Marzo 2024 / Publicado en El Viejo Topo
¿Son la «comunidad» y la «propiedad» dos referencias centrales en la organización de una sociedad política? Siendo así, quizá podríamos pensar los conflictos políticos e ideológicos como la lucha por imponer un sentido de «comunidad» y de «propiedad».

Tras la caída del Muro de Berlín y el desmantelamiento de la Unión Soviética, ciertos pensadores marxistas pasaron de la defensa desacomplejada de la dictadura del proletariado a una apuesta teórica por la democratización radical de la sociedad. Parecía que el militante ejemplar o el hombre nuevo formaban parte de un momento histórico ya caduco, y ahora regresaba una figura política nominalmente contemplada por las democracias liberal-parlamentarias: el «ciudadano».
Ocurre que, entendido republicanamente, el «ciudadano» podía volverse en contra de esos mismos sistemas liberal-parlamentarios. Y eso es algo que parece percibir Étienne Balibar (1942), cuyo despliegue filosófico puede resultar de utilidad al momento de pensar los conflictos políticos e ideológicos del presente. Así, en el inicio de ese nuevo escenario –tanto histórico como teórico– surgido con el ocaso del socialismo realmente existente, Balibar observó la importancia de apoyarse en el «ciudadano» para dar la batalla política. Y es por eso por lo que se entrega a la tarea de desarrollar una filosofía política centrada en la «ciudadanía».
Por consiguiente, en las teorizaciones que Balibar ha realizado a lo largo de las últimas décadas, el sujeto político deja de ser pensado en términos de proletariado o de movimiento obrero, pues su cometido consiste en recordarnos el potencial político del «ciudadano». Sin embargo, el ciudadano balibariano no queda desacoplado de las clásicas preocupaciones marxistas. Y tal vez la más central de esas cuestiones es la «lucha de clases».
Ante lo cual, que quede claro que este artículo no abordará el pensamiento balibariano sobre la «ciudadanía», sino que pretende contribuir a pensar las «luchas de clases» a partir de ciertas contribuciones balibarianas que son relativamente secundarias dentro de su arsenal conceptual. De hecho, los planteamientos que aquí se expresan no han sido formulados por Balibar, sino que suponen un recorrido posible, aún impreciso, por el que podemos transitar en el caso de querer inspirarnos en el itinerario intelectual realizado por el filósofo francés.
De lo que se trata es de advertir que, en el sustrato de las luchas ideológicas y políticas (aquellas a las que podemos considerar «luchas de clases»), se encuentra una determinada manera de entender dos conceptos que no deberían pasar desapercibidos. Esos conceptos son la «comunidad» y la «propiedad».
Lucha de clases
No creo que sea una lectura equivocada de Balibar decir que, a su entender, la «lucha de clases» es una simplificación de los antagonismos sociales que se produce cuando estos antagonismos son llevados a un grado tal de intensificación que una parte se reconoce como la antítesis de la otra («nosotros / ellos»), de manera que la conciliación de los intereses no puede ser permanente, tan sólo coyuntural y, por ende, inestable.
El propio Balibar sugiere cierta relación de equivalencia entre la «lucha de clases» y, el que sería uno de sus conceptos fundamentales, la «democracia conflictual». Tanto en un caso como en otro, las formas institucionales del poder pueden ser subvertidas por la insurrección de las masas.
La «lucha de clases» no supondría un eje de verdad atemporal incrustado en una suerte de ley social universal. Antes bien, su aparición viene definida por las múltiples vicisitudes en que se desarrollan los conflictos sociales, donde, en última instancia, se disputa una determinada forma de entender la «propiedad» (emparentada con la noción de «trabajo») y una determinada forma de entender la «comunidad» (que remite a la noción de «identidad»).
Y en ese último punto está lo relevante del asunto: la «lucha de clases» supone una controversia al respecto de una manera concreta de entender la «comunidad» (dentro de la cual encontramos cierta idea de «identidad»), pero también una concepción de «propiedad» (en cuyo interior se vislumbra una idea de «trabajo»); y la forma de resolver ese conflicto es en sí misma la lucha de clases.
Por consiguiente, la manera en que se impone una concepción de «comunidad» y de «propiedad» no debe atribuirse al natural desarrollo histórico ni al consenso social, sino que es producto de la conflictividad de clases.
Comunidad y propiedad
Tomando como referencia cierto planteamiento que Balibar realiza en un momento dado, podríamos considerar que la «comunidad» y la «propiedad» actúan como elementos o mecanismos conceptuales que permiten configurar una u otra ideología, y a partir de los cuales es posible implementar uno u otro sistema sociopolítico.
Como ha sido dicho, la «comunidad» se encontraría unida a una determinada idea de «identidad», mientras que la «propiedad» comportaría una idea de «trabajo». Así, para pensar en la «comunidad» hay que recurrir al concepto de «identidad», mientras que la «propiedad» se encuentra en consonancia con una concepción de «trabajo». Hasta aquí el asunto resulta fácil de comprender.
La cosa se complica cuando notamos que tanto la «comunidad» como la «propiedad» pueden entenderse de múltiples maneras. De modo que, pongamos por caso, la «comunidad» puede ser nacional o popular, étnica o religiosa, al tiempo que la «propiedad» puede referirse a la propiedad sobre el capital o a la propiedad sobre el resultado de la fuerza de trabajo. Pero hay formas más precisas de declinar la «comunidad» y la «propiedad». Veamos algunos ejemplos…
Pensar la «comunidad» en clave mutualista y autogestionada nos conduce al anarcosindicalismo; pero si, por el contrario, pensamos la «comunidad» fuertemente institucionalizada y corporativista, entonces nos acercamos a la visión que de ella tiene el fascismo. La «comunidad» puede ser un pueblo definido por rasgos étnicos, puede ser un grupo social que aspira a la consecución o ampliación de determinados derechos, puede ser una ciudadanía que haga de la igualdad de todos la condición de posibilidad de la libertad de cada cual, o puede ser… podríamos seguir aludiendo a múltiples formas de entender la «comunidad». Y algunas mucho más acá de la política en mayúsculas, como la así llamada comunidad cibernética: entre los más jóvenes se le llama «comunidad» a los seguidores de un youtuber, instagramer o, en general, influencer; y estas «comunidades de seguidores», que se construyen desde las redes digitales, serían una confluencia entre otros tipos de comunidades como son la tribu urbana, el grupo de opinión y la comunidad de consumidores.
También son diversas las formas en que podemos concebir la «propiedad». La «propiedad» puede ser exclusiva y excluyente tal y como nos plantea el liberalismo; o puede ser resultado de un trabajo inalienable como en el socialismo. También según el liberalismo la propiedad puede ser el resultado de una herencia personal, mientras que en el socialismo es un derecho colectivo. La propiedad se relaciona, como no podría ser de otro modo, con la producción y distribución de la riqueza. La propiedad no puede (tampoco la propiedad privada) desacoplarse de una estructura de derechos de mayor alcance, por lo que una determinada apuesta por la propiedad es, aunque indirectamente, un compromiso con respecto a esos otros derechos. Y del mismo modo que una concepción u otra de propiedad no puede abstraerse de las condiciones en que se legisla como derecho, ni de su implicación sobre otros derechos colindantes, tampoco puede desentenderse de los procesos históricos que la legitiman socialmente ni de las consecuencias socioeconómicas que genera. No se trata sólo de considerar las limitaciones que puedan recaer sobre la propiedad, sino de establecer a qué tipo de apropiación, y por parte de quiénes, autoriza la propiedad.
Ideología
La realidad social y su inherente conflictividad pueden ser conceptualmente condensadas a partir de dos categorías («comunidad» y «propiedad») que, declinándose y combinándose de múltiples formas, constituirían el núcleo de una ideología. Pero si esas categorías («comunidad» y «propiedad») se insertan en el interior de una narrativa ideológica es porque logran extrapolarse –y, por ende, se hacen coextensivas– a esos ideales de vocación universal que se anuncian en forma de libertad, igualdad, democracia, comunismo, nacionalismo, etcétera.

El caso es que estos ideales o trascendentales a los que apelan las ideologías sólo pueden ser resolutivos si se asientan sobre una tipología de «comunidad» y de «propiedad» que aspira a ser políticamente implantada. Porque son esos dos pilares (la «comunidad» y la «propiedad») aquello que permite anclar grandes ideas o principios (bien sea la libertad, la igualdad o la justicia, o lo que queremos que sea noble y loable como la nación, el comunismo, nuestra religión o la democracia) en las luchas específicas y en las experiencias particulares de un determinado grupo social.
Así, si la ideología logra convertir las posiciones políticas particulares en aspiraciones universales es revistiendo la «comunidad» y la «propiedad» de grandes ideales o de valores trascendentales. Pero, al margen de esos ideales, fundamentos metafísicos o significados trascendentales presentes en el campo semántico de cualquier ideología, aquello que a la ideología le dotaría de contenido preciso es una determinada concepción de «comunidad» y una determinada concepción de «propiedad», y la manera en que ambas concepciones se articulan entre sí. Ahí radicaría el fundamento de las ideologías políticas.
Por tanto, la cuestión está en entender que una determinada modulación de «comunidad» y de «propiedad», así como una determinada combinación entre ambas modulaciones, quedaría incorporada en los lineamientos políticos que proyecta, y en los que aspira a materializarse, una ideología (cualquiera que sea). De manera que la toma de posición política implica, consciente o inconscientemente, la apuesta por una determinada concepción de «comunidad» y por una determinada forma de entender la «propiedad».
A la postre, «la lucha de clases» sería la lucha por imponer políticamente una determinada concepción de «comunidad» y de «propiedad». Pero esto nos lleva a un planteamiento controvertido (que por ahora dejaremos aparcado) que sugiere que podrían conceptualizarse tantas «clases sociales» como agrupaciones definidas por una envestida política en la que se encuentre involucrada una determinada configuración de «propiedad» y «comunidad».
Qué hay del secesionismo de los ricos
Ha sido dicho que la conceptualización activa –la apuesta política– de una determinada forma, dimensión o composición de «comunidad» y de «propiedad» es aquello que contornea e impele un determinado discurso ideológico, siempre y cuando se presente por medio de un principio o ideal (libertad, igualdad, raza, democracia…) trascendental. Pensemos ahora en algunos ejemplos de actualidad…
Para empezar, situémonos en Cataluña. El independentismo catalán suele apelar a la libertad y a la democracia (o a una expresión que se quiere equivalente: el derecho a decidir). Pero ¿y qué pasa si entendemos su proyecto político desde la lógica de la «comunidad» y de la «propiedad»?
En el independentismo catalán (así como en cualquier otro movimiento secesionista o de liberación nacional) está en juego una determinada concepción de «comunidad». Se trata de una comunidad diferencial con rasgos idiosincráticos propios. Aquí se pone de manifiesto que lo que subyace a la idea de «comunidad» es la idea de «identidad»: una cultura, una lengua, así como unas tradiciones y unas instituciones específicas. Por lo que si a esos grandes ideales de libertad y democracia (o a la reivindicación del derecho a decidir) los vemos desde la perspectiva de la «comunidad», entonces lo que observamos es, ni más ni menos, que una cuestión identitaria.
Pasemos ahora al lado de la «propiedad» y notemos que los movimientos secesionistas de Europa occidental corresponden al de aquellas regiones relativamente ricas (que concentran más recursos que la media) dentro de sus respectivas demarcaciones estatales. Se trata de un patrón en el que Cataluña encaja. Y atender a ello permite vislumbrar una determinada concepción de «propiedad» sobre los impuestos recaudados (esto es, sobre la capacidad fiscal que se genera en la región), que es la que convertiría el déficit fiscal del Estado con Cataluña en una situación de agravio o injusticia que autorizaría la reivindicación independentista. Aquí la magnitud del «trabajo» se concibe por medio de una balanza fiscal entre instituciones.
En resumidas cuentas, para que exista el independentismo deben imbricarse una determinada concepción de «comunidad» (y, por lo tanto, de «identidad») y una determinada concepción de «propiedad» (y, por lo tanto, de «trabajo»). Así vistas las cosas, al disponer de una «identidad» singular es que Cataluña debe ser, para quienes somos catalanes, la «comunidad» de referencia, y ello no nos autoriza a pasar por alto que a los catalanes se nos sustrae o roba parte de nuestra «propiedad» en tanto en cuanto los impuestos que pagamos, resultado del «trabajo» que suponen los hechos imponibles que generan obligaciones tributarias, no se adecúan a la inversión o financiación estatal que recibimos.
La República Independiente de tu Casa
También podríamos pensar en el reciente auge de las posiciones liberal-libertarias (o anarcocapitalistas). Pero ello exige referirnos, aunque sea brevemente, a ciertos presupuestos antropológicos, pues los planteamientos liberal-libertarios parten de la conceptualización del sujeto como un individuo autodeterminado, siendo que esta metafísica consideración nos facilita entender su particular concepción de «comunidad» y de «propiedad».
Por lo que respecta a la «comunidad», ésta no puede ser otra que una agrupación conformada por individuos que deciden asociarse en provecho de sus intereses particulares. Se trata de una «comunidad» incierta, o en cualquier caso circunstancial, porque está supeditada al individuo, y a su voluntad de relacionarse a conveniencia propia con otros individuos. De resultas a lo cual, la «comunidad» sólo puedo concebirse como una asociación, resultante de pactos privados, cuya «identidad» viene dada por unos estatutos que han sido previamente negociados. A diferencia de las comunidades orgánicas o de las comunidades históricas, que son agrupaciones humanas no electivas, el modelo liberal-libertario de «comunidad» es el de una contingencia resultante de la voluntad expresada por los individuos que la conforman, quienes se asociarían y se desasociarían libremente en función de maximizar sus intereses particulares.
Por otro lado, la autonomía o autodeterminación del individuo descansaría en la idea de que éste es propietario de sí mismo. A partir de ahí puede entenderse que el individuo tenga plena facultad para suscribir los contratos que desee, lo cual debe prevalecer sobre los reglamentos jurídicos y otros códigos normativos, sean legales o morales. Con independencia del contexto material, de la existencia o no de circunstancias de necesidad o de coacción, la mera declaración de voluntad sería válida para que un individuo vendiese su cuerpo o alienase su libertad. Aquí la «propiedad» no surge de ese «trabajo» sobre la naturaleza circundante que permitiría la apropiación del entorno, pues la propiedad de sí mismo sería anterior, y le permitiría al individuo ponerse a trabajar, es decir, movilizar sus capacidades como factor productivo supeditado a su propia iniciativa empresarial.
Observamos así que la libertad asociativa como principio generador de una «comunidad» es algo que en el liberalismo-libertario encuentra su correlato en la libertad contractual como principio resultante de su concepción de «propiedad». Y ello se traduce en ese conocido eslogan publicitario de la multinacional sueca que fabrica y vende mobiliario y productos para el hogar: «Bienvenidos a la República Independiente de tu Casa». Tu casa es tu cuerpo, una república en la que tú eres el soberano, y sobre la cual el Estado ni ninguna otra entidad debería poseer jurisdicción o facultad alguna de intervención. Pero, puesto que la política se empeña en existir por fuera del individuo libertario, sus acciones acaban siendo demasiado prosaicas… explorar y profundizar en vías que permitan aumentar los dígitos de la cuenta bancaria («propiedad») y pasar prolongados retiros en Andorra («comunidad») a fin de establecer ahí la residencia fiscal.
Del gueto de Varsovia a la Tierra Prometida
Habiendo ya dejado muy atrás al Balibar con que nos guiamos inicialmente, pensemos algunos casos peliagudos, otros proyectos ideológicos y políticos donde se pondría de manifiesto que la «comunidad» nunca logra desentenderse de la «propiedad», y que la «propiedad» no puede abstraerse de la «comunidad».
Durante el Tercer Reich los judíos eran desposeídos de sus propiedades, así como, en la actualidad, los palestinos son desposeídos de sus tierras en Israel. En ambos casos, la «comunidad» dominada (sean los judíos centroeuropeos durante el Holocausto o los palestinos afectados por el expansionismo israelí) es aquella cuya «propiedad» resulta confiscada. Y a la inversa: está inscrito en la «identidad» de la «comunidad» dominante (los nazis de ayer, los sionistas de hoy) la superioridad racial o el derecho divino que les legitima para disponer de los bienes pertenecientes a los pueblos dominados.
Asimismo, podríamos citar otras muchas «comunidades», «etnias» o «grupos de población», a los que podemos caracterizar por una «identidad» singular, que ocupan puestos laborales peor retribuidos, son expuestos a procesos de explotación intensiva, y en ocasiones directamente expoliados. También quienes disponen y ambicionan mayores bienes suelen concebirse como una «comunidad» definida por unos rasgos distintivos, pero éstos conciben, y son capaces de imponer, un determinado marco social, político y/o jurídico en el que la apropiación de esos bienes por su parte es algo que resulta legitimado a través de una determinada concepción de «propiedad».
Hemos mencionado el conflicto israelí-palestino. Regresemos a ello: Si hacemos una lectura del conflicto según la «comunidad», diríamos que enfrenta a árabes y a judíos; mientras que, si hacemos una lectura según la «propiedad», afirmaríamos que el conflicto se entiende según la anexión o apropiación de tierras palestinas por parte de los sionistas (o, desde una posición sionista, se podría afirmar que el conflicto se debe a la incapacidad de los palestinos por aceptar que a los judíos se les debe restituir sus territorios ancestrales, los pertenecientes a la Judea histórica).
Probablemente las dos formas de interpretar el conflicto, tanto en clave comunitaria como en clave propietaria, tengan parte de verdad. Y probablemente sea más útil integrar ambas formas que, por el contrario, quedarnos únicamente con una y despreciar por completo la otra, pues las explicaciones monocausales suelen ser insuficientes.
Las clases sociales
Las «clases sociales» remiten a realidades objetivas, y éstas asumen significado a través de la experiencia de los miembros que componen la clase social en particular. Esa experiencia transita principalmente a través de esos dos vectores de significación que son la «comunidad» y la «propiedad». Por consiguiente, se podría pensar que las clases sociales se asientan sobre modelos distintos de «comunidad» y de «propiedad» que confrontan entre sí. La lucha por imponer una determinada formulación de «comunidad» y de «propiedad» politiza aquello que forma parte del ordinario discurrir de las relaciones y actividades sociales.
«Nous sommes à Versailles pour demander du pain et en même temps pour punir les gardes du corps qui ont insulté la cocarde patriotique», exclamó Stanislas-Marie Maillard, el capitán de los Voluntarios de la Bastilla, el 5 de octubre de 1789 en el contexto de la Marcha sobre Versalles. Es decir, el pueblo francés, la clase desposeída de aquello que no fuera su capacidad de trabajar, acudió al palacio real para «exigir pan [«propiedad»] y al mismo tiempo pedir el castigo de los guardaespaldas reales que han insultado la escarapela patriótica [«comunidad»]».

Tanto la «comunidad» como la «propiedad» serían las coordenadas desde las que orientar aquellas prácticas que se dirigen hacia uno u otro horizonte político: el acicate de una práctica insurreccional que aspire a refundar el orden social, o bien el precedente para una aceptación de las jerarquías legitimadoras de las cadenas de mando y obediencia existentes. Apelando a la «comunidad» y a la «propiedad» se puede propiciar una estructura sociopolítica tendente al equilibrio o, acaso, una situación inestable que desemboque en una dictadura comisarial como, pongamos por caso, la dictadura del proletariado.
De resultas a lo cual, la «clase social» no vendría únicamente definida por la posición que ocupa un determinado agregado social en relación con los medios de producción. Por supuesto que ser o no propietarios de los medios de producción, que a su vez determinan una división social del trabajo, es una cuestión fundamental. Pero, según el planteamiento propuesto, la «clase social» asumiría un sentido más amplio, pues, además de la «propiedad», se encontraría condicionada por ese otro nodo estructurante de relaciones sociales al que denominamos «comunidad».
Sin comunidad no hay clase social
Ambos polos de significación («propiedad» y «comunidad»), que contribuirían de manera decisiva a organizar el entramado interno de cualquier formación social, también serían prerrequisitos constitutivos de las «clases sociales». Significa esto que la «clase social» no puede existir por fuera de contenedores humanos relativamente delimitados por una ideantidad colectiva: sin ese vínculo de pertenencia al que remite la «comunidad» sería inviable la operatividad de una «clase social». En otras palabras, la «comunidad» sería el «para sí» de la clase social.
Si no existe una «clase social» que al mismo tiempo no sea una «comunidad», podríamos preguntarnos cuál es la «comunidad» de esa «oligarquía económica» que, operando a escala supranacional, se nos presenta desterritorializada, vaporosa e inasible. En respuesta a ello podríamos decir que, aunque su ámbito sea propensamente global y sus formas pretendidamente cosmopolitas, los miembros de esta «clase social» logran coordinarse mediante consorcios, sociedades de cartera, fondos de inversión, conglomerados empresariales, grupos de presión… sin descuidar foros y cenáculos, que suscitan sinergias, propician vínculos compartidos y producen acciones mancomunadas.
Tampoco son menores las implicaciones de que la «clase obrera» deba constituirse como parte de una «comunidad» para actuar como una fuerza social activa: la exigencia de unos sólidos vínculos identitarios es contraria a la idea de una Humanidad en genérico, así como la exigencia de una densidad comunitaria desacredita la posibilidad de un proletariado en abstracto susceptible de realizar una revolución mundial. Sólo existirían «clases sociales» ahí donde hay comprometidas «comunidades» concretas, independientemente de si coinciden o no con esas comunidades políticamente consolidadas a las que denominamos naciones.
Tal vez el modelo social multicultural («melting pot») que se está extendiendo por el área de influencia angloamericana contribuya a descomponer los agregados sociales (y, por tanto, a desactivar los impulsos políticos) con capacidad de disputar un modelo de sociedad alternativo. Porque en los entornos humanos caracterizados por nuestro posmoderno crisol de culturas resulta cada vez más complicada la apelación a una «comunidad» concreta y específica con capacidad política: los sistemas de valores y creencias difieren entre sí, y ninguno de ellos parece por sí mismo capaz de generar vínculos de pertenencia ni aglutinar o condensar un amplio agregado social susceptible de operar como una clase en lucha.
Que no haya «clase social» sin «comunidad» significa que no la hay sin «identidad». De hecho, ¿se puede hacer «política» sin apelar a una «identidad»? Incluso una ciudadanía fundada sobre resortes cívicos (que no étnicos) requiere de identidad: la «civilidad» remite a unas prácticas e ideas que, por un lado, se condensan culturalmente y, por otro, crean un sentido compartido de colectividad. Entonces, si no es posible prescindir de una identidad al momento de actuar políticamente, la cuestión pasa por dirimir cuál es esa identidad que debe ser reivindicada.
Algunas consideraciones epistemológicas
Tener como referencia tanto la «comunidad» como la «propiedad», y no descuidar ninguna de las dos, nos permite no quedar atrapados en análisis puramente económicos o economicistas, pero tampoco bascular demasiado hacia el lado opuesto, que sería el del ideologicismo o idealismo.
Incurriríamos en análisis economicistas si, al momento de pensar las luchas sociales o los conflictos políticos, lo que hiciéramos fuera apostarlo todo a la disputa por la «propiedad». En ese caso, sólo observaríamos conflictos que pivotan en torno a las relaciones sociales de producción, conflictos derivados de procesos de acumulación por desposesión, etcétera.
Por el contrario, resbalaríamos sobre conceptualizaciones idealistas o ideologicistas si interpretamos los fenómenos o las luchas solamente a partir de aspectos comunitarios e identitarios. En ese entonces, acentuaríamos o sobredimensionaríamos los aspectos simbólicos o retóricos, tal y como suele hacer un pensamiento posmoderno que acaba impregnado de subjetivismo.

Así pues, considerar tanto la «comunidad» como la «propiedad» al momento de analizar fenómenos y conflictos es lo que nos permite escapar del economicismo, por un lado, y del idealismo, por otro. Y ello nos evita tener que posicionarnos ante esa dicotomía, que el marxismo vulgar nos presentaba, entre infraestructura y superestructura.
De hecho, al combinar «comunidad» y «propiedad» lo que se está haciendo es yuxtaponer de manera más o menos ecléctica enfoques diversos que son complementarios. De ahí que, para comprender –pongamos por caso– el desarrollo del Estado-nación debamos atender tanto a aspectos de corte económico como otros que caen del lado simbólico-ideacional.
Y siguiendo el sendero que se abre con esta última consideración podríamos pensar en ese debate filosófico-político al que se lo denominó «redistribución» vs. «reconocimiento».
El «reconocimiento» pretendería elevar el estatus de las identidades de los colectivos minoritarios y de los colectivos históricamente discriminados, cosa que en la práctica se concretaría en derechos diferenciales y políticas de discriminación positiva. Por otro lado, la «redistribución» pretendería atenuar las asimetrías socioeconómicas, reducir los efectos de la explotación laboral o, incluso, propiciar una distribución equitativa de la riqueza existente por medio de la socialización de los medios de producción.
Así, por medio de un ejercicio especulativo podríamos relacionar, por un lado, el «reconocimiento» con la «comunidad», y, por otro lado, la «redistribución» con la «propiedad». Y, de este modo, proponer dos ejes: 1) «Comunidad – Dominación – Reconocimiento – Libertad» (es decir, las comunidades dominadas requieren políticas de reconocimiento para alcanzar la libertad); y 2) «Propiedad – Explotación – Redistribución – Igualdad» (es decir, la igualdad, negada por la explotación, se lograría redistribuyendo la propiedad).
Pero si entendemos que un proyecto político-ideológico presupone la simultaneidad de una concepción de la «comunidad» y de una concepción de la «propiedad», entonces resultaría inadecuada cualquier pretensión de establecer una dicotomía entre «redistribución» y «reconocimiento». Significa esto que el nexo entre la «comunidad» y la «propiedad» permite establecer una relación de reciprocidad entre la «libertad» (ausencia de «dominación») y la «igualdad» (ausencia de «explotación»).
Conclusiones
Según los planteamientos expresados, es una determinada forma de conceptualizar y dimensionar la «comunidad» y la «propiedad» (y, por lo tanto, es una determinada forma de conceptualizar y dimensionar la «identidad» y el «trabajo») aquello que sostiene un marco ideológico y que permite implementar un proyecto político ambicioso. En consecuencia, una sociedad política resultaría condicionada por aquella visión ideológica (concepción de «comunidad» y de «propiedad») que logre imponerse como resultado de la «lucha de clases».
La «lucha de clases» haría palanca sobre una determinada manera de comprender la «comunidad» y la «propiedad». De hecho, la «lucha de clases» se entendería como una simplificación de los antagonismos sociales en torno a concepciones diferentes de «comunidad» y de «propiedad» que resultan irreconciliables. Tener en consideración los diferentes modelos de «comunidad» y de «propiedad» en disputa es algo que puede enriquecer el análisis de las ideologías políticas y propiciar la conformación de un espectro político que supere el ya desvirtuado eje izquierda-derecha.
En resumidas cuentas, detrás de las ideologías políticas y de los proyectos políticos se encontraría una concepción de «comunidad» y de «propiedad» que se apoya en reivindicaciones concretas, históricamente determinadas, y con capacidad de materializarse políticamente. Afirmar despotismos y privilegios o, por el contrario, reglamentar constitucionalmente un régimen político orientado a la igual libertad de los ciudadanos, sería algo que dependería de las formas en que se imponen y relacionan la «propiedad» y la «comunidad».