Mayo 2021 / Publicado en El Viejo Topo
¿Podría pensarse el progresismo contemporáneo –caritativo y compasivo, vanguardista y festivo– como el programa sociocultural del capitalismo? El autor nos invita a pensar el progresismo como un conglomerado ideológico, principalmente de corrientes lúdicas y sensibilidades éticas, surgido de la misma ontología liberal a la que asiste.
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No podrá negarse que, en comparación con tiempos no tan lejanos, han sido considerablemente comprimidas las perspectivas viables de implementar transformaciones políticas de amplia envergadura. La socialdemocracia de posguerra dejó de ser esa fuerza política cuyo desiderátum histórico parecía ser la contención de los desmanes del capitalismo para asumir el nuevo cometido de contener el descontento popular que generaba un capitalismo que ahora se encontraba desatado.
Siendo prácticamente análogas las políticas económicas que realizan las antiguas formaciones democristianas y las socialdemócratas, las segundas, que cuentan con la necesidad imperiosa de diferenciarse de las primeras, asumen una estandarizada retórica progresista. Por consiguiente, la divisoria de lo que a la opinión pública se le presenta como izquierda y derecha se ubica entre aquello que queda del lado del progresismo y aquello que aparentemente se le opone.
Creyéndose el cuento del progresismo como criterio de distribución de las posiciones políticas, a las formaciones políticas que se reivindican a la izquierda de la otrora socialdemocracia no les queda otra que radicalizarse a partir de la asunción de un elenco de propuestas y algazaras progresistas. Así pues, aquello que distinguiría la socialdemocracia al uso con las formaciones políticas que se consideran a sí mismas verdaderamente de izquierdas es que estas últimas han redoblado la apuesta progresista.
Quedando encasilladas en ese espacio simbólico, las formaciones supuestamente de izquierdas serían abanderadas de temáticas progresistas. Ahora bien, ¿es la izquierda soluble al progresismo? ¿Qué entendemos por progresismo? La tesis que pretenderemos contrastar es que el estatuto ontológico del progresismo resulta definido por el liberalismo.
Para entender el mundo en que vivimos debemos comprender las lógicas subterráneas que operan por debajo de aquellos fenómenos cuya escorrentía es superficial, pues no es sino a un determinado estrato de profundidad que se observa la composición de los materiales que configuran el relieve litológico de una determinada formación social. A tenor de lo cual, nos será posible considerar que el capitalismo actúa como agente dinámico en la morfogénesis del progresismo, influyendo así en la fisonomía sociocultural de nuestro paisaje humano.
Los orígenes del progresismo
Por lo que respecta a su génesis conceptual, podríamos considerar que el origen del progresismo se encuentra en aquella tendencia política surgida tras 1968: el gauchismo. Si por algo se caracterizó inicialmente ese gauchismo (izquierdismo a la francesa, podríamos decir) fue por el desprecio hacia los obreros. ¿Por qué? Desentendiéndose de las revueltas de Mayo, a las que consideraban aventurismo espontaneísta, las organizaciones comunistas en que los obreros se encuadraban (CGT y PCF) aceptaron beneficios laborales (Acuerdos de Grenelle) y, de este modo, contribuyeron al mantenimiento del sistema político.
En virtud de lo anterior, los obreros resultaban ser conservadores a criterio de muchos de aquellos estudiantes universitarios que, posteriormente, ocuparían puestos de mando en el ámbito administrativo, serían cuadros políticos o nuevos académicos. Estos profesionales, tanto más asumían posiciones de poder, más se alejaban de unos obreros que, habiendo traicionado al espíritu sesentayochista, generaban amplia aversión. Dicho esto, tal vez solo sea necesario seguir la pista de Daniel Cohn-Bendit… seguir su recorrido, paso por paso, hasta su apoyo a Emmanuel Macron.
Desde una perspectiva amplia con la que pretender abarcar el conjunto del sistema-mundo, Wallerstein observa que los incidentes de 1968 fueron el momento culminante de un ciclo revolucionario de alcance mundial[1]. El desvanecimiento de las expectativas generadas, principalmente por las inaplazables ansias revolucionarias de la juventud, comportó el descrédito de los movimientos sociales de orientación obrera (la «Vieja Izquierda») en sus distintas modalidades: el socialismo, el comunismo, y los movimientos de liberación nacional en los países descolonizados.
Habida cuenta de ello, los movimientos sociales –«movimientos antisistémicos», según la expresión de Wallerstein– modificaron 1) sus formas organizativas, y 2) la estrategia política que guía su horizonte de actuación. La disposición concéntrica resulta sucedida por otra reticular: el centralismo democrático da lugar a formas de organización flexibles y horizontales. Asimismo, la clase obrera (concebida como sujeto activo del proceso de producción y, a la vez, objeto de explotación) resultará desbancada por «las denominadas gentes olvidadas» (mujeres, homosexuales… así como minorías religiosas, étnicas, raciales…)[2].
En lo concerniente a la estrategia política, debe decirse que el movimiento obrero tradicional asumía un planteamiento secuencial: la toma del poder estatal era fundamental para que, en una segunda fase, fuese posible transformar la sociedad. Pero los nuevos movimientos sociales, surgidos tras los acontecimientos del 68, desconfían de unas instituciones a las que se consideran un espacio de burocratización y corrupción.
Con el propósito de prescindir del armazón estatal –que a partir de la II Internacional se consideraba imprescindible para alterar las relaciones de poder–, estos movimientos sociales posteriores al 68 asumirán las prácticas localistas y autonomistas propias de la política prefigurativa. A partir de ese momento, la revolución ya no será tanto una cuestión de acumulación y concertación de fuerzas políticas, sino de sensibilidad.
Si los obreros no hicieron la revolución, por cuanto se habían vendido a cambio de mejoras en el ámbito laboral, ¿quién estaba llamado a realizar la revolución? Tal vez aquellos que se encontraban en los márgenes sociales: colectivos especialmente discriminados como los locos, las prostitutas o los inmigrantes. Pero ¿acaso seguía siendo válido un concepto como el de revolución? Tal vez fuera mejor expresar nuestras ansias de desarrollo humano y plenitud emocional por medio de nuevas gramáticas de impronta estadounidense que, antes de ser estrictamente políticas, podrían considerarse morales o sentimentales[3].
Estos radical sixties que inicialmente se vinculaban a planteamientos izquierdistas, cuya influencia del racionalismo marxista resultaba variable, se fueron aburguesando en la medida que se insertaban en las estructuras políticas y económicas. Su actitud transgresora e iconoclasta se expresaba por medio de una sensibilidad libertaria que ya no debía preocuparse al respecto de la organización del movimiento obrero, pues, a decir verdad, la libertad se encontraba mucho más acá de le grand soir: en esos pequeños detalles, gestos, espacios o paréntesis que conforman la vida cotidiana, aquello que George Perec denomina «lo infraordinario».
Sobre esa cotidianidad es que se desplegó una crítica al capitalismo cuya movilización, no solo resultaba adaptarse a su propia dinámica –la dinámica del proceso de acumulación de capital–, sino que, además, lograba propulsarla. A esa crítica los sociólogos Boltanski y Chiapello la han denominado «crítica artista», y la caracterizan del siguiente modo: «hunde sus raíces en la invención de un modo de vida bohemio» y recurre a la indignación ante «el desencanto y la inautenticidad» derivada de la «opresión» sobre «la libertad», «la autonomía» y «la creatividad»[4].
Asimismo, la crítica al ambiente asfixiante y potencialmente totalitario que supuestamente caracterizaba a las organizaciones y a los países al servicio de la clase obrera favoreció que los elementos destacados del izquierdismo, haciendo de la liberación del individuo su principal combate, asumieran tácitamente el liberalismo. En consecuencia, no será difícil trazar un itinerario que nos lleve desde la enfatización de la autenticidad personal del izquierdismo libertario a, posteriormente, la eclosión de un mercado de identidades.

Sin embargo, los «valores auto-expresivos», según dirá Ronald Inglehart, se encuentran en concordancia con el movimiento sistémico de las sociedades occidentales. Porque la aparición y continuidad de los nuevos actores sociales no puede desvincularse de aquellos factores estructurales que se relacionan con la reorganización del capitalismo. Aludimos a las reestructuraciones económicas que, a partir de los años setenta, dan lugar a una sociedad posfordista donde el consumo de bienes y servicios asumirá amplia prioridad con respecto a la producción fabril.
A este respecto, Alberto Melucci prestó especial atención a la influencia que tuvieron, sobre la experiencia cotidiana de los sujetos, los procesos de transformación estructural de las sociedades en el capitalismo avanzado. «En este tipo de sociedades, afirma Melucci, las circunstancias han cambiado radicalmente con respecto a épocas precedentes, cuando los individuos disponían de anclajes referenciales sólidos y permanentes». Ahora, «el yo debe ser capaz de jugar y aprender a decidir quién es y qué quiere»[5].
Por su parte, Michel Clouscard supo observar con perspicacia que el izquierdismo radical de marchamo sesentayochista (al que denomina «liberalismo libertario») resultó una palanca con que alzaprimar, por medio de un proceso cultural lúdico y libidinal, el advenimiento de un «capitalismo de la seducción» impulsor de mercados de deseo y de modelos de consumo transgresivo[6]. Aumentaban las profesiones improductivas para unas clases medias emergentes que, por medio de su sensibilidad por lo singular y su anhelo de autorrealización personal, al capitalismo le proporcionaban significados emancipadores[7].
Aquello que se está diciendo es que, «para lograr la adhesión de las personas –afirman Boltanski y Chiapello–, el capitalismo tuvo que incorporar un espíritu susceptible de proporcionar perspectivas de vida seductoras y excitantes, [ofreciendo] argumentos morales para poder continuar haciendo aquello que se hace». En otras palabras, «el nuevo espíritu del capitalismo» –según lo han llamado estos sociólogos– es «este conjunto de creencias asociadas al orden capitalista que contribuyen a justificar dicho orden y a mantener, legitimándolos, los modos de acción y las disposiciones que son coherentes con él».
Aunque pudieran resultar insuficientes, las consideraciones expresadas permiten sostener que la fase posfordista del capitalismo, cuya consolidación precisó de las políticas neoliberales aplicadas a partir de los ochenta, requería legitimarse por medio del imaginario que aportaba ese izquierdismo radical o izquierdismo libertario que, empapándose de liberalismo, ha devenido finalmente en aquello que aquí entendemos como progresismo.
La unidad de sentido del progresismo
Después de rastrear su proceso embrionario, resulta pertinente considerar que el progresismo sería, a un mismo tiempo, revolucionario y antirrevolucionario. Revolucionario porque asiste en el plano sociocultural a aquellos desarrollos económicos que dinamitan las formas de vida que se resisten a ingresar a los circuitos de reproducción ampliada de capital. Antirrevolucionario porque logra desviar aquellas energías revolucionarias susceptibles de canalizarse por medio de un proyecto político superador del modo de producción capitalista.
Las dos características referidas en ningún caso suponen una contradicción constitutiva del progresismo por cuanto, antes bien, le otorgan su unidad de sentido. De hecho, si lo que queremos es sistematizar el progresismo, no podemos obviar los aspectos a los que nos acabamos de referir: estas dos características (revolución y antirrevolución) constituirían los cometidos axiales del progresismo. Serán desarrollados a lo largo de este escrito, pero los podemos resumir aquí:
1) Aclimatar las condiciones socioculturales que favorecen el desarrollo del sistema económico capitalista y, particularmente, la evolución de la economía posfordista hacia las industrias creativas de la cultura y del entretenimiento individualizado de masas. A tales efectos, el progresismo deconstruye las instituciones sociales con el propósito de descomponerlas en una serie de estilos de vida (identidades) subordinados a la mercantilización generalizada del mundo. Como veremos, el progresismo es a lo sociocultural ese proceso de destrucción creativa que el (neo)liberalismo resulta ser, más específicamente, en el plano de la política económica.
2) Impedir una crítica cabal, por medio de un desarrollo teórico riguroso, susceptible de materializar formas de agregación sociopolíticas conducentes al socialismo o, por no emplear ese concepto proscrito, a una sociedad en la que se halla democratizada la ganancia resultante del excedente socialmente producido. Como veremos, el progresismo se nutre de las mismas fuentes ideológicas –el liberalismo– que promueve el capitalismo y, por ello, puede entenderse como un subproducto sofisticado de éste: favorece sus necesidades productivas al tiempo que expresa una actitud levantisca e irreverente que neutraliza una crítica política efectiva.
En síntesis: el progresismo podría considerarse revolucionario porque contribuye a acelerar las fuerzas productivas, y es antirrevolucionario porque contribuye a congelar las relaciones sociales de producción. Digámoslo ya: la progresía es la mascarada del capitalismo, su cabalgata iconoclasta. El progresismoes gatopardismo refinado, disidencia de bandera falsa.
El progresismo es revolucionario
A ratos de manera festiva y libertina, a ratos abnegada y puritana, el progresismo nos introduce dentro de la esfera de significación cognitiva que requiere un sistema de producción social que, para poder sobrevivir –ampliando o generando nuevos mercados–, debe estar constantemente alterando –podríamos decir: revolucionando– sus propios resortes. Esta idea parte de un presupuesto, ya visto por Marx y Engels[8], que ha sido debidamente expresado por David Harvey:
«El capital es un proceso de reproducción de la vida social a través de la producción de mercancías […]. Sus pautas operativas internalizadas están destinadas a garantizar el dinamismo y el carácter revolucionario de un modo de organización social que, de manera incesante, transforma a la sociedad en la que está inserto. El proceso enmascara y fetichiza, crece a través de la destrucción creativa, crea nuevas aspiraciones y necesidades, explota la capacidad de trabajo y el deseo humanos, transforma los espacios y acelera el ritmo de la vida»[9].
Ahí está el meollo de la cuestión; ahora en palabras de Esteban Hernández: «El capitalismo no puede desplegar una nueva etapa de destrucción creativa o de acumulación por desposesión sin transformar al mismo tiempo las estructuras y las bases culturales. Debe revolucionar las relaciones de producción, y con ellas las relaciones sociales, y para ello precisa tanto de un conjunto de acciones como de una legitimación discursiva»[10].
En efecto, no descubrimos nada afirmando que el modo de producción capitalista, lejos de ser inherentemente conservador o renuente al cambio, se encuentra necesitado de rupturas por medio de las cuales asumir nuevos impulsos; o lo que es lo mismo, el capitalismo solamente puede dilatarse temporalmente si se haya jalonado por reajustes y reconversiones. De ahí la importancia del progresismo, y de sus manifestaciones empíricas: los movimientos activistas que, en el plano sociocultural, facilitan la incesante tarea del capitalismo por reinventarse.
No sería disparatado suponer que eso a lo que denominamos capitalismo, que imprime a la sociedad una aceleración constante, ha contribuido más que cualquier movimiento social a la erosión del patriarcado o de la moral sexual tradicional. Como sostiene Pietro Barcellona[11], «el proceso productivo se presenta objetivamente como un gran flujo […] que atraviesa los espacios tradicionales destruyéndolos y que anula las distancias temporales». Significa esto que las sociedades capitalistas se encuentran en movimiento perpetuo, y eso sería algo que actualmente el progresismo contribuiría a legitimar.

Ahora bien, no debemos ser malinterpretados: aquello que le podemos reprochar al progresismo no está en que socave las bases de una autoridad y de un orden que ya fueron puestos en entredicho desde el surgimiento mismo de la modernidad, sino en que, en la medida que lubrica las reconfiguraciones del (des)orden capitalista, arramble con la consistencia y permanencia del ecosistema social que necesita la vida humana a fin de parapetarse de la acometida del capital.
La competencia virtual entre diferentes grupos sociales que buscan un reconocimiento específico de su identidad particular dificulta que los sectores populares generen anticuerpos defensivos a los procesos de explotación y desposesión. La tarea que inconscientemente cumplen los progresistas es, en buena medida, adaptar los esquemas de pensamiento dominantes, así como las formas de vida asociadas a susodichos modelos mentales, a las exigencias concomitantes a las transformaciones del capitalismo en su fase contemporánea.
Una afirmación como la anterior puede sostenerse desde el momento en que reconocemos que los valores tradicionales auspiciaban una organización estable del empleo, así como una demarcación relativamente nítida entre la producción y la reproducción social, que son incompatibles con el patrón de acumulación posfordista que caracteriza nuestras sociedades: las nuevas modalidades de empleo, mayormente intermitentes e inconsistentes, así como la intensificación de los procesos de consumo por encima de los procesos productivos, requieren de nuevas formas de legitimación social.
La flexibilidad y discontinuidad del mercado laboral encuentra su correlato en la fluidez e intercambiabilidad de las identidades personales y de los vínculos afectivos que promueven determinadas modas progresistas, así como la necesidad de una fuerza de trabajo itinerante y remplazable encuentra su expresión en el sinfronterismo e inmigracionismo. Sobre esta última cuestión, piénsese en la promoción del libre tránsito de personas, a escala internacional, que propala ese progresismo ingenuo que se ampara en abstracciones tales como la ciudadanía mundial.
Aunque peligroso sea suscribirlo no pareciera insensato sostenerlo: «el capital nos quiere a todos migrantes y desarraigados, es decir, “ciudadanos globales”, más precisamente, ya no ciudadanos de los Estados nacionales con derechos y deberes»[12]. ¿Debemos ocultar que la inmigración repone la fuerza de trabajo sin los costes asociados a la crianza y a la educación, y que contribuye a la devaluación salarial por cuanto incrementa la oferta de mano de obra y, por consiguiente, limita el poder de negociación sindical?[13].
Y, después de lo anterior, podríamos seguir planteando un largo etcétera de propuestas o sensibilidades progresistas bajo las cuales, a poco que se rasque sobre su lustrosa superficie, se encuentran aquellas mutaciones sociales y culturales que necesita el capitalismo de vanguardia para desembarazarse de las regulaciones que pautaban el mundo fordista. A fin de darle consistencia a planteamientos tan abstractos, veamos unos ejemplos más.
¿Qué supone la legalización de la marihuana sino un negocio de amplia rentabilidad por explotar, además de una forma por medio de la cual tratar de disipar la conflictividad social? Ahora más cerca de la positivización jurídica: la ‘Ley Trans’… ¿Qué supone la autodeterminación subjetiva del sexo, además de un nuevo impulso para la industria fármaco-quirúrgica, sino el fleco del cual estirar a fin de deshilachar la urdimbre social sobre la cual se dibuja cualquier identidad que no se encuentre a la deriva de las flotantes y mudables inercias del mercado?
Tengamos por un momento presente que la extensión del comercio, en aras de conformar un mercado único mundial, requiere fulminar las trabas arancelarias que protegen la producción nacional frente a la competencia internacional. De la misma manera, el progresismo contribuye a desgastar aquellas relaciones sociales que preservan a las personas de las formas mercantiles de interacción que, en su autopropulsada aceleración, se dilatan por la formación social.
El capitalismo persigue la expansión de la mercantilización de la vida, lo cual resulta posible cuando las personas se quedan inermes ante unas necesidades –o unos caprichos– que solo el mercado puede saciar. La desagregación de los vínculos sociales resulta acelerada por esa sensibilidad delicuescente de la que participan los desarrollos más originales del progresismo, y que tan bien se encuentra representada en los trasmundos proyectados por la serie-comercial de Gucci: ‘Ouverture of Something That Never Ended’ es el epítome de una humanidad aséptica, solipsista y sumisa[14].
¿Cuándo la psicología humana resulta en mayor medida permeable a los impulsos de la moda y, por extensión, a los estímulos mercantiles? Cuando los procesos de configuración de las identidades, en lugar de remitir a las relaciones sociales en las cuales los individuos se encuentran objetivamente insertos, son experimentadas como estilos de vida al vaivén de preferencias coyunturales[15]. Y esto es algo que el progresismo potencia en su alborotada celebración de las identidades, exhibidas como modelos de cartón en un escaparate[16].
«¡Qué devenir inagotable para las inversiones mercantiles el surgimiento, en forma de comunidad reivindicativa y de pretendida singularidad cultural, de las mujeres, de los homosexuales, de los minusválidos, de los árabes! Y las combinaciones infinitas de rasgos predicativos, ¡qué ganga! ¡Los homosexuales negros, los serbios minusválidos, los católicos pedófilos, los islamistas moderados, los sacerdotes casados, los jóvenes ejecutivos ecologistas, los parados sumisos, los jóvenes ya viejos! En cada momento una imagen social autoriza nuevos productos»[17].
Como si se tratase de un proceso digestivo que rápidamente metaboliza los imaginarios novedosos dándoles un afeite reluciente, nada más eficiente que el progresismo a fin de preparar las condiciones psicosociales con las que hacer proliferar nuevos segmentos de mercado ¡éticamente responsables! Fácil sería suponer que el dechado corresponde al comercio de los productos alimenticios ecológicos, orgánicos, biológicos… (sin lugar a duda, un patrón de consumo que debiera poder universalizarse).
Pero hay más. Otras tantas muestras de progresismo cuyos límites y/o inconsistencias son evidentes: señales de tráfico inclusivas, guías para el uso no sexista del lenguaje, comida halal en los comedores escolares, concentraciones para la dignidad de las plantas, festivales de cine de diversidad afectivo-sexual, realfooding para mascotas, campañas de normalización de los cuerpos gordos, consumo plastic free, talleres de teoría queer para niños, performances artísticas contra el machismo, cementerios para animales de compañía, mannequin challenges por la igualdad, aplicaciones de citas para veganos…
Cualquier cosa se puede encontrar en la tómbola de las fruslerías de la feria progresista. Sin embargo, no todo son sandeces. A los anteriores casos debemos sumarle otros más inquietantes. Un ejemplo es la creación de un plan piloto para impartir religión islámica en los institutos públicos. Otro, la así llamada perspectiva de género en derecho penal, con el subsiguiente riesgo de que éste deje de ser derecho de acto y devenga derecho de autor[18].
Podríamos decir que el progresismo es esa nebulosa de pensamientos y sensibilidades –muchas veces incoherentes y contradictorios– sobre la sociedad y su cultura que irradia las necesidades –instrumentalmente coherentes–, por parte del capitalismo, de descomponer el ordenamiento social y la cultura material compartida por los miembros de la sociedad. A falta de instituciones socioculturales a partir de las cuales acomodar los usos y las costumbres de la vida común, resulta dable sospechar que el mercado gane importancia como marco de sentido desde el que sentir, pensar y actuar.

Estas consideraciones nos invitan a pensar que las identidades proteicas que enarbola el progresismo pueden considerarse como los catadióptricos que reflejan la obsolescencia programada presente en el ámbito de la producción material e inmaterial. Una economía basada en la producción de bienes y servicios efímeros predispone una sociedad basada en relaciones e identidades efímeras. Y viceversa. Una sociedad líquida, en que la inconsistencia e inestabilidad que caracterizan el ámbito productivo se han extendido ya a las relaciones personales y a las identidades subjetivas[19].
Pero, a fin de no desviarnos del asunto, recordemos brevemente la prosapia que le atribuimos al progresismo: el desarrollo histórico del proceso de producción capitalista resulta lubricado cuando las expresiones de la acción colectiva contestataria son absorbidas, moduladas y promovidas por el propio sistema capitalista. ¡Open Society Foundations! Son los mismos valores de diversidad y de tolerancia, así como de apertura e innovación, aquellos que orientan, simultáneamente, el progresismo ético-político y el desarrollo económico-empresarial.
No es necesario sacar a colación los ya clásicos ejemplos de Coca-Cola y de Benetton. Asimismo, sería fácil acudir a los mensajes con que se publicita una ‘startup’ de ecoturismo, coaching o aprendizaje de idiomas. Pongámosle el ojo al reciente anuncio de una empresa dedicada a la logística de hidrocarburos: “Inventar soluciones para el progreso de las personas; crear un mundo mejor para todos; crecer y adaptarnos al cambio; [somos] una compañía ágil y flexible, que aprovecha su experiencia en la gestión de productos químicos para diversificar sus actividades e innovar en nuevos sectores”[20].
Ahí se encuentra el cometido del progresismo: situar en el centro de gravedad del debate público una serie de núcleos semánticos que contribuyen a embellecer las transformaciones de la estructura productiva de nuestras formaciones sociales. Poco importa hacia donde nos lleva el progresismo, pues de lo que se trata es de avanzar. En el progresismo se ensambla el culto a la innovación tecnológica con la idolatría a la novedad cultural; en el progresismo se imbrica el movimiento de la sociedad con el desarrollo de las fuerzas productivas.
El progresismo es antirrevolucionario
El progresismo contribuye a que la clase social –o si lo preferimos, el pueblo– estalle en una miríada de proyectos particulares. El resultado es una diversidad de grupos de interés que, como si fueran pequeños lobbies, exigen mercancías diferenciadas para su peregrina e hipertrofiada identidad. En sus vanas pretensiones de reformar o, en algunos casos, incluso superar al capitalismo, el progresismo da lugar a una plástica multiplicidad de formas de vida que son necesarias para absorber una oferta de mercancías que, a causa de la dinámica del modo de producción capitalista, se encuentran en constante proceso de renovación[21].
Pero debemos destacar otra consecuencia, si cabe más relevante, de esa espiral de fragmentación de grupos minoritarios con reivindicaciones autorreferenciales. Como tratará de argumentarse en las siguientes líneas, el progresismo supone una constelación de estilos de vida supuestamente subversivos que contribuyen a opacar una crítica verdaderamente coherente y consistente a los procesos que producen y reproducen nuestras formaciones sociales. En su crítica al capitalismo, el progresismo se encuentra formateado a partir de los mismos presupuestos ideológicos que participan del capitalismo y propagandizan su catálogo mercantil.
Para empezar a dilucidar la cuestión, empecemos por mencionar que el núcleo duro del progresismo encuentra su nicho social entre aquellos que aspiran a ganarse la vida en el ámbito creativo o en la industria cultural. En otras palabras, la base social del progresismo se sitúa, principalmente, en los segmentos de población cuyo espacio profesional potencial se haya modulado por las innovaciones económicas del capitalismo en su fase posfordista. Nos referimos a la juventud urbanita, de estilo de vida cosmopolita, principalmente orientada a las tecnologías de la comunicación.
Al respecto de lo cual, resulta pertinente citar a Marvin Harris: «Los problemas de la sociedad no deben explicarse en lo sucesivo en función del modo de producción, sino del modo de discurso, y la generación de conocimiento se considera más importante que la producción de bienes o servicios. ¿Puede concebirse una teoría mejor predispuesta a la aprobación de aquella parte de la población activa que se gana la vida vendiendo palabras?»[22].
Precisamente el «giro lingüístico» es uno de los puntales de ese academicismo posmoderno que, fundiéndose con los intereses objetivos de las clases dominantes, da lugar al progresismo contemporáneo. Porque las estructuras de poder son completamente inmunes a la imprecisa fraseología posmoderna, así como a la indeterminación y a la contingencia como posibilidad política que glorifica el pensamiento posmoderno[23]. Pero las lógicas desmovilizadoras del posmodernismo colisionan con una realidad, demasiado testaruda, que arraiga en la insatisfacción de las expectativas sociales.
Puesto que en demasiadas ocasiones las promesas del capitalismo posfordista resultan incumplidas, la actitud indignada del progresismo goza de mayor predicamento entre los «jóvenes defraudados en sus expectativas y radicalizados ante el riesgo de “exclusión”». Esta «juventud urbana compuesta de diplomados sin empleo fijo» (a la que podríamos considerar como una suerte de «neoproletariado posindustrial de diplomados mileuristas») corre el riesgo constante de confundirse, a razón de las circunstancias laborales existentes, con los trabajadores sin formación académica[24].
Debían estar llamados a engrosar la antigua clase media, a saldar su compromiso para con los demás mediante donaciones regulares a alguna ONG y no solo firmando peticiones de change.org, pero la situación histórica proyecta sobre los profesionales de la producción inmaterial un constante riesgo de desclasamiento. A razón de la precariedad que caracteriza las condiciones materiales de estos segmentos de población, su prestigio radica en un elevado capital cultural que debe ser enfatizado por medio de la extremada pulcritud ética que resulta consustancial al progresismo.
Se entiende así que, ante la amenaza persistente de declive social, los jóvenes precarios con elevada formación profesional asuman constelaciones de sensibilidad ideológica que tanto contrastan con los sistemas de valores y creencias característicos de aquellos grupos de población que simbólicamente se encuentran por debajo de su ubicación social. De lo que se trata, inconscientemente, es de diferenciarse de la clase obrera sin cualificación profesional que, en buena medida, sigue valorando aquella regulación fordista de la vida que dotaba de estabilidad y certidumbre a las trayectorias biográficas y que posibilitaba expectativas de progreso material intergeneracional.
En oposición a unas actitudes populares que son percibidas como arcaicas, rebosantes de prejuicios apegados al terruño, el progresismo tenderá a la sofisticación petulante del pensar y del actuar. La percepción de los profesionales progresistas al respecto de sí mismos será la de ciudadanos del mundo, algo que se encuentra en concordancia con unas aficiones y/o actividades laborales directamente conectadas a redes globales. Asimismo, esta circulación –sea aspiracional o efectiva– por un espacio social y económico transfronterizo contribuye a difuminar cualquier atisbo de orgullo patriótico[25].
Una consideración como la anterior puede resultar de utilidad para comprender la veneración del progresismo a la alteridad cultural, pero también sexual, racial… De hecho, la fascinación que en el progresismo causa el Otro diferente –la transustanciación de su buena conciencia humanista– induce a pensar que la diversidad resulta instrumentalizada como una forma de ocultar la desigualdad: en la cartografía cognitiva progresista, donde resultan sobredimensionadas diferencias tantas veces irrelevantes, apenas se hayan representadas aquellas segmentaciones sociales verticales que diferencian a los ricos de los pobres.

Cuando el progresismo observa nuestro entorno humano aquello que visualiza es un compuesto nacarado de colectivos diversos cuyo grado de agravio o subrepresentación padecido resulta el criterio principal por medio del cual conceptualizar la totalidad social. Nos encontramos ante un descriptivismo fenoménico (en muchas ocasiones movilizado por fuerzas emocionales criptoidealistas) que no es más que la secuela postestructuralista de la incapacidad de pensar sistemáticamente pautas de relaciones sociales que respondan a factores objetivos. Se empieza ya a vislumbrar el relativismo liberal…
El progresismo se focaliza –y se escandaliza– a partir de expresiones fenoménicas (sean lingüísticas, culturales, psicológicas…), en ocasiones sumamente particulares (un gesto, una frase, una costumbre…), que carecen de esquemas explicativos: el fenómeno que debe explicarse (explanandum) se confunde con la explicación de ese fenómeno (explanans). Y en ocasiones ciertas abstracciones sociales son conceptualizadas a partir de explicaciones que bordean la falacia circular: “la prueba de la existencia del patriarcado son las actitudes machistas que existen a causa del patriarcado”[26].
Las propuestas del progresismo, en el caso de ser específicamente políticas y no simplemente éticas, raramente se encuentran precedidas por análisis rigurosos que tengan en consideración los condicionamientos objetivos, las oportunidades y las constricciones de los cursos de acción colectiva. Estas limitaciones teórico-praxeológicas suelen ser tanto más acusadas cuanto mayor es la estridencia y los aspavientos que las oculta: por un lado, su agresividad aparentemente transgresora y, por otro lado, la simplificación y/o adulteración de las posiciones políticas en el debate público.
De lo anterior se sigue que todo aquello que no se deje arrastrar por las corrientes progresistas sea inmediatamente tildado de fascismo, machismo o xenofobia. Ante posibles discrepancias, no hay argumentación necesaria: son cada vez más los grupúsculos progresistas que identifican la crítica –pongamos por caso a la libre circulación de trabajadores, mercancías y capitales– como una expresión inconfesada de fascismo, de racismo y de cuantos sambenitos se sirvan para anatematizar a quienes no comulgan con el dogma progresista. Tal vez el heteropatriarcado sea la favorita de sus maladies imaginaires.
Aunque sean múltiples y abigarradas sus variantes, en no pocas ocasiones el progresismo, en tanto que campo de sentido compartido, es una comparsa carnavalesca de activistas alborotadores, agitadores de Twitter pertrechados por su crítica moral y su armamento emocional, incapaces de cuestionar los fundamentos del (des)orden socioeconómico establecido. «Entonces, nuestras batallas electrónicas giran sobre los derechos de las minorías étnicas, los gays y las lesbianas, los diferentes estilos de vida y otras cuestiones de ese tipo, mientras el capitalismo continúa su marcha triunfal»[27].
A fin de no reconocer la contradicción Capital-Trabajo, es característico del progresismo fantasear foucaultianamente con una trama de relaciones de dominación que enmaraña cada parcela de lo social. La oposición entre el accionariado y los empleados de base es remplazada por la controversia sobre el uso de la falda como parte del uniforme. Cualquiera que sea la discriminación susceptible de ser percibida sirve para soslayar que la subsistencia vital de los trabajadores –independientemente de su condición de género o sexual, étnica o racial– depende en grado amplio de los detentadores de capital.
Esto no significa que las clases sociales sean «la única categoría de agrupamiento social o de acción colectiva», ni que no existan «otras contradicciones susceptibles de generar confrontación», pero cierto es que «el capitalismo puede ir integrando las diferencias de otro tipo, pero nunca las de clase»[28]. Se comprende, por tanto, que la descollante importancia que para cualquier sociedad tienen las formas en que se produce y distribuye la riqueza es algo que se desvanece en el sentir de época progresista.
El progresismo no está orientado a la supresión de la explotación de unas personas por otras, algo que –nos recuerda Erik Olin Wright– halla su origen en las relaciones sociales de producción. La explotación es remplazada por la ofensa, y darle dignidad moral al agraviado es la forma de avenirse al mundo realmente existente. «Parece como si una sociedad de minorías, empeñadas en autopresentarse y narrar su identidad, aboliese las condiciones mayoritarias de vinculación (y desvinculación) con el proceso productivo y los mercados de trabajo»[29].
En una sociedad carente de vínculos profundos y de compromisos amplios, una sociedad cuyas inercias atomizantes nos sitúan a las puertas de un cosmopolitismo desarraigado y huero, es comprensible que los individuos sientan una ineludible necesidad de reivindicar una identidad singular o grupal susceptible de reconocimiento. Pero la constatación de esta situación no faculta para disimular que, en nuestras sociedades, sean estructurales, y de naturaleza socioeconómica, aquellas circunstancias que a las personas nos impiden vivir una vida en condiciones dignas.
Las identidades son para el progresismo como los colores: la diversidad de las identidades, representada por variopintos grupos minoritarios, es esa paleta policromática por medio de la cual colorear –tratar de camuflar– unas desigualdades sociales que, lastimosamente, persisten bajo las capas de pintura vertida. Desde la comunidad elegebeté a los antiespecistas macrobióticos, pasando por aquellos cuya identidad ha sido marcada por haber padecido body shaming durante la adolescencia. ¡Opresiones por doquier!
Pero en el esnobismo propio de los progres no hay conciencia de clase, pues el progresismo es en sí mismo el resultado de sepultar las clases sociales situando encima cuantas discriminaciones y exclusiones la alquimia progresista sea capaz de concebir. Nada que no contribuya a solucionar una película made in Hollywood cuyos protagonistas sean mujeres, negros o gais. No en vano, el progresismo carece de aspiraciones consecuentemente radicales. ¿Acaso sea liberalismo cultural recubierto de una actitud subversiva?
¿El progresismo es liberalismo?
Aunque anticipásemos la respuesta, no sería posible entender que el progresismo sea un afluente del liberalismo a menos que advirtamos lo siguiente: de la misma manera que la rasante del liberalismo es la apelación a la libertad (negativa) de los individuos como mecanismo conceptual por el cual escindirse de los asuntos comunes, la unidad de las clases populares resulta diluida por medio del credo progresista a las identidades particulares.
Puesto que las dimensiones de este escrito exigen simplificar la cuestión, deberemos prescindir de aquellas fundamentaciones conceptuales que sustentan un planteamiento como este: así como el liberalismo privilegia las iniciativas individuales por encima de cualquier diseño político elaborado en pos del bien común, el progresismo suele anteponer los marcos de actuación particulares de las comunidades étnico-culturales –pero también de tribus urbanas y otros colectivos identitarios– por encima de cualquier proyecto que interpele al conjunto de los miembros de la sociedad política[30].
Las elaboraciones teóricas del academicismo posmoderno, campo de cultivo del que se nutren buena parte de las ideas del progresismo, se ensamblan ergonómicamente a la configuración cultural del liberalismo. La operación fundamental consiste en ampliar el espectro de unidades autorreferenciales y autotélicas: de los individuos –liberalismo– a los grupos minoritarios –progresismo–, manteniendo un relativismo axiológico por el cual resulte inviable gestar algo así como una ‘voluntad general’ que mancomune los miembros de la sociedad en aras de un proyecto político compartido.
Dicho de otro modo: la exaltación liberal de las identidades subjetivas –cuya razón de ser radica en fragmentar el cuerpo social susceptible de ser encarnado por las clases populares– es recogida por un progresismo cuya aptitud consiste en su capacidad para declinar esas identidades no ya solo individualmente, sino también grupalmente, y reproducirlas ilimitadamente por mor de las múltiples combinaciones que permite la interseccionalidad identitaria.
De modo que, por ejemplo, un ‘hombre homosexual’, al considerar que su orientación sexual –por sí misma– le sitúa en un mundo subjetivo/percibido específico, asumiría un compartimento identitario distinto al de un ‘hombre heterosexual’. Esa casilla identitaria aún podría resultar en mayor medida excluyente si ese hombre cuenta con otras características –como ser mestizo, disléxico o vegetariano– que poder incardinar a su identidad a fin de definir su singularidad. Identidades que se quieren minoritarias… hasta ser identificadas como ganado de selecto rancho[31].
El progresismo promociona un mosaico arrebolado de grupos constituidos por particularidades o parcialidades vitales (desde orígenes etnolingüísticos a preferencias sexuales) incapaces por sí mismos de disputar el sentido de la totalidad social. Esta dispersión de formas de vida particulares se encuentra en consonancia con que cada una de las cuales se sitúe al mismo nivel jerárquico, lo que resulta ser, a la postre, la artimaña –auspiciada por el relativismo axiológico del pensamiento débil– con que impedir la politización de los asuntos relevantes para el interés general.

Como lo ha pretendido mediante otras lógicas el liberalismo, el progresismo actual es un disgregador social. Es la forma por la cual disolver los compromisos sociales sustanciales que pudieran delimitar el perímetro de la comunidad política; la forma de desmenuzar un ethos cuyo alcance propicie una comunidad de intereses compartidos que permita –pongamos por caso– someter los recursos privados estratégicos al bien público. En definitiva, las perspectivas particularistas de las que se compone el progresismo impiden fraguar «decisiones públicas sobre asuntos generales y de interés común»[32].
Por consiguiente, no incurriríamos en un disparate si, identificando al progresismo con el liberalismo, y asumiendo que éste último ha sido históricamente la doctrina política que en mayor medida ha vehiculizado el proyecto económico de la burguesía, afirmásemos que el progresismo es ese lugar –ubicado entre el hedonismo de lo selecto y el victimismo de lo minoritario– en que los poderosos respiran con tranquilidad.
Conclusiones
Si es correcto lo que aquí se sostiene, entonces el progresismo, inscrito en la matriz ontológica del liberalismo, forma parte de la agenda de unas élites económicas cuyo ámbito de operaciones –sustentado por un patrón de acumulación con ramificaciones globales– resulta ya planetario. Pero lo funesto del asunto es que, en no pocas ocasiones, el progresismo resulta ingenuamente asumido como la panoplia ideológica por medio de la cual combatir esas mismas élites. En ese sentido el progresismo es la espada roma, tomada por el filo, que nos ofrece el enemigo.
Al representar el ideal liberal de la «sociedad abierta» popperiana, el progresismo, que no es sino la traslación neocomunitarista del multiculturalismo liberal, contribuye a materializar los programas de la globocracia u oligarquía planetaria. Pero no seamos tan botarates de pensar que detrás del progresismo se encuentra algo así como un comité de expertos propagandísticos al servicio del capital. No es una cuestión conspirativa, sino una dinámica consustancial a la adaptación sociocultural de las transformaciones de la estructura productiva en la fase contemporánea del capitalismo.
El modo de producción capitalista, en la medida que se fundamenta en un proceso continuado de valorización de capital, debe expandir sus dinámicas mercantiles, avanzando sobre superficies de la vida humana que previamente se encontraban resguardadas del dominio que el valor de cambio impone sobre el valor de uso. Pues bien, nos aproximamos a la mercantilización absoluta de la existencia humana cuando susodicha mercantilización es vivida como una posibilidad de autonomía o autodesarrollo, sea individual o grupal. Cuando eso ocurre, la forma-empoderamiento resulta ser el reverso de la forma-mercancía.
Obcecados en la supuesta opresión que ejercerían aquellas instituciones, como la familia y la Iglesia, que durante las últimas décadas no han dejado de perder influencia a pasaos agigantados, los progresistas avanzan sobre un sendero ya demarcado. Porque si empezamos a andar por la senda del libertarismo, incluso más allá del izquierdismo ácrata o de la pseudoizquierda posmoderna, aquello que encontramos son los segmentos innovadores y audaces de la burguesía: el capitalismo no solo les tomó la delantera, sino que además les señala el camino.
¿Qué es el progresismo sino la huida hacia adelante del capitalismo? Su cometido es el de apretar el acelerador de los cambios socioculturales que le resultan propicios a la morfología del capitalismo en su etapa contemporánea. Acompañar al capitalismo a fin de legitimar sus sucesivas mutaciones: podríamos decir que esa es la misión histórica del progresismo, específicamente en lo que respecta a los nodos de intelección a partir de los cuales se organiza y discurre la vida en común, y se conforma el orden simbólico de lo social.
Debe reconocerse, no obstante, que la amplia mayoría de las cuestiones progresistas responden a preocupaciones y aspiraciones, genuinas y legítimas, que no pueden explicarse únicamente por unos procesos de reproducción ampliada de capital. Ahora bien, estos procesos contribuyen a sobredeterminar el contexto sociohistórico dentro del cual se sitúan susodichas preocupaciones y aspiraciones. Cierto es, por tanto, que los anhelos que pueden motivar reivindicaciones progresistas no se autorregulan internamente, por sí mismos, como si fueran autistas o plenamente autónomos con respecto al contexto en el cual se insertan.
Que cualquier expresión ideológica esté condicionada por la forma capitalista de sociedad no significa que susodicha expresión ideológica haya sido concebida con el propósito de reproducir miméticamente esa sociedad. Es más: aun cuando esa expresión ideológica acabe resultando funcional al capitalismo no tiene por qué haber sido preconcebida para cumplir esa función. Que progresismo y capitalismo acaben confluyendo lo único que apriorísticamente evidencia es que el primero no es incompatible con el segundo.

En resumidas cuentas, no existe tal cosa como un grupo de magnates, reunidos en una sala lúgubre, que conspiran malévolamente, aprovechándose de la ingenuidad biempensante de los progres, mientras acarician un gato de oscuro pelaje. La progresía no surge con el propósito preconcebido de crear nuevos nichos de mercado ni con el cometido premeditado de atenuar o disgregar el radicalismo político de la juventud urbana… pero resulta oportuno para tales efectos.
Y antes de ponerle al ensayo su punto final, sería conveniente agregar una puntualización epistemológica. Porque si siguiéramos al primer Marx, al que de manera combativa opone las concepciones materialista e idealista, al que se interesa por la «alienación» y alerta de la «falsa conciencia», entonces debiéramos concluir que, en efecto, el progresismo es la fase superior del liberalismo, la nueva modalidad que adopta la ideología burguesa.
Pero si tomásemos la referencia del último Marx, entonces consideraríamos que el progresismo es la verdad mistificada de la dinámica real de la sociedad: para el Marx maduro, el del «fetichismo de la mercancía», la ideología ya no está en la consciencia sino en las relaciones humanas condicionadas por la división social del trabajo; y, puesto que la ideología resulta ser la proyección mistificada de la producción social, el progresismo sería la apariencia con que se manifiestan las relaciones humanas implicadas en una determinada fase histórica de la dinámica económica: el capitalismo posfordista.
Desde esta última mirada se observa que es el modo de producción capitalista en su fase actual el que impone el progresismo como estructura de sentido ecuménica: puesto que «el carácter fenoménico de la superestructura ha de tener un momento de verdad objetiva, que ciframos precisamente en su funcionalidad para captar o canalizar la energía del exterior»[33], al progresismo le podríamos atribuir la capacidad de deglutir en el plano semántico o cultural (eso a lo que llamamos superestructura) las energías materiales correspondientes al desarrollo de las fuerzas productivas.
Durante estas líneas hemos abordado la cuestión siguiendo indistintamente los puntos de vista atribuidos –a partir de la discutible distinción entre dos periodos– al Marx joven y al Marx maduro. Por lo que, para los fines que perseguimos –ambiciosos o promiscuos, como se quiera–, la última observación pretende ser la confluencia de ambos enfoques.
El progresismo es la consecuencia de la retroalimentación de dos factores. Esta ósmosis o influencia mutua se da entre, por un lado, las necesidades objetivas del modo de producción capitalista en su fase posfordista y, por otra parte, los núcleos de significado, sobre los cuales ya han sedimentado los detritos expelidos por el liberalismo, a partir de los cuales resulta troquelada la subjetividad humana.
[1] «La revolución de 1968 contó, por supuesto, con un componente particularmente marcado de espontaneidad no planificada [en la que] la contracultura pasó a formar parte de la euforia revolucionaria». Wallerstein, Immanuel. “1968, revolución del sistema mundial”. Geopolítica y geocultura. Ensayos sobre el moderno sistema mundial. Kairós, 2011, p.102.
[2] Wallerstein, Immanuel. “Crisis estructural en el sistema-mundo. Dónde estamos y a dónde nos dirigimos”. Monthly Review, núm. 12, septiembre de 2012.
[3] Por gramáticas estadounidenses nos referimos a los marcos mentales que legitiman los modos de vida asociados al epicureísmo noratlantista. Desde las contribuciones de Edward Bernays en el despegue de una sociedad de consumo pletórica, ya en los años veinte, hasta la French Theory propalada, a partir de los ochenta, a los catecúmenos universitarios. Todo ello pasando por el clima contracultural en el que teorizaban los miembros de la Escuela de Frankfurt durante su estancia en el país de las barras y estrellas.
[4] El yo entendido como una obra de arte. «Esta crítica pone en primer plano la pérdida de sentido […] de lo bello y de lo grandioso que se desprende de la estandarización y de la mercantilización generalizada y que no sólo afecta a los objetos cotidianos, sino también a las obras de arte». Boltanski, Luc & Chiapello, Ève. El nuevo espíritu del capitalismo. Akal, 2002, p.85.
[5] Casquette, Jesús. Política, cultura y movimientos sociales. Bakeaz, 1998, p.136.
[6] Clouscard, Michel: Le Capitalisme de la séduction: critique de la social-démocratie libertaire (1981) y Critique du libéralisme libertaire: généalogie de la contre-révolution (1986).
[7] De aquellos polvos, estos lodos. «El neoliberalismo ahora nos ofrece cosas como la autonomía personal, la libertad sexual y la “autorrealización individual”; aunque, por supuesto, éstos a menudo adoptan la forma siniestra de la precariedad, la inseguridad y la presión continua para actuar». Shaviro, Steven. “Accelerationist Aesthetics: Necessary Inefficiency in Times of Real Subsumption”. E-flux. Junio de 2013.
[8] «La burguesía ha desempeñado un papel altamente revolucionario en la historia. Allí donde ha llegado al poder, la burguesía ha destruido todas las relaciones feudales, patriarcales, idílicas». Marx, Karl & Engels, Friedrich. Manifiesto Comunista. Alianza Editorial, 2019, p.52.
[9] Harvey, David. La condición de la Posmodernidad: Investigación sobre los orígenes del cambio cultural. Amorrortu, 2008, p.375.
[10] Hernández, Esteban. El tiempo pervertido: derecha e izquierda en el siglo XXI. Akal, 2018, pp.137-138.
[11] Barcellona, Pietro. Posmodernidad y comunidad. El regreso de la vinculación social. Trotta, 1992, p.23.
[12] Fusaro, Diego. El Contragolpe. Interés nacional, comunidad y democracia. Ed. Fides, 2019, p.85.
[13] Balibar denomina a este proceso «globalización desde abajo», y lo describe como la desestabilización de la correlación de fuerzas, en favor del capital, «al recurrir de manera masiva a la fuerza de trabajo inmigrante, marginada o excluida por las organizaciones históricas de la clase obrera, en el contexto de una competencia poscolonial». Balibar, Étienne. Ciudadanía. Adriana Hidalgo editora, 2013, pp.90-91.
[14] Ausente de densidad social y atravesada por el consumo. A las claras: el epítome de una humanidad difunta. La miniserie, dirigida por Alessandro Michele y Gus Van Sant (2020), cuenta con la aparición estelar del filósofo Paul B. Preciado, conocido por sus contribuciones a los estudios sobre el género y, en particular, a la teoría queer.
[15] Digámoslo en palabras del sociólogo Manuel Castells: «La identidad se está convirtiendo en la principal, y a veces única, fuente de significado en un periodo histórico caracterizado por una amplia desestructuración de las organizaciones, deslegitimación de las instituciones, desaparición de los principales movimientos sociales y expresiones culturales efímeras. Es cada vez más habitual que la gente no organice su significado en torno a lo que hace, sino por lo que es o cree ser». Castells, Manuel. La era de la información (Vol.1): economía, sociedad y cultura. La sociedad red. Alianza Editorial, 1998, p.29.
[16] No tiene desperdicio el spot publicitario de Tinder en que la plataforma anuncia la posibilidad de expresar nuevas identidades de género: https://www.youtube.com/watch?v=MFVkoj2F-1k.
[17] Badiou, Alain. San Pablo. La fundación del universalismo. Anthropos, 1999, p.11. El feminismo contemporáneo probablemente sea, de entre todos los progresismos, aquel que ha contribuido en mayor medida a un nuevo espacio de consumo. Son conocidos los cursos de “La revolución feminista” que las Towanda Rebels ofrecían a 150€. Pero fácilmente se pueden encontrar otros tantos negocios. Por ejemplo, Andrea Bergareche, fundadora de Lápiz Nómada, ofrece talleres y organiza «aventuras para mujeres guerreras. Viajes al mejor estilo mochilero en donde viajaremos en un equipo lleno de girl power para explorar y explorarnos juntas mientras viajamos».
[18] Las estadísticas pueden recubrirse muy fácilmente de ideología. ¿Y si la mayor parte de maltratadores o criminales son personas de una etnia o nacionalidad determinada? ¿Y si son extranjeros? En ese caso, ¿estaría justificado aplicar una perspectiva nacional en el derecho? Al ser múltiples los resultados que se pueden obtener combinando datos y percepciones, nos encontramos ante gimnasia artística …opuesta a cualquier axioma jurídico (la «forma de ley» kantiana).
[19] «Con el paso del capitalismo fordista al biocapitalismo, la relación social representada por el capital tiende a volverse interna al ser humano. Pero lejos de ser el capital lo que se humaniza, es la vida de los individuos la que se vuelve capitalizable». Morini, Cristina. Por amor o a la fuerza. Feminización del trabajo y biopolítica del cuerpo. Traficantes de Sueños, 2014, p.29.
[20] Incluso aquellas actividades que a priori no serían percibidas como benefactoras ni sugerentes logran presentarse como si lo fueran por medio de la expresión destilada del progresismo. Es el caso de Exolum (2021): https://www.youtube.com/watch?v=gSFYT3XhXXc.
[21] Por ejemplo: «La incorporación de este colectivo [LGBTI+] al modelo capitalista se da sobre todo por la posibilidad de incluirlo en la rueda del consumo y aumentar los beneficios de las empresas». Bigas, Núria. “El ‘pinkwashing’, ¿estrategia de marketing o cambio de mentalidad?”, UOC. 13 de agosto de 2020.
[22] Harris, Marvin. Teorías sobre la cultura en la era posmoderna. Crítica, 2007, p.156.
[23] Una muestra de la complacencia con que algunos académicos observan las posibilidades políticas que ofrece una filosofía impregnada de flogísticas jitanjáforas: «Se trata, para Agamben, de imaginar una política de la inoperancia, de pensar la vida en su absoluta inmanencia, una vida infra-ordinaria, la vida perezosa». Seguimos con Juan Evaristo Valls Boix: «La política derridiana de la confesión es, así, una política de la sangre, una política de las heridas incurables».
[24] Erriguel, Adriano. Pensar lo que más les duele. Ensayos metapolíticos. Homo Legens, 2020, pp.146-148.
[25] Téngase presente la noción de «izquierda indefinida» para dar cuenta de aquellas autodenominadas izquierdas que carecen de un proyecto político definido con relación al Estado. Bueno, Gustavo. El mito de la izquierda. Ediciones B, 2003.
[26] Si no es posible anclar los fundamentos explicativos de los fenómenos observables en el andamiaje que sostiene la vida social, no podremos evitar la aporía que supone este bucle de retroalimentación.
[27] Zizek, Slavoj. “Multiculturalismo o la lógica económica del capitalismo multinacional”. Estudios Culturales. Reflexiones sobre el multiculturalismo. Paidós, 2008, p.176.
[28] Erice, Francisco. En defensa de la razón. Contribución a la crítica del posmodernismo. Siglo XXI, 2020, pp.456,458,464. Son las clases –y no los individuos, los colectivos sexuales o las minorías étnicas– las entidades que, al ocupar una posición estructural en las formaciones sociales capitalistas, son susceptibles de actuar como agentes históricos.
[29] Alonso, Luis Enrique & Fernández, Carlos J. Los discursos del presente. Un análisis de los imaginarios sociales contemporáneos. Siglo XXI, 2013, p.138. Sirva esta nota a pie de página para indicar que el concepto de clase obrera, prácticamente en desuso a causa de las connotaciones anacrónicamente marxistas que posee, ha sido substituido por la lírica vaguedad de multitud o multitudes. También el concepto precariado suele usarse para descafeinar la excesiva carga política que posee clase obrera.
[30] A lo sumo, la tan cacareada hegemonía progre-populista pretende articular discursivamente («cadena de equivalencias») las luchas de los distintos grupos en una síntesis («significante vacío») siempre dilatada, que posterga indefinidamente su presunta capacidad por convertir la plebs en el único populus legítimo. Véase: Laclau, Ernesto. La razón populista. FCE, 2016. Tal vez sea sensato suponer que la política no es simple aritmética y, por tanto, «conquistar mayorías no equivale a sumar minorías». Hobsbawm, Eric. “La izquierda y la política de la identidad”. New Left Review, núm. 0, enero-febrero 2000, p.121.
[31] Se trata de un juego de identidades que, de alguna manera, posee una lógica matrioshka: de lo macrológico a lo micrológico. Así pues, del hiperónimo ‘mujeres’ pasaríamos, más específicamente, a las ‘feministas’, y de éstas surgirían otros marcadores identitarios como son ‘radfem’, ‘cis’… o ‘trans’, y de ahí saltaríamos a lo ‘queer’ para acceder a un abanico de opciones inagotable: el símbolo + que sigue a LGBT.
[32] Xaubet, Hèctor. “El discurso de la identidad y la reacción”. Mientras Tanto, núm. 182, septiembre de 2019.
[33] Bueno, Gustavo. Primer ensayo sobre las categorías de las “ciencias políticas”. Biblioteca Riojana, 1991, p.84.