¿Un mundo en transición?

Observaciones sobre geopolítica intersecular

Diciembre 2021 / Publicado en El Viejo Topo

Hobsbawm, Arrighi, Kissinger y Brzezinski constataron, cada cual desde su mirada, la manera en que, a través del siglo XX, se había configurado y distribuido el poder sobre el espacio geográfico. Este artículo recoge sus apreciaciones con el propósito de demarcar las discontinuidades presentes en el siglo XXI.

* * *

Transcurridas dos décadas desde el inicio del nuevo siglo, disponemos ya de suficiente distancia con respecto a la anterior centuria como para preguntarnos qué hay de nuevo en el terreno de operaciones mundial. Esta cuestión requiere, para empezar, identificar aquello que supuestamente dejamos atrás. Hagámoslo: ¿cuáles han sido los fenómenos más destacados del siglo XX?

A causa de la generalización de las condiciones sociales, económicas y culturales que propician la transición demográfica, quizá pudiéramos aludir al acelerado crecimiento de la población mundial. O, asimismo, señalar un desarrollo tecnológico sin parangón que, independientemente de la validez o no de la ley de rendimientos acelerados, ha posibilitado la puesta en órbita de satélites artificiales (la Unión soviética fue pionera: el Sputnik 1), así como la creación de armas nucleares (aquí los Estados Unidos fueron precursores: el Proyecto Manhattan). Con respecto a esto último, debe decirse que las motivaciones científicas se instrumentalizan tecnológicamente y, en el contexto de la Guerra Fría, con facilidad asumían fines militares.

Así pues, han sido esbozadas dos respuestas cuya mutua relación pareciera contraintuitiva: a lo largo del siglo XX la población crece, y mucho, pero también se perfeccionan, y mucho, las capacidades técnicas para matar. Cierto es, por supuesto, que las aplicaciones civiles acaban desbordando por completo el uso mortífero de los ingenios tecnológicos y de los hallazgos científicos acontecidos durante el pasado siglo: la física nuclear ha permitido la producción de energía eléctrica, así como, entre otras tantas aplicaciones, los procedimientos radiológicos terapéuticos, mientras que los satélites artificiales, además de permitir el guiado de proyectiles, impulsaron la comunicación inalámbrica, lo cual se encuentra relacionado con el desarrollo de internet y, por extensión, del campo de la informática.

Estas consideraciones podrían llevarnos a replantear la respuesta a la pregunta inicial desde una óptica política –y también geopolítica–, en virtud de la cual los fenómenos más destacados del pasado siglo serían los siguientes: el estallido de las dos guerras más sangrientas de la historia: la I y la II Guerra Mundial (lo cual ocurrió en la primera mitad de siglo); y la conciliación, aunque coyuntural y frágil, entre las exigencias de acumulación de capital y las demandas socioeconómicas de la fuerza de trabajo: el Estado social de bienestar (lo cual ocurrió en la segunda mitad de siglo). Antagonismos de clase, competencia intercapitalista, conflictos bélicos, movimiento obrero, correlación de fuerzas, política de bloques, etcétera. Todos ellos son aspectos que se imbrican con los dos fenómenos aludidos: contienda bélica sin cuartel, por un lado, y relativa paz, crecimiento económico y progreso social, por el otro.

Aunque Europa fue el principal escenario de los procesos que acaban de referirse como característicos del siglo XX, éstos no podrían haber tenido lugar, al menos en la dimensión en que se dieron, sin la concurrencia de los territorios del orbe en su totalidad. Son planetarias las causas, pero también las consecuencias, de unos fenómenos inequívocamente trascendentales. Por otra parte, en tanto que se relacionan con la incidencia sobre un espacio geográfico planetario, estos fenómenos ya no pueden considerarse simplemente políticos, pues son también geopolíticos.

No obstante, que las dos guerras mundiales, por un lado, y el protagonismo del Estado en la mediación entre clases, el desarrollo económico y la cohesión social, por otro lado, sean los fenómenos más significativos del siglo XX es la apreciación de quien escribe estas líneas. Y en ella reconocemos la impronta del historiador británico Eric Hobsbawm, para quien el siglo XX terminaría en ese momento en que definitivamente se imponía el fraudulento «fin de la historia» anunciado por Fukuyama (la «democracia liberal» amparada por el Consenso de Washington como salvoconducto por el cual deslocalizar la industria, desregular el mercado laboral, financiarizar la economía y consagrar la propiedad privada).

Cabe interrogarse, por consiguiente, al respecto de otras miradas proyectadas sobre ese siglo al que no debemos perder de vista, ya sea para no repetir atrocidades acontecidas en nombre de cualesquiera que sean los supremos valores, ya sea para reconocer avances de toda índole que, pese a ser irrenunciables para el bienestar de las mayorías sociales, se difuminan en la ubicación histórica donde actualmente nos hallamos inmersos. ¿Cuáles serán esos otros puntos de vista?

De izquierda a derecha y de arriba a abajo: Eric Hobsbawm, Henry Kissinger, Giovanni Arrighi y Zbigniew Brzezinski

Aparte de la perspectiva que nos ofrece el ya mencionado Hobsawm, en adelante observaremos el siglo XX desde el enfoque de Giovanni Arrighi, destacado estudioso de los ciclos económicos; pero también expresaremos las visiones de Henry Kissinger, el conocido teórico de la agresiva política exterior estadounidense, y de Zbigniew Brzezinski, quien también fue un influyente halcón de la Casa Blanca. Todos ellos escribieron su interpretación del siglo XX en obras publicadas prácticamente a la par[1].  

Las posiciones políticas de Hobsbawm y de Arrighi son claramente solidarias con el proyecto histórico que vino a denominarse izquierda, mientras que Kissinger y Brzezinski, ambos politólogos, han sido, además de fervientes anticomunistas, delineantes del imperialismo norteamericano; los primeros se sirven del acervo metodológico del marxismo, mientras que los segundos representan una raison d’état apoyada sobre el cálculo de intereses y la relación de fuerzas.

¿Cuál es la delimitación conceptual del siglo XX?

[1] Según Hobsbawm, el siglo corresponde al periodo comprendido entre la I Guerra Mundial (año 1914) –la cual suscitó el hundimiento de los viejos imperios europeos– y la desintegración de la Unión Soviética (año 1991) –antecedida por la caída del muro de Berlín–. Se trata, por lo tanto, de un «siglo corto» que abarca 77 años y que se caracteriza, entre otros aspectos, por un crecimiento de la población humana sin precedentes.

[2] Arrighi, por el contrario, concibe el XX como un «siglo largo», cuya longitud coincide con el ciclo estadounidense de acumulación de capital que se inició a finales del siglo XIX, tras la depresión prolongada que tuvo lugar a partir de 1873. No obstante, el siglo no cuenta con una fecha concreta de inicio y de fin, pues los ciclos sistémicos de acumulación se solapan entre sí. Se entiende, por consiguiente, que el siglo XX empezaría a concluir con la conformación del este asiático como «el centro más dinámico de acumulación de capital a escala mundial». Así, terminaría definitivamente con la consolidación de China como epicentro de la economía planetaria.

[3] Kissinger retoma la idea de Hobsbawm de un siglo XX breve e intenso que empezaría con la finalización, tras el estallido de la I Guerra Mundial, del «concierto europeo» surgido tras las guerras napoleónicas. Asimismo, este autor situaría el ocaso del siglo con el fin de la bipolaridad característica de la Guerra Fría.

[4] Para Brzezinski, al ser el siglo XX un siglo eminentemente estadounidense, éste empieza en 1898 con la guerra hispano-estadounidense, pues ello supondría el punto de partida de la expansión de la influencia norteamericana por el planeta. El siglo finalizaría, tras la disolución de la Unión Soviética, con la culminación de la hegemonía estadounidense en 1991.

¿Cuáles son los acontecimientos y procesos fundamentales?

[1] Eric Hobsbawm considera que la liberalización de los mercados genera las fricciones a partir de las cuales surgen las depresiones económicas que predisponen las crisis sociales. Ello caracterizaría las primeras décadas del siglo XX. Contrariamente, el proteccionismo es capaz de actuar como un factor de estimulación económica y de estabilidad social: los sistemas de bienestar y seguridad social que protegían las capas populares eran un logro de los gobiernos keynesianos de posguerra. No obstante, durante las últimas décadas del siglo XX, las economías desarrolladas de mercado pretendieron contener el gasto público, pues éste se financiaba mediante una política fiscal progresiva que, debido a la caída de la tasa de ganancia, los capitalistas ya no estaban dispuestos a tolerar.

Hobsbawm sostiene que el neoliberalismo logra debilitar el Estado nacional social, y lo hace por la transferencia de sus competencias a entidades supranacionales, así como por la liberalización de los servicios sobre los cuales hasta el momento era el proveedor monopolístico. El Estado dejó de interferir en los parámetros por los cuales se expresaba la vida de sus ciudadanos, lo cual resulta concomitante a la pérdida de capacidad para protegerlos del impacto de las dinámicas económicas globales. En síntesis, los factores que nos han conducido a un escenario de crisis permanente son la destrucción de puestos de trabajo a causa del aumento de la mecanización, la deslocalización de las actividades productivas a regiones cuya fuerza de trabajo tiene un coste menor, y la poca voluntad –o la amplia incapacidad– de los gobiernos para proteger a sus países de las alteraciones y cataclismos que se producen en la economía mundial.

¿Y qué ocurrió en la Unión Soviética? Puesto que las fuerzas productivas de la URSS se caracterizaban por su rigidez, el país perdió en su competencia por la supremacía mundial tras su paulatina integración a una economía de alcance global cuya naturaleza es cambiante e inestable. Asimismo, las recesiones continuadas de alcance planetario que se dieron a partir de los setenta llegaron a afectar a los países del Bloque del Este en la medida que sus economías se encontraban cada vez más interrelacionadas con el mercado mundial.

[2] La inestabilidad socioeconómica que diagnostica Hobsbawm en las postrimerías del siglo XX coincide con lo que Giovanni Arrighi considera que es la «revolución neoliberal»; esto es, el proceso de financiarización de la economía. La importancia del fenómeno radicaría en constituir un síntoma inequívoco del agotamiento de un ciclo de acumulación sistémico liderado por Estados Unidos, pues reproduciría la tendencia de las potencias decadentes en reconvertir sus actividades industriales o comerciales en actividades financieras mediante un trasvase de flujos de capital «desde los centros de acumulación declinantes a los centros emergentes». Ocurre, para el infortunio norteamericano, que los países que en mayor medida logran atraer para sí las inversiones mundiales adquieren, por medio de la absorción de los excedentes de capital originados en otros espacios productivos, la posibilidad de organizar nuevas estrategias y estructuras de acumulación.

[3] Por su parte, Henry Kissingerse muestra más afín a una concepción según la cual el poder (militar, diplomático…), y no tanto la economía, es aquello que permite distribuir las posiciones –de dominio o de subordinación– en las relaciones internacionales. El exsecretario de Estado de los Estados Unidos considera que ciertas disputas bélicas son los acontecimientos que mayor importancia han tenido a lo largo del siglo pasado, toda vez que estas conflagraciones permitieron a los EEUU adquirir una posición cada vez más destacada en el escenario internacional: ser reconocido como una potencia tras la I Guerra Mundial, constituirse como una de las dos superpotencias surgidas tras la II Guerra Mundial y, finalmente, ser la nación facultada para edificar un nuevo orden mundial. Aunque el fin de la Guerra Fría deja una superpotencia victoriosa, Kissinger reconoce que el panorama internacional está lejos de ser un régimen unipolar: los mecanismos de poder se han vuelto más difusos y, con ello, la capacidad de EEUU por detentarlos no resulta tan eficaz.

[4] En sintonía con los planteamientos afirmados en el párrafo superior, Zbigniew Brzezinski sostiene que la I Guerra Mundial supuso la emergencia de Estados Unidos como un nuevo actor en la escena internacional capaz dirimir, mediante su acción militar, el devenir del mundo. Además, la II Guerra Mundial supuso el inicio de la era estadounidense en detrimento del continente europeo. El imperio estadounidense, a diferencia de los anteriores, se organizó a través de una multiplicidad de organismos y acuerdos supranacionales de carácter militar, económico o comercial (la OTAN, el FMI, la OMC, etc.), surgidos en el contexto de la Guerra Fría y subordinados, en última instancia, a los intereses de alcance global del capital estadounidense. Por su parte, el monolitismo ideológico del socialismo realmente existente socavó el potencial económico de la URSS, finalmente rezagada con respecto al dinamismo e innovación de la economía de mercado capitalista.

Boxing at Juan-les-Pins (1929), por Wyndham Lewis

El proceso de unificación europeo es, para Brzezinski, otro de los hechos más destacables de los últimos compases del siglo XX. Éste fue impulsado por «los recuerdos de la destrucción causada por las dos guerras mundiales, la búsqueda de una recuperación económica y la inseguridad generada por la amenaza soviética». Pero la consolidación de la integración europea no hubiera sido posible sin otro acontecimiento de suma importancia: la reunificación alemana. Esta reunificación permitió que los germanos, respaldados por Estados Unidos, se convirtieran en la potencia europea que desbancó el liderazgo francés. De hecho, Alemania promocionó, pese a las reticencias de Francia, la extensión de las instituciones europeas hacia al este, lo que se encontraba en correspondencia con el interés estadounidense por acercar las posiciones de la OTAN a territorio asiático. 

¿Y los actores destacados?

[1] Hobsbawm comprende que el rumbo que toman los Estados se encuentra condicionado por un determinado equilibrio de fuerzas interno. Al no ser simplemente testimonial el rol de los actores subestatales, se le deben prestar atención a los elementos de la sociedad con capacidad de modificar las agendas de sus países: adquieren un papel protagónico los movimientos sociales del siglo XX (destacando el movimiento obrero en los países industrializados y los movimientos de liberación nacional en los territorios colonizados), que posteriormente se fragmentaron en una multitud de colectivos con reivindicaciones parceladas. Pero Hobsbawm tampoco descuida los nombres propios de aquellos líderes capaces de forjar un proyecto político que tenga relevantes implicaciones para el conjunto de la nación e incluso para el devenir de la humanidad. Entre estos personajes se encontrarían, además de las insignes figuras con que solemos asociar el siglo XX, líderes políticos sombríos, pero de enorme repercusión histórica, como Thatcher, Reagan o Gorbachov. Por último, no podemos desatender los organismos multilaterales de crédito (FMI y BM) que orientan considerables cantidades monetarias, ni aquellos otros actores privados, como son las corporaciones transnacionales, que operan a escala planetaria.

[2] Según Arrighi existirían, a grandes rasgos, dos tipos de actores de tipo estatal: los países centrales y, en relación de interdependencia con éstos, los países periféricos o subalternos. La posición de unos y otros se encuentra supeditada a la función que cumplen dentro del proceso de «acumulación de capital a escala mundial», siendo que los países periféricos forman parte del sistema de abastecimiento de los países centrales. No obstante, cabe mayor especificidad: gran parte del siglo XX estuvo estructurado por tres agrupamientos de actores definidos como Primer Mundo (principalmente Norteamérica, Europa Occidental y Japón), Segundo Mundo (la URSS y Europa del Este) y Tercer Mundo (los países no desarrollados). Ahora bien, la desintegración de la URSS supuso una nueva polarización entre aquellos países con superioridad militar (que en adelante corresponderían a los integrantes de la OTAN) y aquellos otros países que presentaban tasas más altas de acumulación de capital (entre los cuales emerge el «archipiélago capitalista» del este y sudeste asiático[2]). Este dimorfismo entre unos y otros actores estatales da cuenta de lo que, a criterio de Arrighi, supone una bifurcación entre el poder económico y el poder militar. En cualquier caso, también debiéramos estimar la importancia de los organismos financieros internacionales surgidos de Bretton Woods (FMI, BM) y, especialmente, los inversores que movilizan caudalosos flujos de capital.

[3] Kissinger otorga a la diplomacia un cometido destacado en la configuración del sistema internacional del siglo XX. La diplomacia, concebida como el manejo de las controversias entre Estados a través de la negociación, fue el procedimiento principal por el que Kissinger afirma que abogó durante la tensión entre el Occidente capitalista y el Bloque del Este. Sin embargo, ¿es esto cierto? Aunque a Kissinger se le atribuye la llamada «política de distensión» con respecto a la Unión Soviética, también es cierto que su implicación fue manifiesta en la confabulación del Golpe de Estado en Chile de 1973, el mismo año en que recibió el premio Nobel de la Paz. De igual manera, durante los años en que su voz contó con indudable influencia en la Casa Blanca, contribuyó a planificar intelectualmente otras tantas intervenciones militares.

Entonces, la diplomacia a la que vinculamos a Kissinger es aquella que, incluyendo medidas conminatorias y coactivas, se fundamenta en criterios pragmáticos alejados de nociones ideológicas o éticas. A su criterio, el papel de los estadistas y los políticos, en tanto que estrategas, es de vital importancia para los Estados. ¿Y cuál de todos ellos ha sido predominante durante el siglo XX? Aun cuando Europa occidental, Japón y China son otros de los actores destacados que se mantenían en el proscenio internacional antes de que se bajara el telón del vigésimo siglo, Estados Unidos ha jugado un rol en mayor medida conspicuo. Y téngase presente que, si observamos las relaciones internacionales según la Realpolitik de Kissinger, no son amigos lo que tiene EEUU, sino aliados: las alianzas, a diferencia de las amistades, son condicionadas y circunstanciales.

A Battery Shelled (1919), por Wyndham Lewis

[4] Para Brzezinski, «los Estados-naciones siguen siendo las unidades básicas del sistema mundial». Y, de todos ellos, Estados Unidos es «la primera y única potencia global». A su entender, los países extraeuropeos vencedores de la II Guerra Mundial (los Estados Unidos y la Unión Soviética) fueron los que se convertirían en los aspirantes a la preeminencia ecuménica. Reducido el potencial ruso, Brzeznski considera que Europa podría adquirir una posición global de sumo poder siempre y cuando logre integrarse tanto económica como políticamente. En cualquier caso, no debería entenderse la construcción europea como el resultado de un proceso de confluencia homogénea, pues descuellan las pretensiones francesas y alemanas por liderar Europa bajo sus respectivos intereses.

Tampoco debiéramos pasar por alto la diferenciación que realiza Brzezinski entre los «jugadores geoestratégicos», países que se caracterizan por ejercer poder o influencia más allá de sus fronteras, y los «pivotes geopolíticos», aquellos otros cuya situación e idiosincrasia geográfica es sensible a la gestión estratégica de los intereses geopolíticos de países con un poder superior. Dejando de lado ese primus inter pares que es Estados Unidos, los «jugadores geoestratégicos» de mayor relevancia corresponderían a Francia, Alemania, Rusia, China e India, mientras que los «pivotes geopolíticos» a considerar son Ucrania, Azerbaiyán, Corea del Sur, Turquía e Irán.

¿Qué espacios geopolíticos fueron o serán primordiales?

[1] Hobsbawm detecta tres escenarios en los que se ubican las distintas dinámicas políticas, sociales y económicas del siglo XX: el «occidente capitalista» al que también llama «economías desarrolladas de mercado», los países del «socialismo real» o «segundo mundo», y el «tercer mundo» o «economías de renta baja».

[2] Aunque Arrighi piensa la totalidad del sistema-mundo capitalista como el ámbito en el que se producen los procesos geoeconómicos y, por tanto, geopolíticos, las localizaciones clave serían los centros de acumulación de capital: al ocupar una posición superior en la jerarquía del valor añadido, resultan también centros de poder y liderazgo mundial. Nos referimos a Norteamérica y Europa occidental a lo largo de los ciclos sistémicos de acumulación precedentes, por bien que actualmente Asia oriental está convocada a tener un papel geopolítico fundamental.

[3] Kissinger considera que Europa fue, a lo largo del siglo pasado, uno de los espacios geopolíticos de mayor importancia. Y en adelante lo son todos aquellos en los cuales Estados Unidos posee un interés relacionado con su seguridad nacional. América Latina, y en especial el Caribe, suponen una de esas zonas en las que se produce la intersección entre la materialización de los valores y la consumación de las necesidades estadounidenses. Pero esos espacios de suma importancia también correspondían a las zonas de amortiguamiento de la vis extendi soviética; es decir, los márgenes del área de acción e influencia rusa (coincidentes con el Rimland euroasiático teorizado por Spykman).

[4] Para Brzezinski, la gestión estadounidense en Eurasia es crucial para sus intereses, pues se trata del «continente central del mundo» del cual África y Oceanía resultan apéndices subordinados. En Eurasia se concentran «todos aquellos Estados potencialmente susceptibles de desafiar política y/o económicamente la supremacía estadounidense». En particular, las áreas económicamente más activas y políticamente más influyentes de Eurasia se encuentran en sus márgenes horizontales: Europa occidental y el lejano Oriente. Asimismo, Oriente Próximo constituye un espacio geopolítico de vital importancia, pues su inestabilidad genera alteraciones políticas que pueden efectuar modificaciones significativas sobre el dominio de la zona, desplazando la influencia estadounidense o, por el contrario, propiciándola.

¿Qué nos espera en el siglo XXI?

[1] Aunque Hobsbawm prefiere abstenerse de hacer predicciones, sí presagia que, debido a la fase de crisis histórica que le es propia a la humanidad, el futuro diferirá considerablemente de tiempos anteriores. Atendiendo a la periodicidad de los ciclos económicos de Kondrátiev, existen fuertes expectativas de una nueva expansión económica que, sin embargo, podría postergarse por diversos factores. En su opinión, «los dos problemas centrales […] son de tipo demográfico y ecológico», lo cual suscitará mayores «desequilibrios entre las diferentes zonas del mundo». La humanidad deberá buscar alguna forma de equilibrio entre los recursos que consume y las consecuencias que sus actividades producen, lo cual resulta «incompatible con una economía mundial basada en la búsqueda ilimitada de beneficios».

[2] A razón de la «actual crisis del régimen de acumulación estadounidense», Arrighi conjetura tres posibles escenarios para el capitalismo como sistema-mundo. En el primero, los centros de poder vigentes pueden retener los puestos de mando de la economía-mundo conformando «un imperio-mundo verdaderamente global» que detenga el curso de la historia capitalista. En el segundo, el este asiático asumiría el control sobre el capital excedente, aunque eso no garantizaría la construcción de un aparato estatal y militar fuerte que asegure un proceso de transición hegemónica. El tercero de los escenarios corresponde al ocaso del capitalismo, suscitando una suerte de caos sistémico que comprometería el destino de la humanidad. Sea como fuere, en las próximas décadas nos depara un escenario de incertidumbre.

[3] Para Kissinger, «el sistema internacional del siglo XXI quedará señalado por una aparente contradicción: por una parte, fragmentación; por la otra, creciente globalización». Asimismo, la arquitectura mundial se caracterizará por múltiples «centros de poder distribuidos por todo el globo terráqueo», por lo que, para asegurar un orden en paz, se revela necesario un «equilibrio de intereses nacionales en competencia». Ante este escenario, ¿es posible un nuevo siglo estadounidense? A criterio de Kissinger, «la cristalización de los ideales norteamericanos tendrá que buscarse en la paciente acumulación de éxitos parciales». Probablemente, Estados Unidos deba conformarse con tutelar, junto con sus aliados, una irremediable transición hacia la multipolaridad.

[4] Brzezinski contempla la posibilidad de que, a lo largo del siglo XXI, se conformen coaliciones regionales de Estados cuyo propósito sea amenazar el liderazgo mundial de Estados Unidos, al punto de constituirse «una coalición “antihegemónica” unida no por una ideología sino por agravios complementarios». A fin de lidiar con esta amenaza, a EEUU le interesa la cooperación política y militar con Europa, motivo por el cual su unidad política (la UE) y su aparato militar (la OTAN) es fundamental. Asimismo, la expansión europea hacia el este puede suponer la cadena de transmisión a través de la cual los intereses estadounidenses pueden penetrar en el corazón euroasiático: los Estados Unidos tienen en Europa la puerta de acceso al núcleo interior euroasiático (ese Heartland teorizado por Mackinder)[3].

El reposicionamiento estadounidense en las áreas vulnerables es indispensable para retener su capacidad de acción e influencia en la esfera política internacional, y para ello las «consideraciones geoestratégicas a largo plazo» son de suma importancia. Sin desestimar la cooperación global institucionalizada, los preceptos que Brzezinski prescribe al gobierno estadounidense son: mantener la ventaja comparativa estadounidense en materia tecnológica y militar, parasitar la cultura de masas extendiendo la concepción individualista de libertad, y captar los gobiernos extranjeros, especialmente aquellos con capacidad para «causar un desplazamiento potencialmente importante en la distribución internacional del poder». De ello dependerá su poder en el siglo XXI.

Conclusiones

De los autores referidos, fue Arrighi quien supo advertir con mayor clarividencia la importancia que iría adquiriendo China en los inicios del nuevo milenio. El punto de partida de sus investigaciones son los ciclos sistémicos de acumulación de capital: una alternancia de fases de expansión material y de expansión financiera cuyo agotamiento comporta el inicio de un nuevo ciclo en el que se reorganizan los monopolios relativos de producción. Se trata de una visión estructuralista que contrasta con la primacía de la agencia que pareciera otorgarle Hobsbawm al desarrollo histórico.

Alejado de concepciones economicistas y teleológicas de la historia, el marxista Hobsbawm no considera que el simple desarrollo de las fuerzas productivas comportará, por sí mismo, un estallido revolucionario que propicie la superación de las relaciones de producción y origine una sociedad sin clases. Antes bien, en la medida que se encuentra supeditado a la acción humana, el porvenir se encuentra abierto y, por ello, es impredecible.

Siendo el Estado el elemento fundante de la geopolítica contemporánea, no debiera olvidarse que su carácter está marcado por la composición social de sus élites dirigentes. Significa esto que los objetivos de los Estados serán tendencialmente coincidentes con los intereses de las fuerzas socioeconómicas que les son políticamente preponderantes. Podemos decir, con todos los matices que se quiera, que el sentido del recorrido que se proponga un Estado con respecto al desarrollo de sus capacidades se encontrará ampliamente condicionado por la lucha de clases.

Sin embargo, además de la rapport de force interna, la idiosincrasia de los Estados depende también de la rapport de force externa: la existente en el cuadrilátero internacional. Los Estados condicionan el medio internacional en el que interactúan y, a su vez, están condicionados por ese mismo medio internacional. En ausencia de un gobierno supranacional común que quizá nunca existirá, nos encontramos ante una codeterminación dinámica entre las posibilidades de la política estatal y de la esfera internacional.

La comprensión debe impulsarnos a la acción: desde una disposición explicativa hacia una inclinación programática. Para intervenir en el tablero mundial es necesario que los marcos conceptuales y los enfoques epistemológicos que nos proporcionan autores como Hobsbawm o Arrighi sean combinados con las consideraciones prácticas de Kissinger y Brzezinski. El propósito de estos últimos es elaborar instrumentos teóricos con los que llevar a cabo una correcta gestión estratégica de los intereses geopolíticos de su ámbito estatal de referencia, que en su caso corresponde a Estados Unidos. La fuerza motriz de los análisis geoestratégicos de Kissinger y de Brzezinski es, por tanto, el interés nacional.

La versión más cruda del pragmatismo político se observa en la figura de Kissinger, para quien la acción política pareciera tener autonomía absoluta con respecto a cualquier otro principio supuestamente superior como, pongamos por caso, los derechos humanos. En otras palabras: no existen óbices que limiten la amplitud de maniobra con que implementar un proyecto político susceptible de maximizar una posición que sea acorde a los objetivos pretendidos. El actor que ejerce mayor poder es el que diseña la arquitectura internacional y el que designa los valores con que se legitima el orden mundial.

Ocurre que Estados Unidos ya no es capaz de generar ni de imponer los consensos a partir de los cuales se juega la partida. La percepción generalizada es que decae su poder blando (las recompensas proporcionadas por la asunción voluntaria de sus dictados), así como su poder duro (la capacidad coactiva de imponer esos mismos dictados). El propio Brzezinski asume la debilidad política que le es propia a la superpotencia norteamericana. Las causas de ello son diversas, y apuntarían tanto al endeudamiento de la economía estadounidense como a su vulnerabilidad derivada de la alta dependencia de recursos naturales estratégicos.

Cierto es que el dólar estadounidense sigue siendo la divisa de referencia mundial, y que China tampoco tiene asegurado el abastecimiento de los insumos con que alimentar a su industria descomunal. Pero, aunque lo probable es que su decadencia no llegue a consumarse de manera repentina ni próxima en el tiempo, el declive estadounidense se ha iniciado ya, y éste tiene por corolario un periodo de transición en que China, esforzándose por liderar tanto la captación de recursos como el suministro de productos, disputa la hegemonía a los norteamericanos.

Así pues, avanzamos hacia un mundo nuevamente polarizado en el que la conflictividad será más proclive que la cooperación. Prueba de ello es la recién aparición de los misiles hipersónicos que nos sitúan ad portas de una nueva carrera armamentista (que, por cierto, tiene en la Inteligencia Artificial un nuevo campo de desarrollo); lo cual ocurre independientemente de si los aspectos ideológico-doctrinarios, que acentuaban la rivalidad durante la anterior Guerra Fría, se encuentran o no incorporados en la pugna actual entre China y Estados Unidos.

A Canadian Gun-pit (1918), por Wyndham Lewis

Si las capacidades de un Estado remiten al tamaño de la población y del territorio, a la fortaleza militar, así como a la estabilidad y competencia políticas, entonces deberemos asumir que, en varias de estas áreas, las fortalezas de China son superiores a lo que fueron las de la Unión Soviética. Además, China ha sorteado ese valladar que –según algunos de los teóricos aludidos– impidió la continuidad de la URSS: la esclerotización de las fuerzas productivas. Las potencialidades del desarrollo tecnológico chino son ahora innegables, y ejemplo de ello es que el país lidere las patentes 6G después de poner en órbita el primer satélite con este tipo de tecnología.

En resumidas cuentas, la apertura a las inversiones extranjeras promovida por Deng Xiaoping generó una aparente cooperación entre el mundo productivo chino y el mundo financiero estadounidense que ha evolucionado a un enfrentamiento indisimulado[4]. En pocos años, ambos países han pasado de una mutua desconfianza a una abierta hostilidad. Queda por ver si, a medida que el balance de poder empieza a desequilibrarse a favor del país asiático, la trampa de Tucídides se constata.

Mientras tanto, los intereses alemanes acaban prevaleciendo en una Unión Europea cuyos procesos de toma de decisiones deberían ser corresponsabilidad de todos los Estados miembros. Recordemos que la Alemania de posguerra representaba la división del mundo en dos bloques antagonistas y, del mismo modo, representaba el temor de éstos ante el tercerposicionismo que podía suponer una Alemania reunificada. Sin embargo, los propósitos alemanes se circunscriben, actualmente, al área europea, y ésta pareciera limitarse a un mercado de 500 millones de consumidores, lo que no es algo menor si consideramos su amplia predisposición a las innovaciones.

En consonancia con lo anterior, la Unión Europa se muestra decidida a financiar la reconversión productiva de aquellas grandes empresas llamadas a dinamizar la transición energética. Asimismo, condiciona el financiamiento a los países miembros a la implantación progresiva de políticas de ajuste estructural. El objetivo es seguir reduciendo la carga fiscal sobre las rentas del capital, lo cual va en detrimento de la cobertura ofrecida por unos servicios públicos de calidad. Así se entiende que la disciplina a la que se somete el gasto público tenga por correlato la promoción de demandas civiles multiformes donde la conflictividad social resulta desterrada.

A todo esto, Europa se encuentra alejada de los grandes centros productivos (el «taller del mundo» del este y sudeste asiático, expresándolo a la manera de Arrighi): la deslocalización industrial ha comportado que las cadenas de suministros de productos se alarguen extraordinariamente. Incluso se necesita importar, desde miles de kilómetros de distancia, manufacturas tan básicas y esenciales como las correspondientes al material sanitario de primera necesidad. El desarrollo de este proceso, que ha enriquecido a los accionistas de grupos corporativos que actúan de intermediarios entre la producción y el consumo, comporta la vulnerabilidad estratégica de Europa, ahora ampliamente dependiente del mercado mundial.

Un escenario como el descrito muestra que, frente al autoritarismo chino al que suelen aludir los medios occidentales, Europa ha visto reducido su músculo geopolítico a causa de lo que podríamos considerar que es otro tipo de autoritarismo: el de los grupos empresariales que, movidos por el interés particular de maximizar sus ganancias, han obrado comprometiendo el conjunto de la sociedad europea. En ese sentido, diríamos: el autoritarismo del PCCh se ejerce en pos del desarrollo de la sociedad china en su conjunto, mientras que el autoritarismo empresarial europeo se ejerce en aras de los estratos que se encuentran en la cúspide de la pirámide socioeconómica. Uno planifica a largo plazo, el otro a corto o medio término.


[1] Las obras de referencia son: Hobsbawm, E. (1994): The age of extremes: The short twentieth century, 1914-1991; Arrighi, G. (1994): The Long Twentieth Century. Money, Power and the Origins of Our Times; Kissinger, H. (1994): Diplomacy; Brzezinski, Z. (1997): The Grand Chessboard: American Primacy and Its Geostrategic Imperatives.

[2] Hablamos de Japón, los Cuatro Tigres Asiáticos (Corea del Sur, Singapur, Hong Kong y Taiwán) y los Tigres Menores (Malasia, Indonesia, Tailandia y Filipinas). Asimismo, Arrighi acaba por asumir la importancia de China en la conformación de un nuevo centro de poder mundial.

[3] No obstante, Brzezinski deja abierta la posibilidad de «una relación más orgánica» entre Europa y Rusia a través de la integración rusa tanto a la UE como a «un sistema transatlántico de seguridad ampliado» que pudiese tener mayor penetración en territorio euroasiático. Se trata de absorber Rusia a fin de aislar China.

[4] No es anecdótica la creación del Centro de Misión China con el propósito de «abordar el desafío global planteado por la República Popular China», según anunció el director de la Agencia Central de Inteligencia (CIA). Véase: “CIA Makes Changes to Adapt to Future Challenges” (7/10/2021).