Ullán de la Rosa, Francisco Javier. Teorías sociológicas de los movimientos sociales. La Catarata, 2016, pp.96.
Publicado en OBETS. Revista de Ciencias Sociales
No procede de una intención obsequiosa decir que, después de leer el último libro de Francisco Javier Ullán de la Rosa, Teorías sociológicas de los movimientos sociales, uno se siente en disposición de un fiable planisferio por el que orientarse para comprender la constelación de movimientos sociales que se expresan en el mundo contemporáneo. En poco más de noventa páginas, en las que se incluye una amplia bibliografía, la obra condensa sintéticamente la producción sociológica sobre los movimientos sociales: a las teorías clásicas le siguen las teorías postestructuralistas. En un último capítulo, el autor propone un enfoque ecléctico y multidisciplinar con el que observar las expresiones más recientes de la acción colectiva organizada. Hagamos ahora un repaso por aquellas ideas de las que se sirve el autor para empezar a vertebrar la obra.
Una vez hayamos dicho que el movimiento social responde a un tipo de comportamiento colectivo en el que los individuos participan voluntariamente de acciones “vehiculadas por unas ideas compartidas y dirigidas a ciertos objetivos”, debiéramos asumir que las implicaciones de este fenómeno sociológico son mucho más amplias de lo que esta definición pareciera sugerir. Para empezar, un movimiento social es una agencia cuya consolidación será concomitante a la creación de una estructura organizativa e ideológica propia que, finalmente, podría ser absorbida por la propia estructura del sistema social sobre el que aspira a incidir. Precisamente la “posición intermedia [del movimiento social] entre la marginalidad con respecto a la estructura dominante y la creación de una nueva estructura emergente” contribuiría a la complejidad inherente a su comprensión y, consiguientemente, a la multiplicidad de enfoques y corrientes teóricas desde las que se ha pretendido pensarlo.
De lo expuesto en el párrafo anterior se sigue que hayan sido diversas las disciplinas académicas que se han acercado al “prisma multifacético” de los movimientos sociales, por bien que, según Ullán de la Rosa, la sociología sería aquella que en mejores condiciones se encontraría para actuar como un vector de las aportaciones procedentes de otros ámbitos de conocimiento. A esta razón se debe que el autor ofrezca un itinerario por el trazado que la sociología ha recorrido sobre el estudio de los movimientos sociales. Aunque ésta pareciera una empresa de descomunal envergadura, a la vista está del resultado que la innegable virtud del autor haya sido compendiar con sobrada solvencia las teorías que han abordado los movimientos sociales desde la sociología. Para lo cual, Ullán de la Rosa se guía de los dos ejes que van a sistematizar su obra: uno la cronología, y el otro la escuela teórica.
Marxismo
A partir de una afirmación tan conspicua como aquella que inicia el Manifiesto comunista, “la historia de la humanidad es la historia de la lucha de clases”, Marx y Engels le otorgaron a los movimientos sociales la consideración de “motor de todos los procesos de cambio social”. Ahora bien, nos dice Ullán de la Rosa que no es menos cierto que tanto el pensamiento marxiano original como buena parte de las lecturas marxistas del pasado siglo han sido incapaces de concebir la aparición de otros movimientos sociales que no fueran aquellos que surgen “a partir de la división social del trabajo y los procesos económicos”. Esto se debe a que, según la interpretación materialista de la historia que conceptualizan Marx y Engels, el modo de producción capitalista trae como consecuencia la división de la sociedad en dos clases antagónicas cuya posición viene dada por la relación de sus integrantes con respecto a la propiedad de los medios de producción.
En adelante, la acción colectiva organizada será el medio del que dispondrá la clase trabajadora para subvertir, o cuanto menos mitigar, la explotación económica que se encuentra en la base del proceso de acumulación de capital. Entonces no sería de extrañar que la emergencia de los movimientos sociales fuese indisociable de sus motivaciones materiales y, por consiguiente, el conflicto se encontrase prácticamente restringido al ámbito de la economía política. Por el contrario, la alienación ideológica o falsa consciencia se encontraría en la base de aquellos otros movimientos de masas, principalmente religiosos, que, a diferencia del movimiento obrero, no aspiran a hacer palanca sobre la estructura económica en que reposa el poder político y cultural de la burguesía. Pero que los marxistas recelen de aquellos movimientos cuyas reivindicaciones son inmateriales no significa que menosprecien la importancia de la ideología como propulsor de fuerzas colectivas: la organización de la clase obrera sólo podrá darse cuando los asalariados tomen consciencia de ser desposeídos del excedente de valor generado durante el proceso productivo.
Funcionalismo
Aparte del marxismo, el funcionalismo es la otra de las grandes teorías clásicas que estudian los movimientos sociales. Aunque la corriente funcionalista cuenta con amplias y diversas ramificaciones, supone un enfoque cuyo origen se localiza en la labor de Robert Ezra Park, destacado miembro de la Escuela de Chicago, durante las primeras décadas del siglo XX. En evidente contraste del marxismo, para el funcionalismo el movimiento social asume una connotación negativa por cuanto que es observado como una patología social protagonizada por individuos irracionales. Además, desde el mismo momento en que el movimiento social es visto como un “fenómeno marginal” causado por “una disfunción del sistema social” se percibe entonces, sin que suscite apenas sorpresa, que la idea de anomia elaborada por Émile Durkheim supone una evidente inspiración para los planteamientos funcionalistas.
Una vez más en oposición al marxismo, que entiende la acción de los movimientos sociales como parte de la inevitabilidad histórica de la razón y del progreso humano, el funcionalismo analiza los fenómenos movimientistas como parte de “una ruptura temporal del equilibrio” de la estructura social que debe ser reparada mediante “reformas parciales” orientadas a restaurar su dinámica interna. Más aun, la amenaza que supone la acción colectiva sería neutralizada por las mismas “leyes de funcionamiento del sistema social”: aunque surge de manera espontánea, la perdurabilidad del movimiento dependerá de su organización, iniciando así un proceso de normalización burocrática que acabará comportando su integración a la lógica del orden social contra el cual surgió.
Dentro del funcionalismo aparecen dos perspectivas distintas. La primera corresponde a un “enfoque psicosocial” según el cual el estado emocional de los individuos, marcados por percepciones mayormente negativas como la frustración o el rencor, sería el factor desencadenante de la acción colectiva. No obstante, el sesgo psicologista que acentuaba los argumentos emocionales fue compensado por el concepto de “privación relativa” que supone el acceso diferencial de un grupo humano a los recursos materiales o al estatus simbólico. En última instancia, la emergencia del movimiento social daría cuenta del desajuste entre, por un lado, un código de valores que suscita determinadas aspiraciones y, por otro, las posibilidades materiales y simbólicas que ofrece una determinada estructura social.
Sin embargo, durante la segunda mitad de siglo, una vez que los movimientos de masas de los países desarrollados habían sido institucionalizados, surge una segunda perspectiva funcionalista, para la cual la emoción, susceptible de cristalizar posteriormente en ideología, ya no sería el catalizador del movimiento social. Denominamos “teorías de la elección racional” a aquellas contribuciones que quisieron pensar los mecanismos que originan la acción colectiva a partir de “una simple estrategia de cálculos racionales”: los actores sociales se movilizarían siempre y cuando las posibilidades de obtención de un beneficio superior a los costos generados fuesen considerables. Así se comprende que el alcance de un movimiento social dependería de la “capacidad de su estructura organizativa para movilizar recursos y planificar racionalmente su estrategia de acción”. Aunque, de igual manera, será necesario considerar las variables contextuales que favorecen la aparición de oportunidades políticas.
Teorías postestructuralistas
A finales de los años sesenta se produce una “revolución epistemológica” en las ciencias sociales protagonizada por los autores postestructuralistas franceses. Su crítica al “paradigma positivista moderno”, y en particular a la ambición científica que supone la búsqueda de un “conocimiento objetivo y universal”, les conduce al “relativismo contextual” del nuevo “paradigma postmoderno”. Sus planteamientos suponen un giro de la comprensión misma del ser humano, cuyas conductas se encuentran inmersas en una constelación simbólica que no puede reducirse a “leyes estructurales”. Después de asumir que los factores culturales permean sobre cualesquiera que sean los motivos que movilizan a los grupos humanos, se podría ya advertir que, en el análisis que los postestructuralistas realizan de los movimientos sociales, los factores relativos a la identidad de los sujetos, cuya comprensión solo puede ser ideográfica, reemplazan por completo los sistemas categoriales de alcance universal.
Para estos autores, entre los cuales Ullán de la Rosa principalmente menciona a Foucault, Deleuze y Guattari, la opresión omnímoda e impersonal procedería, después de todo, de aquellas narraciones epistémicas históricamente moduladas por un poder inaprensible en tanto que multidimensional. A razón de lo cual, cualquier pretensión de verdad absoluta sería un intento encubierto de dominar el organismo cultural dentro del cual se desarrolla la realidad cotidiana. Estos planteamientos teóricos son pertinentes para el ámbito de los movimientos sociales en tanto que, de la capacidad del poder por inocular cuantiosos ámbitos de interrelación humana, los postmodernos deducen que las resistencias deben adoptar formas moleculares que se expandan por prácticamente cualquier dimensión de la vida. Ante la centralidad del poder, los autores mencionados –así como Guy Debord, quien actualiza la crítica de la dimensión alienante del capitalismo– delinean un “proyecto libertario”, asentado sobre “luchas transversales e inmediatas”, que pareciera plasmarse en los acontecimientos del sesenta y ocho francés.
Nuevos Movimientos Sociales
De manera paralela al “advenimiento de la sociedad postindustrial”, principalmente durante los años ochenta, emergió una tipología inédita de movimientos sociales que serían categorizados con por las siglas NMS después de que Alberto Melucci acuñase el término de Nuevos Movimientos Sociales. Los NMS son estudiados por los académicos a partir de “herramientas conceptuales y metodológicas” que combinan los aspectos más heterodoxos de las tradiciones clásicas, marxistas y funcionalistas, con epistemologías postmodernas. De este sincretismo se sigue que los movimientos sean considerados “mecanismos culturales, identitarios y emotivos” sin por ello negar la “lógica estructural” de la que surgen: la aparición de los NMS sería parte del proceso de reacomodo de la estructura social ante las transformaciones acaecidas en el régimen de acumulación capitalista con la llegada de la fase postfordista.
Las demandas que impulsarían la aparición de los NMS serían, o bien “intereses materiales concretos” (como en el caso de los movimientos vecinales), o bien “valores no directamente materiales” (como la extensión de los derechos civiles) o “abiertamente postmaterialistas” (como el ecologismo o el pacifismo). Ante lo cual, resulta imprescindible mencionar que la singularidad de los NMS se sitúa en aquellas reivindicaciones postmaterialistas cuya condición de posibilidad se encuentra en las décadas de bonanza económica y ampliación de la protección social en que se produce un ensanchamiento de las clases medias: una vez satisfechas las necesidades básicas, las demandas apuntaron hacia “nuevas metas culturales” que ya no podían explicarse a partir de relaciones económicas. A este respecto, el Índice de Inglehart resulta ilustrativo de la preferencia ascendente de las clases medias, cuya socialización se produjo en condiciones de seguridad material, por valores que priorizan “la satisfacción estética, ética o intelectual” necesaria para la “autorrealización personal”.
Los NMS presentan una base social relativamente transversal en la que los jóvenes urbanos de significativo capital cultural ganan protagonismo en detrimento de la clase obrera tradicional. Pero la comprensión de semejante afirmación exige situarla en correspondencia con el descrédito creciente de aquellas organizaciones, como los partidos y los sindicatos, en torno a los cuales se nucleaba la mayor parte de la izquierda política. En desacuerdo con una estructura “burocrática y centralizada”, los NMS optan por organizarse de manera reticular, manteniéndose como parte de la sociedad civil y rechazando el salto institucional: la autonomía será una de sus señas características. De igual manera, abandonan los proyectos políticos monumentales a fin de perseguir “objetivos limitados” mediante acciones apegadas a la “vida cotidiana”. Asimismo, y en correspondencia con el antiautoritarismo que les caracteriza, los NMS renuncian a la violencia política: la “resistencia pasiva” y la “desobediencia civil” serán las tácticas mayormente empleadas.
Sin embargo, Ullán de la Rosa no se olvida de recoger las críticas que recibe el paradigma de los NMS, al que principalmente se le acusa de atribuirse “pretensiones de universalidad” por explicar los movimientos sociales contemporáneos, no ya a través de su idiosincrasia particular, sino mediante el contexto sociocultural que le es propio a la sociedad postindustrial. En consideración a lo cual, las corrientes críticas afirman que los NMS no siempre son nuevos, se posicionan a la izquierda del espectro ideológico ni rechazan participar en la “política formal e institucional”. Por otra parte, se le podría recriminar a la teoría de los NMS que reduzca «su campo de observación a las sociedades occidentales», así como que desatienda ciertos fenómenos de signo reaccionario, siendo étnicos o religiosos la mayor parte, que podrían considerarse movimientos sociales.
Hacia una síntesis ecléctica
A fin de integrar las múltiples aportaciones realizadas por las disciplinas sociales en “un marco teórico sistémico” que articule los enfoques centrados en la rigidez de la estructura con aquellos otros que expresan la plasticidad de la agencia, se ha propuesto el neologismo de “nuevos nuevos movimientos sociales”. Se quiera emplear esta denominación o no, lo cierto es que la búsqueda de una síntesis ecléctica y multidisciplinar en el análisis de los movimientos sociales del siglo XXI comporta la imposibilidad de clasificarlos en compartimentos estancos. En este sentido es que el autor acierta al insistir en que sólo podremos comprender los movimientos sociales en su complejidad inherente si antes reconocemos la heterogeneidad de sus rasgos. Una heterogeneidad que, por otra parte, se acentúa en la medida que los movimientos participan de los flujos globales que difuminan las raigambres locales.
Una vez llegados a la recta final de la obra queda claro que la labor de Ullán de la Rosa no es únicamente descriptiva o sistemática. Suya es una apuesta decidida por adoptar las aportaciones de las corrientes culturalistas, sensibles a la dimensión simbólica y discursiva de los fenómenos, sin renunciar a aquellas explicaciones estructurales que desde la economía política proporcionan un conocimiento sólido al respecto de las situaciones propicias para la emergencia de los movimientos sociales. De igual manera, sostiene que la teoría de la movilización de recursos y el enfoque de la elección racional pueden ser empleadas en aras de lograr una mayor comprensión de la lógica constitutiva de la acción colectiva.
Pero el principal mérito del autor probablemente sea su capacidad para exponer los distintos enfoques epistemológicos de manera sencilla y amena, para lo cual se sirve del ejemplo de cuantiosos fenómenos sociales que se encuentran en pleno desarrollo. Desde el indianismo político hasta el fundamentalismo islámico, pasando por el pentecostalismo o el altermundismo, sin obviar el ciberactivismo o las hibridaciones que en América Latina se producen entre movimientos sociales y partidos políticos. Por este motivo es que, al constatar el dinamismo que caracteriza nuestro tiempo, sin lugar a dudas convulso e incierto, aquello que además realiza el autor es una interesante invitación a descubrir los resortes a partir de los cuales se producen los fenómenos sociales.