Nos quieren humanos contra natura

Entrevista a Andrea Zhok

Septiembre 2024 / Publicado en El Viejo Topo

Andrea Zhok, nacido en Trieste en 1967, es profesor de filosofía moral en la Universidad de Milán, y autor, entre otros libros, de Identità della persona e senso dell’esistenza (2018) y Il dovere e il piacere: Un’introduzione critica all’etica contemporánea (2021). A la espera de la publicación en español, en diciembre de 2024, de Crítica de la razón liberal. Una filosofía de la historia contemporánea (Ed. El Viejo Topo), en esta entrevista conversamos sobre La miseria del progresismo. El problema de la naturaleza humana (Ed. Letras Inquietas, 2024).

—Vivimos en una época donde el progreso absorbe lo deseable. Una época en la que ese progreso toma la forma, en términos políticos, de «progresismo». ¿Podrías hablarnos de la relación del progresismo con el liberalismo? ¿Por qué ambos acompañan al capitalismo?

—El progresismo en sentido estricto es una ideología en la que el avance, el ir hacia delante, se postula como intrínsecamente valioso, independientemente de la definición de cualquier meta o dirección. Pero ha habido diferentes concepciones de «progreso» que no pueden adscribirse al «progresismo». Por ejemplo, Hegel propone una concepción del «progreso» en la que el espíritu progresa en la medida en que encuentra nuevas síntesis que reconcilian contradicciones anteriores. En Hegel, el progreso tiene memoria del pasado y posee una «dirección racional», una «teleología» aunque sui generis. No así en el llamado «progresismo», donde se elimina la dimensión de fines y direcciones.

El liberalismo, al menos en su forma original de «liberalismo clásico», nació como una ideología que acompañaba al desarrollo capitalista. Lo que caracteriza al capitalismo, si se reduce a su núcleo, es que el fin del proceso económico sea el aumento de la capitalización (dinero) independientemente de lo que se produzca y de quién se beneficie del producto.

Pero poner como fin el aumento de la capitalización es poner como «fin» el aumento de los «medios», ya que el dinero es el medio por excelencia, el medio que en principio permite acceder a cualquier otro bien. Así, el sentido profundo del capitalismo es la veneración del aumento de los medios independientemente de los fines. La teorización liberal traslada esta idea al plano antropológico, deshaciéndose de la idea misma de que una teoría ética pueda o deba ocuparse de fines, direcciones y objetivos comunes. Así, en una conceptualización liberal el simple «ir hacia adelante» se interpreta como «progreso». También es «progreso» una mayor disponibilidad de medios, mayor «poder adquisitivo»… pero, en cambio, resulta inescrutable e insignificante el problema de cómo se emplean esos medios o ese poder adquisitivo.

Progresismo, en el sentido actual, y liberalismo se solapan porque son concepciones que sitúan la esfera de los medios como fin, eliminando el problema de los fines del debate ético y político: si «avanzo», eso tiene valor, independientemente de adónde vaya; si «puedo comprar más cosas», eso tiene valor, independientemente de lo que compre.

—Vinculas la idea de «progreso», en su sentido liberal, al desarrollo del modo de producción capitalista y al consiguiente ascenso de la burguesía. Ahora bien, las clases populares, al momento de rechazar a ese capitalismo incipiente, reivindicaban valores… ¿conservadores, progresistas…?

—Las clases trabajadoras, cuando rechazaron el capitalismo, lo hicieron principalmente en referencia a dos aspectos: la explotación y la abstracción.

El sistema capitalista fomenta la explotación del hombre sobre el hombre, por lo que es un creador constante de conflicto y fragmentación social.

Además, el sistema capitalista es un sistema de organización de las relaciones sociales de producción que exige que el trabajo humano se asemeje lo más posible al funcionamiento anónimo de una máquina, haciendo abstracción de lo que se produce, cómo se produce y qué impacto social tiene la producción.

Si esta «resistencia instintiva» al progresismo liberal fue «conservadora» o «progresista» es una cuestión importante porque nos permite librarnos del poder hipnótico que ejercen ciertos términos. Pensar que «conservación» y «progreso» son opuestos antitéticos es ya una forma de jugar el juego conceptualdentro de las coordenadas liberales. Y una vez aceptadas estas coordenadas, el juego ya está perdido.

Toda «revolución», todo intento de «mejorar la condición humana» ha hecho siempre y necesariamente referencia a una conciencia arraigada en el pasado. Cuando Lutero quiere revolucionar la Iglesia, lo hace refiriéndose a la autenticidad del cristianismo primitivo y a su cercanía al mensaje de Jesús. Cuando Marx critica el capitalismo lo hace, entre otras cosas, mostrando su carácter alienante en relación con lo que él identifica como naturaleza humana. Se puede denunciar el capitalismo como inhumano porque existe una naturaleza humana que el capitalismo viola. Si, por ejemplo, como dice Marx, el ser humano es naturalmente social, la competitividad capitalista va «contra natura». Si, de nuevo con Marx, los seres humanos quieren ser conscientes del significado de sus acciones, entonces la fragmentación productiva y la falta de control sobre su actividad productiva (alienación) son factores «contra natura».

La «revolución» tiene sentido cuando se inspira en un fundamento no arbitrario, un fundamento que puede ser histórico o natural, pero que sigue perteneciendo a la esfera de lo dado. Y sólo cuando existe esta capacidad de salvar lo mejor del pasado (histórico o natural) puede decirse que el «progreso» es progreso (de lo contrario es mero «movimientismo progresista»). El auténtico «progreso» (como en la Aufhebung de Hegel) es siempre también conservación: conservación selectiva, conservación crítica, tradición viva (no museización).

—El caso es que los levantamientos revolucionarios europeos seguían un patrón fundamentado en un socialismo feudal o socialismo cristiano. ¿Qué ocurre para que desde 1848, coincidiendo con la publicación del Manifiesto, la oposición al capitalismo ya no se apoye en el pasado?

—Marx tenía sus buenas razones para distanciarse del socialismo feudal, nostálgico o cristiano porque su propuesta analítica era manifiestamente superior en términos de comprensión de los mecanismos económicos. Desde esta perspectiva, su intento de imponer el «socialismo científico» como ortodoxia revolucionaria es bien comprensible como un intento de llamar la atención sobre la novedad de su análisis.

Sin embargo, a la luz de la historia posterior, creo que podemos decir que algunos aspectos del tradicionalismo feudal y del socialismo cristiano podrían haberse mantenido como correctivos, evitando que el «socialismo científico» cayera en la trampa reduccionista del positivismo y la tecnocracia. En Marx, gracias a su historicismo enraizado en el pensamiento de Hegel, no hay realmente ningún riesgo reduccionista. Pero ya en Engels, y en el marxismo posterior, la idea de una reducción de lo humano a su mínimo factor sensible (en esto similar al utilitarismo de Bentham) y la extinción de toda perspectiva «trascendente» abren paradójicamente el camino a una concepción del hombre muy similar a la liberal-capitalista: un mecanismo solitario, desprovisto de historia, desprovisto de espiritualidad, desprovisto de interioridad, del que sólo se valora la eficacia productiva. Personalmente, creo que hoy debería mitigarse mucho la clara oposición del Manifiesto entre el socialismo científico y otras formas «sentimentales» y tal vez confusas de socialismo, sin perder la superioridad analítica de la propuesta marxiana, pero también sin perder de vista las intuiciones humanistas presentes en la tradición anterior.

—Así pues, si no cabe suponer que la crítica de Marx a la modernidad liberal-capitalista sea tan progresista como la propia modernidad liberal-capitalista… ¿Cuál es la diferencia entre la concepción marxiana y la concepción liberal de «progreso»? ¿Y qué hay de las «leyes de la historia» atribuidas a Marx?

— La diferencia fundamental entre la concepción marxiana del «progreso» y la liberal radica, como he dicho, en el trasfondo historicista hegeliano que Marx da por supuesto. Marx se ve a sí mismo como un corrector radical de Hegel, pero en continuidad con muchos aspectos del pensamiento hegeliano. Y Hegel es un pensador en el que la Historia, como historia del Espíritu, se sitúa al mismo nivel que la Divinidad de la tradición. La Historia es «progreso» en la medida en que supera el pasado conservando lo mejor de él. La Historia no tiene nada que ver con el progreso acumulativo del dinero en el capitalismo (o de la tecnociencia en el positivismo).

Desde esta perspectiva, hablar de «leyes de la historia» es muy cuestionable. La historia tiene un potencial creativo que evita en gran medida enmarcarla en «leyes». Este potencial creativo está ahí en Hegel, en la medida en que el Espíritu es el protagonista; y está ahí en Marx, que representa el comunismo como una verdadera entrada en la Historia auténtica, superando lo que él percibe como una especie de «prehistoria». El potencial creativo sólo puede admitirse en un marco cualitativo y no en un marco de mero perfeccionamiento cuantitativo, como el capitalista y positivista.

—Antes has mencionado un concepto axial: «naturaleza humana». El cristianismo cuenta con una idea de naturaleza humana, pero… ¿también así el proyecto emancipador marxiano? ¿Necesita el capitalismo demoler la idea de naturaleza humana?

— El cristianismo tiene ciertamente una idea de la naturaleza humana. Es una idea que a menudo queda oculta por el hecho, común a todas las religiones, de que la naturaleza humana se presenta a través de mitos, parábolas, narraciones sugestivas pertenecientes a una tradición exegética, a veces estrictamente ligada a las costumbres locales. Nociones como la del «pecado original», por ejemplo, pueden malinterpretarse fácilmente si se perciben como «tesis teóricas», cuando en realidad son representaciones propiamente éticas de la condición humana. Y, ciertamente, el proyecto emancipador marxiano también tiene una idea de la naturaleza humana, aunque aparezca explícitamente casi sólo en los escritos juveniles de Marx, mientras que más tarde tiende a quedar en segundo plano, para dejar espacio a las intuiciones socioeconómicas. Que el hombre es una «entidad intersubjetiva» y que necesita ejercer su libertad como dominio de diseño (comprensión) de sus propias acciones (frente a la alienación de su propio trabajo) son factores definitorios de la naturaleza humana según Marx.

En cuanto al capitalismo, también éste, a través del liberalismo, se dota de una concepción antropológica. Es una concepción reduccionista, minimalista, que permite atribuir todo el peso del valor a los mecanismos del capital. El hombre liberal es originalmente individual, pragmático, dotado de una curva de utilidad privada, basada en última instancia en una dicotomía simplificada placer-dolor. El hombre liberal expresa sus valores en actos de compra y venta, ya que su relación fundamental con la realidad es la de una tensión hacia la satisfacción del deseo privado. No tiene necesidad de relacionarse con otros seres humanos, salvo como entidades capaces de proporcionar satisfacción a sus propios apetitos. Por lo tanto, el hombre liberal concibe la libertad esencialmente como «libertad negativa», como deseo de no interferencia de los demás. Todas estas características, hay que subrayarlo, nunca han tenido ninguna plausibilidad descriptiva a nivel antropológico, pero se adaptan bien al ideal del bien individual que funciona dentro de un sistema de mercado. La «naturaleza humana» liberal no es propiamente humana, no tiene nada de específicamente humano. Podría encajar perfectamente en el comportamiento de un virus, una serpiente o una ameba.

—Te he leído afirmar que la «familia», sin ser un lugar natural de armonía preestablecida, es la institución social en que más se manifiesta la naturaleza humana. Por consiguiente, acabar con la familia sería el principal objetivo del progresismo liberal. ¿Por qué la familia es tan incómoda para el capitalismo?

—La familia, en su funcionamiento ordinario, es estructuralmente antitética a cualquier forma relacional capitalista. En una familia es normal actuar según el precepto (evangélico, pero también marxiano) de: «a cada uno según sus necesidades, de cada uno según sus capacidades». El significado de estos mecanismos funcionales es claro: se supone que la unidad grupal de la vida familiar tiene un valor que no equivale a la mera suma de las satisfacciones o éxitos de sus miembros. La familia es, y se percibe como, un lugar de transmisión no arbitraria de valores, formas de vida, recuerdos, promesas… La forma de existencia capitalista no reconoce ni unidades personales supraindividuales, ni la transmisión intertemporal de valores, ni la legitimidad de los valores no arbitrarios (el valor, desde una visión liberal, es simplemente lo que se considera satisfactorio para un individuo). Por lo que, desde esta perspectiva, la familia aparece ante el capitalismo como un anacronismo, un atavismo, algo que el progreso debe superar como si superase un obstáculo para el pleno desarrollo de las fuerzas del mercado.

—Y en ese cometido, ¿cuál es el papel que desempeña aquello que denominas «feminismo reivindicacionista»?

—El «reivindicacionismo» es el aspecto más característico del llamado «feminismo de segunda ola». Expresa un «cambio genético» ocurrido en el feminismo durante la década de los 70 del siglo XX. El feminismo tradicional, hoy recordado como «feminismo de primera ola», tenía en su núcleo, de forma muy razonable, la reivindicación de la plena igualdad de derechos y deberes entre hombres y mujeres, superando todos aquellos restos de la «división sexual del trabajo» que la modernización y la industrialización habían dejado obsoletos (por ejemplo, la idea de que el papel de la exposición pública, política, de la familia debía ser monopolio masculino).

Pero después de 1968, surgió cada vez con más vigor una forma de feminismo radicalmente diferente, en algunos aspectos casi opuesta. Después de siglo y medio de luchas, la igualdad formal y jurídica entre hombres y mujeres se había alcanzado en todos los países occidentales y, aparentemente, este objetivo ya no resultaba especialmente motivador. Fue entonces cuando surgieron las reivindicaciones del feminismo de la segunda ola, que ya no exigía igualdad, sino, por el contrario, formas de distinción irreductibles (por ejemplo, la reivindicación de formas de pensamiento exclusivamente femeninas) y derechos especiales. Las relaciones entre los sexos se leen ahora de una forma eminentemente competitiva, casi sindical, en la que la población masculina resulta interpretada como un «patrón», una contraparte de la que hay que desembarazarse en la medida de lo posible. A veces, la reivindicación de derechos especiales (como las «cuotas» en la representación política) se introduce aduciendo la necesidad de corregir privilegios pasados, o como compensación por lo que se presenta como una opresión pasada.

Más allá de los argumentos particulares, que deberían ser tratados individualmente para evaluar su plausibilidad o no, el efecto general de esta actitud cultural ha sido el de fomentar una guerra entre sexos que pronto se convertirá en una guerra de todos contra todos en términos de orientación sexual (LGBTQA+). La difusión de esta disposición ha tenido un fuerte impacto negativo en la capacidad de reconocer las líneas estructurales del conflicto social. El resultado es que hoy, si al lado del «padrone del vapore» [los poderosos] masculino tenemos a uno femenino, nos felicitamos porque hemos «roto el techo de cristal»; si en lugar de un presidente belicista tenemos a una presidenta belicista, todos podemos respirar aliviados y marchar al frente de guerra con un orgulloso sentimiento de emancipación.

El resultado global de esta tendencia histórica ha sido demoler la capacidad de organización transversal en el interior de la sociedad, debilitar los órdenes familiares y ensuciar el debate público con objetivos falsos o marginales.

—Y aquí podríamos considerar las ideas al respecto de «la fluidez del género»…

— El caso de la «fluidez de género» tiene raíces contiguas con el «feminismo de segunda ola», y acaban convergiendo en el plano de los efectos sobre el orden familiar. En sí misma, la idea de la fluidez de género es una idea muy insostenible a nivel probatorio, pero su fuerza reside en otra parte: encarna una posición ideológicamente hegemónica.

La idea de que la propia identidad sexual es un factor completamente contingente, idealmente el resultado de una elección libre, se impone como expresión de una superación más general de los hechos naturales. Dado que, desde la perspectiva del progresismo liberal, todo hecho fundacional (histórico, tradicional, natural) se percibe como un obstáculo (un prejuicio, una limitación), la idea de la fluidez de género se presenta con la adecuada coloración progresista. Al fin y al cabo, la filmografía estadounidense no pierde ocasión para explicarnos que «podemos convertirnos en lo que queramos», que es el lado risible de la idea de que esencialmente no somos nada, de que somos infinitamente flexibles e intercambiables. El sueño capitalista siempre ha sido tener una mano de obra dispuesta a todo, y la única manera de asegurarse de que un sujeto esté realmente dispuesto a todo es convencerle de que no hay nada esencial en él, de que siempre puede elegir ser otra cosa, siempre puede crecer en cualquier terreno sin limitaciones. Un sujeto aislado, sin historia, sin identidad sexual o afectiva, sin vínculos familiares es el engranaje más perfecto, libremente utilizable allí donde se le necesite.

—Ante el retroceso de la familia, ¿qué otras instituciones o prácticas asumirán protagonismo en el desempeño de la reproducción cultural y la reproducción biológica?

—Francamente, dudo que haya sustitutos plausibles. No es que a veces no se imaginen. Al menos desde Aldous Huxley se han imaginado diversas formas de sustituir a la familia por algo más parecido a la plantación de tabaco o la cría de mejillones que a la vida social de los mamíferos. La familia, es cierto, ha tenido diferentes formas a lo largo de la historia, pero su núcleo como matriz de la reproducción cultural y biológica es estable y característico. Su fracaso es simplemente un salto en el vacío, con consecuencias poco previsibles y, en la medida en que sean previsibles, nefastas.

—Afirmas que «durante el último medio siglo, la derecha y la izquierda han sido predominantemente variantes del progresismo liberal». ¿En qué se distinguen, entonces, —la derecha y la izquierda contemporánea?

—La derecha y la izquierda nunca se han definido estrictamente en términos de filosofías políticas. Desde el principio, durante la Revolución Francesa, fueron distinciones relativas y contingentes. En el periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial (que es la fase en la que se inspira el uso predominante hoy en día) la izquierda se interpretaba a sí misma a través de una relación privilegiada con la tradición socialista/comunista, mientras que la derecha se interpretaba predominantemente en oposición a la izquierda (como anticomunista).

Con la década de 1990 y el fin de la URSS, desapareció la referencia al comunismo / socialismo como modelos alternativos al capitalismo. Y, rápidamente, todos los grandes partidos se convirtieron en variantes liberales, que daban por sentada la insuperabilidad del liberalismo y el capitalismo.

En este nuevo marco, dominado por una especie de Partido Único Liberal, con variaciones, la Derecha y la Izquierda han seguido existiendo principalmente como restos ideológicos, cada vez más confusos y estériles. La función predominante de los llamamientos a la Derecha y a la Izquierda (quizás la única función que les queda) es crear las condiciones para un «bipolaridad» superficial. En la mayoría de los países europeos, la «derecha» sigue unida, haciendo alarde de algún «peligro rojo», al igual que la «izquierda» se une haciendo alarde de algún «peligro fascista». Son reflejos pavlovianos a los que casi nada sustancial corresponde. Las cuestiones en las que la derecha y la izquierda siguen discrepando son cuestiones cada vez más superestructurales, como el énfasis en lo «políticamente correcto» por parte de la izquierda o la asunción de tonos hostiles hacia los inmigrantes por parte de la derecha, pero las políticas realmente aplicadas apenas se distinguen, y a medio plazo se integran mutuamente en la misma dirección liberal y procapitalista.

—Entonces, si la distinción política entre izquierda y derecha resulta obsoleta… ¿Qué otro/s eje/s conceptuales debería/n reemplazar al eje izquierda-derecha? ¿Cuáles son las principales líneas de fractura en torno a las cuales posicionarnos políticamente?

—Personalmente, creo que el eje derecha-izquierda es inservible no sólo porque está obsoleto hoy en día, sino también por su enorme abstracción, y éste no es un fenómeno reciente. ¿El socialcristianismo era de derechas o de izquierdas? ¿Los anarcoliberales son o eran de derechas o de izquierdas? ¿El liberalismo individualista es de derechas o de izquierdas? ¿El ecologismo conservador es de derechas o de izquierdas? Forzar el marco político a lo largo de una única divisoria ha sido y es una forma de degradar la capacidad de reflexión política.

Sin embargo, si se quiere establecer un frente de desafío político primario, una cesura fundamental, creo que la principal división estructural actual es entre los que viven de su trabajo (de cualquier trabajo) y los que viven esencialmente, directa o indirectamente, de las rentas financieras. Podría parecer una división extrañamente asimétrica, un enfrentamiento, más o menos, entre el 99% y el 1%. Y si estuviéramos en democracias reales, sería un juego sin historia. Salvo que no vivimos en absoluto en sistemas democráticos, sino en oligarquías de base financiera, donde en la práctica los votos no se cuentan, sino que se pesan (un dólar un voto). Y esto invierte las relaciones reales de poder. Hoy, las mayorías que viven de su trabajo se encuentran en una condición de afasia política, trágica falta de representación y debilidad contractual congénita. Los regímenes neoliberales son sistemas políticos en los que gran parte de las instituciones estatales han sido capturadas por los intereses preponderantes de la economía financiera y el gran capital: el Estado sólo representa en contadas ocasiones el interés público y, por tanto, la misma oposición clásica entre Estado y Mercado ha acabado perdiendo su sentido.