórico, que ahora pasa a ocuparlo “un conjunto amorfo de individuos” (p. 190) solamente vinculados por el discurso. De lo cual se sigue que la ideología y la política adquieran autonomía con respecto a la organización social de la esfera económica. Pero aún hay más. Según algunos planteamientos, la clase obrera sería antirrevolucionaria por naturaleza en tanto en cuanto se movería por unos objetivos economicistas que podrían saldarse favorablemente mediante políticas reformistas1.

III

Al entender de Meiksins, los desarrollos teóricos que conducen a la NSV tienen a Nicos Poulantzas como el “más importante antecedente” (p. 111). Asumiendo el principio althusseriano por el cual la economía determina en última instancia las demás esferas de la estructura social, Poulantzas argumenta que las relaciones de producción propias del “capitalismo monopolista de Estado” –forma que adquiere la economía capitalista en los países occidentales tras la segunda guerra mundial– comportan el predominio, no ya de la economía misma, sino de la política y la ideología. Ante lo cual, Poulantzas considera que se produce una división ideológica entre trabajo manual –productivo– y trabajo intelectual –improductivo–. No obstante, Meiksins insiste en señalar que esta escisión no responde a ninguna diferencia determinada por las relaciones de producción y, por consiguiente, no separa a los grupos en función de un grado distinto de explotación. Bien por el contrario, se trata de una división ideológica resultante de la percepción que posee cada uno de los grupos de su ubicación en la estructura social como consecuencia de su posición en el proceso productivo.

Pero lo relevante del asunto es que, al separar al conjunto de los asalariados en dos grupos distintos, unos de “cuello azul” y otros de “cuello blanco”, disuelve la clase obrera en dos estratos diferenciados. Puesto que el tamaño de la clase obrera se ha visto claramente reducido, el partido, que en su aspiración de hegemonía ya no puede representar únicamente los intereses del proletariado, en adelante deberá responder a las sensibilidades de una “nueva pequeña burguesía”. De tal manera que, como consecuencia inmediata de la teorización de Poulantzas, la agenda de las organizaciones políticas socialistas deberá priorizar una alianza popular confrontada políticamente con “el bloque de poder organizado en el ámbito del Estado” (p. 94). Por último hay que decir que este planteamiento, que se convertirá en los cimientos de la construcción teórica del NSV, considera que el Estado, prácticamente cual instrumento neutral e inerte para uno u otro bando, “puede ser el terreno de lucha principal” (p. 109) de las ofensivas populares.

IV

Después de Poulantzas, en la picota son puestos Ernesto Laclau y a Chantal Mouffe, cuyo trabajo es, a entender de Meiksins, “exquisitamente paradigmático” (p. 116) del NSV en la medida que lleva la autonomización de la ideología y de la política aún más lejos de lo que hizo el pensador greco-francés. Para Laclau y Mouffe, las clases, no estando apriorísticamente determinadas por ninguna ideología, deben articularse en torno a interpelaciones democrático-populares a fin de constituir una fuerza social dispuesta a disputarle la hegemonía al bloque de poder dominante. De este modo, la construcción del socialismo sería concomitante al desarrollo de “formas democráticas esencialmente neutrales” (p. 122). Pero Meiksins sostiene que el procedimiento sigue un orden inverso: mediante un sucinto recorrido por la historia de la democracia, la autora pretende demostrar que en sus orígenes es el conflicto de clases aquello que dota a la democracia de contenido2. Acaba concluyendo que únicamente disociando la esfera económica de la política –y ese sería el error medular de los posmarxistas– es posible sostener que la asunción de un discurso democrático es la condición de posibilidad para que las relaciones sociales de producción, de las cuales derivan las relaciones de clase, sean percibidas de manera ilícita y opresiva.

Meiksins considera que Laclau y Mouffe, combatiendo el supuesto reduccionismo de clase presente en el marxismo esencialista, cometerían el error de pensar que para Marx la clase obrera, el agente privilegiado de la transformación socialista, surge “automáticamente como una fuerza política unificada en respuesta mecánica a los imperativos tecnológicos” (p. 126). En ese supuesto, no quedaría otra que negar una correspondencia entre la mentalidad de los productores con la posición que éstos ocupan en las relaciones de producción. Con arreglo a lo cual, la ideología de la clase obrera sólo podría venir desde instancias externas al proceso productivo y como resultado de una “construcción discursiva de las identidades sociales” (p. 135) efectuada por algún liderazgo o sujeto articulante. En procura de ello, un proyecto de transformación política sería el resultado de una alianza popular definida por los campos de discursividad que permean sobre el conjunto de la sociedad sin realizar distinción de clase. De este modo, el desarrollo lógico del itinerario abierto por Mouffe y Laclau no puede más que culminar en la siguiente afirmación: “no existen cosas tales como los intereses materiales, sino solamente ideas sobre ellas construidas en términos discursivos” (p. 133).

Ante lo cual, Meiksins opina lo siguiente: si descubrimos la vulgata marxista que fundamenta sus planteamientos no será dificultoso advertir que, a diferencia de lo que sostienen estos autores, en ningún momento Marx considera que el desarrollo neutral y natural de las fuerzas productivas comporte mecánicamente la emergencia de una fuerza política unida en pos del socialismo. De ser el caso que así fuese, podríamos aceptar, como sostienen Paul Hirtst y Barry Hindess, así como lo hacen Laclau y Mouffe, que “la política (…) no puede basarse en los intereses materiales de ninguna clase, sino que debe ser construida en términos discursivos” (p. 164). Por lo que, antes de dar por cierto semejante planteamiento, será cuestión de notar que Marx considera el ámbito de la producción, no de manera neutral y natural, sino como “un fenómeno ineludiblemente social” (p. 167), ya desde un inicio atravesado por relaciones de dominación. Procede de las relaciones sociales de producción, de las cuales derivan las relaciones de clase, que a la clase obrera le sea propio su potencial revolucionario. Pero desde una concepción meramente tecnicista de la economía, resultado de interpretarla de manera apolítica y asocial, no se puede percibir que las relaciones en el ámbito de la producción son en sí mismas relaciones de poder, conflicto y lucha que condicionan “el impulso, el objetivo y las modalidades de la acción política” (p. 158)3.

V

Pero no podemos dejar sin atender una cuestión que, subyaciendo en los planteamientos referidos, podría decirse que es fundamental. Tanto es así que el “principio de no correspondencia” entre los “intereses de clase” y “su expresión ideológica o política” (p. 181) podría comportar la negación de las clases sociales en cuanto tal. Meiksins lo expone convincentemente al argumentar que, si los intereses económicos no existen independientemente de su representación ideológica o política, entonces el concepto de clases sólo puede existir como una construcción ideológica o política, lo que nos sitúa “en el plano del idealismo, donde nada existe excepto las Ideas” (p. 182). Pero si, por el contrario, los intereses materiales existen con anterioridad a, o por fuera de, su traducción política e ideológica, hay que preguntarse al respecto de las conexiones entre, por un lado, esos intereses y, por otro, las fuerzas políticas susceptibles de trazar una estrategia socialista que alcance los objetivos de susodichos intereses. Meiksins considera que los conflictos clasistas no necesariamente se traducen en conciencia de clase, formaciones de clase o discursos clasistas, por lo que la ausencia de éstos no niega la existencia de la lucha de clases. Obviamente “se necesitan esfuerzos de organización y educación política” (p. 188) para materializar el potencial revolucionario de la clase obrera.

Meiksins se sirve del estudio que realiza Stedman Jones del movimiento cartista para fundamentar en dicha experiencia histórica la idea según la cual, existe una relación entre la ideología de los sujetos y su posición y función en las relaciones de producción. Sin embargo, esto no quiere decir que la autora piense que la conciencia sea un simple reflejo del ser social, ni niegue que los lenguajes políticos sean mecanismos necesarios para comprender la realidad social. Sin lugar a dudas la compleja correspondencia entre las condiciones socioeconómicas y las fuerzas políticas no es mecánica. Ahora bien, si de ello inferimos que no existe correlación alguna entre economía y política acabaríamos por resbalar sobre el equívoco posmarxista que nos lleva a pensar que la “clase obrera no ocupa una posición privilegiada en la lucha por el socialismo” (p. 48). En ese entonces deberemos responder las siguientes preguntas: “¿quiénes tienen un interés específico por el socialismo? Si nadie en particular tiene interés en él, entonces ¿Por qué no lo tienen todos? Si todos tienen interés, ¿por qué no también los capitalistas y por qué debe haber algún tipo de conflicto o lucha?” (p. 186-187).

VI

Al fin y al cabo, la cesura entre la adscripción de clase y el compromiso político solamente se entiende si es que responde, no ya a “una estrategia para transformar la sociedad”, sino a un “programa para alcanzar una mayoría parlamentaria” (p. 209). Meiksins explica el desplazamiento de la lucha de clases del centro de gravedad del marxismo a causa de las exigencias inmediatas de la conquista del poder político, lo que en los países occidentales comportó que los partidos socialistas se volcaran a la obtención de asentimientos electorales. Consiguientemente, la aceptación que el eurocomunismo hizo de las reglas del juego democrático-parlamentario supuso asumir las sensibilidades de otros grupos sociales y, de manera colateral, arrinconar a la clase obrera hacia un espacio de menor relevancia en la teoría y la práctica política. De ahí que el posmarxismo tenga por objetivo “establecer una base para las alianzas interclasistas con el fin de alcanzar el poder político o, más precisamente, cargos públicos” (p. 65).

Siguiendo esta supuesta lógica del cálculo electoral, Meiksins no evita mostrar su discrepancia con Gavin Kithcing, quien excluye a la clase obrera como fuerza movilizadora de la lucha socialista. Conforme a su convencimiento, al que Meiksins tilda de marxismo platónico, la virtud cívica susceptible de perseguir los objetivos socialistas no se encuentra en aquellos obreros que aún no se han podido liberar de la necesidad material. Su apremiante situación comporta que los trabajadores oprimidos carezcan de “sofisticación intelectual” y sean “políticamente regresivos” (p. 215). Consiguientemente, Kitching considera que el impulso político hacia el socialismo procede de aquellos “trabajadores intelectuales” a los que les atribuye “preocupaciones éticas y principios racionales” (p. 226). Por lo que su posicionamiento no sería más que la prolongación de lo que en su momento ya fue defendido por Platón y Hannah Arendt, pero criticado por Rousseau y Marx. Así como estos últimos, Meiksins piensa que una “buena sociedad”, antes que de “una moral elevada y desarraigada”, procede de “la pasión de los explotados y los oprimidos por liberarse de la explotación y la opresión” (p. 229). Defender lo contrario supondría incurrir en la propensión elitista de aquellos que consideran que la lucha por el socialismo es una construcción esencialmente ideológica y política.

VII

A la concepción posmarxista de democracia le está destinada la última munición que Meiksins guarda en la canana. Pero, a fin de abordar la que es una de las cuestiones centrales del libro, considero pertinente regresar por un momento a dos autores ya citados. De la manera en que Meiksins presenta al pensamiento Laclau y Mouffe, a simple vista pareciera anodina la aportación resultante de sus planteamientos si es que en ellos no encontramos otra cosa que una inconsistente operación de sustituciones: para éstos “la clase obrera ha sido completamente desplazada por ‘el pueblo’, y el socialismo por algo llamado ‘democracia radical’” (p. 123). Sin embargo, no se nos escapa que la relevancia de esta proposición es mayor de lo que aparenta, pues implícitamente niega que la democracia liberal esté determinada por la lógica del capitalismo: se separa, por una parte, el ámbito político de las igualdades formales de, por la otra, la esfera económica y social donde se producen las desigualdades reales. Pero la autora considera que no se puede llegar al socialismo mediante la simple radicalización de la democracia si es que esta democracia opaca, dejando intactas, las relaciones de producción que el socialismo pretende reorganizar. Al ser incompatible con los intereses de la clase obrera, Meiksins nos alerta de que un “impulso democrático abstracto” (p. 239), antes que propiciar el socialismo, impediría su consecución. Una democracia socialista, bien por el contrario, no puede separar los derechos y libertades políticas de las relaciones de opresión y explotación que en un nivel social y económico impiden el poder popular.

Meiksins no niega que los procedimientos formales y principios jurídicos de la democracia liberal hayan sido útiles para contener el poder coercitivo que sustenta la extracción del excedente productivo, pero sí afirma categóricamente que en sí mismos son insuficientes para neutralizar indefinidamente el desequilibrio entre los propietarios del capital y los propietarios de su fuerza de trabajo. Por consiguiente, aunque algunas de las instituciones democrático-liberales sean compatibles con el socialismo, especialmente aquellas destinadas a controlar al poder público perdurable, para Meiksins no se puede defender la democracia liberal sino a condición de aceptar que ésta supone la preservación de la ficción burguesa que oculta los antagonismos sociales tras el velo de la aparente igualdad ciudadana. Pero no podemos ignorar que la democracia a la que se refiere la autora es un entramado jurídico y político que no puede reducirse al artificio ideológico con el que la clase dominante se asegura el consentimiento de los dominados. Por lo que Meiksins incurriría en el error de considerar como liberales aquellos contenidos de las democracias que, pese a despertar el rechazo de la burguesía, fueron conquistados por el movimiento obrero organizado, si no fuera porque, a partir de un momento determinado, expresa la necesidad de separar los aspectos liberales de los democráticos por medio de un análisis conceptual. Teniendo en cuenta que el liberalismo confina el poder en una “esfera política abstracta” (p. 285) a fin de aislarlo del ámbito económico donde se reproduce la base material de la sociedad, la consecución del socialismo no es posible mediante un desarrollo gradual de la democracia liberal: Meiksins afirma que una ruptura de los principios democráticos con respecto al liberalismo resulta inevitable.

VIII

Pero después de la enemistad mostrada con los planteamientos de los autores previamente aludidos, la autora elogia las tesis de Raymond Williams, quien sostiene que “los intereses particulares de la clase obrera coinciden con los intereses generales de la humanidad” (p. 289). De ser el caso que la batalla por un mundo mejor no estuviera anclada al sistema capitalista, los propios capitalistas, dado que son humanos, podrían ser incluidos como parte de los agentes del cambio. Por el contrario, nos dice Meiksins, si reconocemos que el capitalismo se opone a los intereses generales, entonces estaremos reconociendo la necesidad de acabar con el capitalismo: la superación de las relaciones de producción capitalistas que conllevan los intereses particulares de clase resulta imprescindible para alcanzar un acuerdo sobre los intereses generales de la humanidad. La clave de bóveda del asunto que expone Meiksins se encuentra en la siguiente argumentación: puesto que la destrucción de las bases del sistema capitalista resultaría necesaria para la consecución de un orden social donde los intereses generales sean realizables, la apuesta del NSV por anteponer susodichos intereses a la lucha anticapitalista se revelaría, aunque moralmente irreprochable, considerablemente incongruente.

Dicho de otro modo, aun cuando la paz, el medioambiente o la calidad de vida sean cuestiones perentorias, los agentes que sobre ellas intervienen no pueden ser resolutivos por cuanto sortean el “cuestionamiento directo al orden capitalista y su sistema de clases” (p. 301). De manera que los movimientos sociales que releguen en sus márgenes las luchas contra el modo de producción capitalista no podrán más que aspirar a victorias aisladas en ámbitos particulares y, por consiguiente, serán un instrumento político ineficaz para lograr los intereses generales de la humanidad. Por el contrario, dado que la lucha obrera no se abstrae del orden socioeconómico vigente, asienta las bases para transformar las condiciones materiales y sociales en que los objetivos ulteriores, que afectan al conjunto de la humanidad, sean posibles. Pero sería extraño que nos sorprendiese la necesidad de vehiculizar los intereses de la clase obrera si es que al socialismo, antes que pensarlo como “un bien moral abstracto”, lo perseguimos como “un objetivo político concreto” (p. 305).

IX

Aunque las argumentaciones de Meiksins sean más sofisticadas de lo que parecerían desprenderse de esta reseña, lo cierto es que éstas se condensan en la crítica a la redefinición del sujeto histórico que realiza el posmarxismo a partir del “desplazamiento de las relaciones de producción y explotación del centro” (p. 75-76) de la estructura social como causa de distinguir la esfera política de la económica. A fin de cuentas, en los planteamientos del NSV nos encontramos con que la lucha de clases, producto de las irresolubles contradicciones que se establecen entre capital y trabajo, resulta reemplazada por la propuesta de “un proceso de reforma institucional relativamente desprovista de antagonismos” (p. 245) que sería liderado por un colectivo laxo y concebido de manera amplia.

Para esta marxista impenitente, que pareciera salvaguardar el núcleo genuino de una verdad emancipadora que ha sido corrompida por los intelectuales del NSV, el papel protagónico que inicialmente tendría la clase obrera en la lucha por el socialismo se explicaría por el hecho de que sus intereses inmediatos de clase, relativos al fin de la explotación capitalista durante el proceso productivo, son concomitantes con la desaparición de una sociedad estructurada en clases. Meiksins se expresa meridianamente cuando afirma que, “puesto que la clase obrera es la que crea el capital, y que la organización de la producción y la apropiación colocan al obrero colectivo en el núcleo de la estructura capitalista, la clase obrera tiene una capacidad única para destruir el capital” (p. 322). El socialismo implicaría, en última instancia, “una organización social de la producción administrada por los propios productores directos” (Ídem).

A nivel personal considero que cualquier teorización al respecto del sujeto colectivo llamado a iniciar un proceso de transición, no sé si hacia el socialismo, pero al menos sí hacia una sociedad más justa, indudablemente requiere de una mirada capaz de comprender la estructura de clases existente en la sociedad. Pero, compensando la insuficiente atención que pareciera conferirle Meiksins al plano ideológico, pienso que, de igual manera, será necesario atender a la sustancia discursiva que modela la sensibilidad política de la población. Aunque no entremos en detalles al respecto del asunto, se explicaría por la importancia del discurso, lo que daría muestras de la relativa autonomía de la ideología, que precisamente se encuentre entre la clase obrera la mayor parte de los apoyos que actualmente recibe la derecha populista. Es por este motivo que no se pueden extrapolar directamente al plano político los conflictos, o antagonismos implícitos, que se dan en el ámbito económico.

Mi propósito no es afirmar, como sí lo haría alguno de los autores desconceptuados por Meiksins, que los antagonismos de clase deban ser remplazados por divisiones ideológicas o discursivas. Solamente indico que, aunque aceptemos que hay intereses materiales que precedan la naturaleza de las fuerzas políticas, deberemos asumir que el rumbo ideológico de la clase obrera no se orienta únicamente en función de las coordenadas que sitúan su ubicación en el ámbito productivo. Por decirlo en otras palabras, la existencia de una correspondencia, no necesariamente manifiesta, entre la clase obrera y la opción política que responde a sus propósitos y necesidades no nos permitiría obviar que son múltiples las identidades colectivas de las que participan los sujetos. Por lo que las decisiones de los asalariados no se toman únicamente sobre los fundamentos vinculados a su condición de agentes económicos. Aspectos étnicos o nacionales, por mencionar los que probablemente sean más aglutinantes, operan como vectores de identidad que pueden llegar a condicionar las aspiraciones y las acciones políticas de la población asalariada tanto o más que sus intereses objetivos como clase.

Por si no ha quedado suficientemente claro, obsérvese que, a diferencia de lo que la autora atribuye a los posmarxistas del NSV, no estoy afirmando que pueda existir un agente revolucionario aislado de las relaciones y los intereses sociales cuyas posibilidades se encuentren al albur de las contingencias políticas. Ni si quiera que la ideología sea el principal catalizador del conflicto de clase. Aquello que sí se debe sustraer de mis palabras se expresa en la siguiente afirmación: aun cuando “los intereses de la clase obrera” se encuentren en “conexión orgánica” con “los objetivos socialistas” (p. 305), tanto los valores y significados ideológicos como las circunstancias políticas son necesarias para la movilización de la acción social de clase. Si así fuese el caso, la identificación de clase, entendida ésta como una representación simbólica perteneciente a una dimensión imaginaria, sería imprescindible para definir una política emancipadora.

En resumidas cuentas, no se puede menos que ser cauteloso con la contundencia con que Meiksins considera que la clase obrera es el único agente social cuya identidad colectiva, intereses y capacidades le permitan protagonizar una transición al socialismo; pero eso no quita que su postura al respecto del posmarxismo sea convincente: la propuesta del NSV por un movimiento político cohesionado discursivamente y desarraigado del ámbito productivo sería la consecuencia de una lógica electoralista que, al priorizar los asuntos políticos del dominio institucional, ocultaría las disputas económicas. De modo que, aunque su postura al respecto de una “correlación directa o necesaria entre las condiciones materiales y las alianzas políticas” (p. 178) no nos persuada completamente, debemos reconocer la labor de Meiksins por alertarnos de la debilidad de aquellas propuestas políticas que desde una superioridad moral ningunean la clase obrera. Pareciera como si nos encontramos en una situación por la cual aquellos intelectuales que, como consecuencia de olvidar los factores materiales constitutivos de las desigualdades sociales, se afanan por pronosticar una revolución capitaneada por identidades subjetivas de reciente aparición, paradójicamente contribuyen a recomponer el vínculo comunitario de una despreciada clase obrera cuya supervivencia pretendían negar.


1 Aunque la autora no lo menciona, la firma de los Acuerdos de Grenelle, en virtud de los cuales los sindicatos desconvocaron las movilizaciones obreras a cambio de mejoras laborales, pudo ser considerada como la traición de la clase obrera al ímpetu revolucionario del mayo del 68 francés.

2 Citando a Platón y Aristóteles la autora muestra que “el significado original del término “democracia” tuvo siempre connotaciones de clase al referirse precisamente al dominio del pueblo como plebs” (p. 42).

3 En el origen del equívoco, la separación de la esfera económica y política, se descubriría nuevamente la sombra de Althusser. Si la historia es, como afirma el filósofo francés, un proceso ausente de sujeto y de finalidad, entonces no queda otra que negar los fundamentos del movimiento histórico y plegarse ante la particularidad de los procesos sociales.