Octubre 2024 / Publicado en El Viejo Topo
Hay un lugar llamado Occidente. Tiempo atrás fue un lozano jardín, pero ahora el césped ya no crece, y todo cuanto hay sembrado se descompone sigilosamente. ¿Somos conscientes de que vivimos en el ocaso de un vergel histórico?
«La historia no se detiene, sigue su curso, y lo hace sorprendentemente rápido, sobre todo desde que Francis Fukuyama declaró su final»
Emmanuel Todd
Los asuntos humanos desbordan con creces las demarcaciones académicamente establecidas de las disciplinas de conocimiento. Por consiguiente, la especialización en un único campo del saber puede limitar, y mucho, la comprensión de la realidad humana. Mientras que, por el contrario, la capacidad de moverse a un lado y otro de las líneas de separación de los compartimentos del saber es algo que favorece la comprensión de las dinámicas relacionales que, a la postre, dotan de sentido estructural a una determinada realidad humana. Tal sea, quizá, la ventaja con la que cuenta el antropólogo, sociólogo e historiador Emmanuel Todd.

Siguiendo sin lazada el trazado desbrozado por Todd, disponiendo de amplitud de movimiento, este artículo asume el cometido de realizar una primera exploración de las profundidades de Occidente, apreciar las grietas y fisuras que recorren sus cimientos. Antes de ello, sin embargo, será pertinente presentar al investigador que dirige la expedición: Quién es Emmanuel Todd.
No estamos ante otro supuesto experto en cualquier cosa, uno de entre tantos opinólogos y comentólogos con acreditación de periodista, académico o activista, difundiendo sesgos explicativos, relatos propagandísticos o simplismos interesados. Su rigor e imparcialidad están muy alejados de los exaltados ideólogos que firman las noticias de política internacional en periódicos o televisiones. Y, hasta donde se sabe, sus investigaciones no están apadrinadas por esos institutos, think tanks u organizaciones no gubernamentales que, cuando no están financiados por mecenas multimillonarios, suelen ser una tapadera más de servicios de inteligencia foráneos.
Después de anticipar la descomposición de la esfera soviética en La caída final (1976) y analizar la decadencia estadounidense en Después del imperio (2002), este ensayista francés ha asumido a cabalidad el cometido de explicar las causas de lo que sería la crisis terminal de Occidente[1]. Ahora bien, no nos apresuremos a darle sepultura al cadáver… antes de que el enfermo agonizante reciba su extremaunción, o siquiera de tomarle el pulso al paciente, necesario resulta identificarlo. Así que se impone un interrogante inicial: Qué es Occidente.
Apartándose de otras definiciones más restringidas, Todd concibe Occidente como un conjunto de países, por ahora de elevado desarrollo educativo y económico, cuya tradición pudiera ser tanto liberal como autoritaria, pero que, como característica actual, forman parte del sistema de poder estadounidense. Estamos hablando de la Anglosfera (Estados Unidos, Reino Unido, Canadá, Australia y Nueva Zelanda), la mayor parte de Europa, e incluiríamos a Japón. Ahora bien, no conviene obviar cuál fue el origen de Occidente…
Además del Renacimiento italiano, fue necesario el protestantismo para que Occidente despegara. Puesto que los fieles debían acceder a las Sagradas Escrituras, el protestantismo alfabetizó a la población. Y la alfabetización generó las condiciones para que la población protagonizase el desarrollo tecnológico y económico de Europa. Asimismo, la lectura de la Biblia en lengua vernácula propició una conciencia colectiva que contribuyó a la formación de orgullosas culturas nacionales.
Por consiguiente, en el origen anglo-germánico de Occidente se encuentra 1) el auge educativo y luego económico, pero también 2) la idea de que todos los humanos no son iguales: la doctrina protestante de la predestinación (hay quienes son elegidos y quienes están condenados), se opuso a la idea católica u ortodoxa de la igualdad fundamental de todos los seres humanos. Ambos aspectos propiciaron el desarrollo de los Estados-nación.
Después de conceptualizar Occidente, ya podemos buscar la causa profunda de su declive, y la encontramos en su nihilismo. Este nihilismo es consecuencia de un estado religioso cero en el que han desaparecido la moral compartida y los valores heredados de la religión, los cuales posibilitaban esas creencias colectivas que subyacen al vínculo cívico-nacional.
Según afirma Todd, el nihilismo es una fase autodestructiva caracterizada por la atomización social y la disgregación de las creencias colectivas. Este proceso comporta que las élites se disocien por completo de las mayorías sociales, siendo su codicia, su insaciable búsqueda de riqueza como grupo de poder desconectado del resto de la sociedad, lo que ha dado lugar a la financiarización de la economía propia del neoliberalismo.
Al concentrar la economía en el ámbito de las finanzas, el neoliberalismo destruye el aparato productivo de los países. Y ese impulso destructivo cuenta con un correlato social: el neoliberalismo convierte en obsoleto el marco nacional de convivencia. Quienes somos parte de Occidente asistimos a la fragmentación de la que fue la relativa compactibilidad de las comunidades nacionales, a la disolución de la cultura común de los miembros de la sociedad política, y a la conversión de esa sociedad en un mercado en el que seres sin moral se encuentran en constante competencia.
Las oligarquías depositan su dinero en unos paraísos fiscales que, si bien consiguen evadir el control de sus países de origen, sí estarían controlados por las autoridades angloamericanas. Y ello explicaría la absoluta sumisión de la clase política europea a Washington. Aquí Todd está sugiriendo una interesante hipótesis: la vigilancia que ejerce la inteligencia estadounidense por medio de la National Security Agency (NSA), que en los últimos años ha espiado a dirigentes de los países aliados, intimidaría a tal punto a las oligarquías europeas que éstas presionarían el aparato político de sus respectivos países para que siguiese la línea que Washington traza en materia internacional, aun cuando ésta sea responsable del suicidio asistido de los países europeos.

De lo comentado hasta aquí ya se infiere que nuestros países, otrora constituidos por una nación activa, hayan pasado a ser una nación inerte; es decir, una nación que, compuesta de ciudadanos apáticos y élites irresponsables, continúa su trayectoria por mera inercia. Y en ese movimiento inercial es que el significado democracia ya carece de sentido. Expliquémoslo…
El ideal democrático implicaba un acercamiento de las condiciones sociales de los miembros de la nación. Pero las aspiraciones de la democracia liberal se encontraban mucho más acá: que los representantes elegidos por sufragio universal actuasen como representantes del pueblo, siempre y cuando este principio mayoritario de la democracia se acompañase del componente liberal expresado en la protección de las minorías.
En la actualidad, sin embargo, la mayoría popular ya no se encuentra representada, y solamente perdura la protección liberal a las minorías: sexuales, étnico-raciales…, pero si hay una minoría especialmente favorecida es la que está determinada por su poder adquisitivo: los ricos. En ausencia de democracia, nuestro sistema liberal no es más que una oligarquía, una oligarquía liberal, con apariencia democrática al conservar instituciones de representación democrática. A decir verdad, ni la élite representa al pueblo ni el pueblo se siente representado por la élite.
Como resultado de lo anterior, en Occidente se expresa una escisión, cada vez más insalvable, entre un pueblo y una élite que desconfían mutuamente entre sí. Se entiende, por consiguiente, que nos dirijamos hacia un sistema político estructurado por ese binomio populismo Vs elitismo que, aunque Todd no lo mencione, pondría fin, de una vez por todas, a la operatividad política del eje izquierda Vs derecha: por ejemplo, ¿no son las actuales izquierdas las que, al apoyar la alianza militar atlantista, la ideología de género y la inmigración masiva, actúan, al menos en estas cuestiones, como punta de lanza de las élites?
La aversión de las élites hacia el que históricamente ha sido su pueblo (especialmente en Reino Unido y Estados Unidos) comportaría su preferencia por otros grupos étnicos y raciales. Puesto que estas élites detentan el poder económico, ante el cual el poder político se muestra simplemente obediente, optan por confeccionar gobiernos compuestos, cada vez en una proporción mayor, por negros y grupos étnicos minoritarios: atrás quedó la clase política WASP (White Anglo-Saxon Protestant), y en su lugar debemos hablar del acrónimo BAME (Black, Asian and Minority Ethnic).
Las clases instruidas, que en un tiempo pasado eran proclives a simpatizar con ideas revolucionarias, actualmente son las portadoras de las nuevas banderas de las élites. Sus reivindicaciones se adecúan al modelo social prescrito en Occidente: la heterogeneidad de los estilos de vida (diversidad) y el movimiento de las poblaciones a escala internacional (inmigración). Y no creo que Todd se mostrase en desacuerdo ante una afirmación como la siguiente…
Aquello que se pretende es una reformulación de la concepción que el pueblo tiene de sí mismo. O tal vez no sea una reformulación, sino una negación de la idea misma de pueblo. La negación de un pueblo arraigado a un sentimiento nacional. Porque es más fácil, quizá no administrar, pero sí actuar inmunemente en una sociedad desestructurada, anómica, carente de positividad, constituida por individuos dispersos o grupos que anteponen sus lealtades particulares. Tanto mayor será el dominio de las élites sobre la sociedad cuantas más fracturas resquiebren la sociedad…, vaciándola de sentido compartido.
Dijo Margaret Thatcher que «la economía es el método; el objetivo es cambiar el alma». Y el alma del neoliberalismo está constituida por un vacío ontológico. El desprecio de las élites hacia el pueblo constata la disociación del poder realmente existente con respecto a unos valores y a una moral que permita estructurar a los individuos como parte de una sociedad cohesionada. También es conocida otra afirmación de Thatcher en la que dice que «la sociedad no existe. Sólo existen hombres y mujeres individuales». En consonancia con ello, los individuos que componen el grupo dirigente, desobedeciendo principios ideológicos trascendentes, se mueven únicamente por incentivos y estímulos procedentes de la red socioeconómica a la que pertenecen.

Y la incidencia de esta situación ya es evidente en el núcleo de Occidente: Estados Unidos. Es evidente a nivel social, con unos índices de pobreza y unas tasas de mortalidad en aumento, y a nivel económico, pues buena parte de la economía estadounidense puede considerarse ficticia a causa de la sobredimensión de su componente financiero, sin descuidar una balanza comercial deficitaria que únicamente se sostiene porque el dólar sigue siendo moneda de reserva mundial.
Ahora bien, que Estados Unidos pueda emitir deuda en forma de dólares que se imprimen siempre que se necesitan es, además de una bendición, una condena. Porque la preeminencia del dólar hace tan rentables ciertas profesiones improductivas que cualquier otra actividad carece de alicientes suficientes para despegar. Así pues, Todd no ve posible que Estados Unidos pudiera reorientar su masa laboral, reindustrializar su economía y, a la postre, estabilizar su sociedad.
Estados Unidos, y por extensión la parcela occidental, ya no ofrece un modelo atractivo para el resto del mundo: The West (Occidente) empieza a ser ninguneado por The Rest (el resto), y prueba de ello es, además de las crecientes adhesiones a los BRICS+, que la mayor parte de países del mundo no siguieron las sanciones contra Rusia. De hecho, Rusia se está sirviendo del conflicto contra Occidente para reivindicarse como adalid de unos valores tradicionales que, en contraposición a la ideología LGBT y a otras divisas progresistas, gozan de más simpatía a nivel mundial. De manera que, en palabras de Todd, «el soft power revolucionario del comunismo ha sido sustituido por el soft power conservador de la era Putin».
Los pueblos y las naciones del mundo quieren conservar su forma de vivir, unas creencias idiosincráticas, un sentimiento colectivo de pertenencia… y quieren conservar, además de cierta estabilidad social, su autonomía política con respecto a Washington. Y, aunque pudiera parecer que estos párrafos han acentuado consideraciones que se apartan de la dinámica geopolítica, lo cierto es que los análisis de Emmanuel Todd están espectralmente atravesados por la más cruda expresión geopolítica: la guerra.
La guerra en Ucrania es un acontecimiento en pleno desarrollo que puede acelerar el desmoronamiento de Occidente. De la guerra se obtienen enseñanzas al respecto de la estructura social, política y económica de los países implicados en la contienda: Rusia, por un lado, el ecosistema OTAN, por otro. Según Todd, no podemos obviar que «Rusia lucha en su frontera», que «está librando una guerra defensiva contra un mundo occidental ofensivo». Comprender el origen de la guerra supone comprender que el eje Berlín-París, que hasta hace pocos años dominaba Europa, ha sido sustituido por un eje Londres-Varsovia-Kiev dirigido desde Washington.
Digamos para concluir que, además de otros indicadores convencionales, la estratificación educativa y las proyecciones demográficas son factores que recorren la investigación de Todd al respecto del declive de Occidente. Pero si el suyo es un planteamiento que para muchos pudiera resultar tan atrevido como sugerente es por la importancia que le otorga a la antropología de las estructuras familiares, así como al fundamento religioso de las poblaciones. Es en este punto, en lo relativo al inconsciente de las masas o las actitudes mentales profundas, que las explicaciones de Todd se muestran especialmente atractivas. Y es ahí donde se observa la causa más recóndita del desmoronamiento de Occidente: el nihilismo.
En el peor de los casos, el nihilismo da lugar a una deificación del vacío que se expresa, a veces por medio de una pulsión de violencia (y la complicidad con la masacre israelí es un ejemplo palmario), a veces mediante la negación de la realidad (y a este respecto, Todd alude a la cuestión transgénero propalada por el espacio occidental). Ambos aspectos, tanto la violencia como el autoengaño, convergen en la arrogancia con la que esa parcela llamada Occidente sigue pensando que se ubica en la centralidad del mundo. Y, sin embargo, buena parte del mundo sabe, o al menos intuye, que Occidente se descompone a medida que se desliza por el desagüe de la Historia.
[1] Todd, Emmanuel. La derrota de Occidente. Akal, 2024 [La défaite de l’Occident. Gallimard, 2024].