Un diálogo entre republicanismo y populismo

Fernández Liria, Carlos. En defensa del populismo. La Catarata, 2016, pp.240.

Publicado en Oxímora. Revista internacional de ética y política / 2017.

A razón de ciertas experiencias políticas contemporáneas, no son pocos los autores que han esbozado, desde su particular disciplina académica, una suerte de conexión entre, por un lado, la tradición del pensamiento republicano y, por otro, aquellas reflexiones acerca de la lógica inherente al populismo. No siendo indiferente a la agitación teórica que suscita este debate, el filósofo Carlos Fernández Liria ha realizado su particular contribución publicando En defensa del populismo. A lo largo de la obra, el autor pone a dialogar ambas corrientes de pensamiento, la republicana y la populista, a partir de la tesis que atraviesa de inicio a fin su obra: al no ser posible eliminar la superstición ni la pertenencia tribal del ser humano, la tarea populista radicaría en recoger las pasiones y las energías populares para dirigirlas a favor de las instituciones republicanas. En este sentido, podríamos afirmar que el proyecto republicano sería la estrategia, y la intervención política populista la táctica. Pero si se quiere captar con mayor rigor la argumentación que fundamenta la posición del autor, deberemos sondearla por medio de la inmersión a los siguientes planteamientos.

Para empezar, Fernández Liria sostiene que los acontecimientos históricos han desmentido la dialéctica marxista según la cual el capitalismo suponía una fase necesaria –aunque dolorosa– para la consecución de la emancipación humana. Así se comprendería que, a causa de los mecanismos compensatorios por los que la sociedad se repliega sobre arcaísmos culturales como respuesta a la internacionalización indómita del capital, la historia parezca retroceder a medida que avanza: la degradación de la vida humana no sólo corroe las mismas bases antropológicas sobre las que se sostienen las sociedades, sino que suscita en los individuos una reacción tribal y fundamentalista. Consiguientemente, no sería la razón el material del que se compone el medio humano sobre el que desplegar proyecto político alguno. Pero será ineludible precisar que Fernández Liria piensa que la auténtica oposición al capitalismo no procede de una actitud regresiva o reaccionaria, sino de una modernidad ilustrada que fue derrotada por el propio capitalismo.

A este respecto, el autor insiste en que no existe continuidad natural entre la Revolución francesa y el capitalismo: la burguesía no puede ser considerada la abanderada de la Revolución francesa, sino, antes bien, la responsable de su derrota, impidiendo que el sistema político basado en la libertad republicana propiciase la independencia civil de una población cuyas condiciones de existencia se encontrasen aseguradas. Al comprender que la burguesía triunfó «a pesar de», y no «debido a», la Revolución francesa, resulta más fácil percibir que, cuando la izquierda combate al Estado en nombre de la democracia, a decir verdad afianza al capitalismo en detrimento de ésta última1. Semejante despropósito se produce porque el Estado democrático parlamentario no es una simple escenificación de la voluntad de los poderes económicos, ya que la democracia, según Fernández Liria, no sólo es disociable del capitalismo, sino que además es incompatible.

Así se explica que la defensa decidida que el autor realiza de los fundamentos ilustrados del Estado moderno (la división de poderes, las libertades civiles, la igualdad de los ciudadanos ante la ley, etc.) no signifique un conformismo con respecto a la configuración estatal surgida de la modernidad, puesto que, por el contrario, el compromiso con la institucionalidad ilustrada exige una crítica de la captura de las instituciones existentes por parte del capital. La inadecuación de los dispositivos estatales a la teoría republicana se debería a la interferencia del capitalismo como poder capaz de alterar las reglas y principios en pos de unas minorías acaudaladas. Por lo que, para el Fernández Liria, se debe rescatar la democracia del abuso del capital, que no hace más que desdibujarla a fin de presentarla como un principio desvalorizado e inoperante al que renunciar. Por decirlo con rotundidad, puesto que sin la garantía de las condiciones materiales de existencia no puede haber proyecto republicano, éste debe ser inexorablemente anticapitalista.

Ahora bien, ante una situación como la descrita, caracterizada por la derrota del proyecto político republicano, regresa esa pregunta qué tal vez nunca se fue: qué hacer. Según la posición de Fernández Liria, asumir el populismo sería la única manera por la que hacer políticamente viable un proyecto republicano fundamentado en la Ilustración. De ahí que, como el autor expresa, “mientras la Ilustración señalaba el horizonte de lo irrenunciable, el populismo marca la pauta de lo inevitable” (Fernández Liria, 2016: 237). Sin embargo, la corriente del pensamiento surgida de la Ilustración pareciera incompatible con los planteamientos populistas. Diríamos que la circunspección y mesura de las instituciones republicanas no sería acomodable a la movilización de los afectos y las pasiones propia de un populismo cuyos fundamentos conceptuales rechazarían la razón como categoría de autoridad trascendental. De resultas a lo cual, deberemos rastrear el sendero que lleva al autor a descubrir una intersección entre dos planteamientos que no daban muestras de encontrarse.

Si buscásemos el motivo principal por el cual Fernández Liria, un impenitente partidario de la Ilustración, se acerca al populismo, ese motivo procedería del hallazgo que realiza en la médula misma de cualquier planteamiento ilustrado: al encontrarse impregnada del inconsciente pulsional de los individuos, la razón humana no resulta incorrupta en cualquier momento2. Pasar por alto las implicaciones de semejante consideración equivale a poco menos que ignorar las limitaciones del proyecto de la Ilustración. En adelante, un actuación política que aspire a ser resolutiva no puede más que desarrollarse dentro de la pertenencia a un grupo cuyas lógicas no necesariamente se hallan en concordancia con un pensamiento racional. De manera que, aun cuando no renunciemos a la ambición de acercarnos progresivamente a la razón, cualquier proyecto político que aspire a la movilización de un sujeto colectivo deberá recurrir a “una sintaxis inevitablemente heterónoma, mítica y religiosa” (Ibíd., 54)3.

Asentando su argumentación, Fernández Liria se sirve de una serie de crónicas de la Grecia clásica para ejemplificar el modo en que cualquier aspiración portadora de razón y verdad empieza por colisionar con el lenguaje por cuanto éste actúa como soporte de mitos y supersticiones. Consiguientemente, sería un dislate pensar que la verdad, por el mero hecho de serlo, irradia un poder revelador capaz de desenmascarar y someter la mentira. La lección obtenida es que la defensa de la verdad es una tarea inoperante si es que no apela a nada más que a su misma pulcritud proposicional. Habrá que mancharse no pocas veces para alcanzar la verdad: de ser menester, resultaría pertinente defender una mentira frente a otra si es que, al falsear o desprestigiar la mentira previamente instaurada por medio de la contraposición de ambas, nos acercamos un poco más a la verdad4. Se trata de una apuesta por apartar un excesivo pudor en la lucha por la razón que procede de advertir que las falsedades son el resultado de “prácticas materiales, vivencias, pasiones y creencias”, respaldadas por “siglos de tradición”, “medios de comunicación” y “relaciones de poder” (Ibíd., 39). Así se explica la densidad y solidez que las supersticiones pueden llegar a tener, y, como reverso de ello, la impotencia a la que se puede ver abocada una actuación política portadora de verdad.

De lo expuesto hasta el momento, cabe tener claro que la preponderancia política de las mentiras o falsedades antes se sitúa en su carácter vivencial que en su inadecuación con respecto a la realidad. Bien visto, al ser la de los hombres y mujeres una razón finita (esto es, una razón cuyos contenidos proceden de una sensibilidad que no requiere de una construcción epistemológica previa), la tarea de invocar una suerte de raciocinio aséptico está condenada al fracaso. Por el contrario, un pensamiento ilustrado no podrá prescindir de los sentimientos y las pasiones si aquello que desea es permear sobre la sociedad. Solamente así se entiende la importancia del populismo, al que Fernández Liria considera “la única posibilidad que tiene la izquierda para enderezar el mundo de los afectos populares a su favor” (Ibíd., 159).

Al fin y al cabo, cualquier tentativa política que aspire a ser transformadora deberá tener en cuenta que toda formación social, por más que se fundamente el progreso y la razón, posee un sustrato antropológicamente religioso. Aun siendo una espiritualidad laica, la religión sería así el elemento absoluto que, siendo exterior al grupo humano, permite cerrarlo como una unidad cohesionada5. Tener esto en consideración no nos debe llevar a prescindir del proyecto de la Ilustración, ya que, por el contrario, debe evidenciarnos que la tarea de una lucha política ilustrada es devenir hegemónica. En palabras del autor, “instalarse en el sentido común de la población de manera que los propios intereses se hagan pasar por los intereses de la voluntad general” (Ibíd., 52). Y puesto que la voluntad general toma mayor concreción discursiva en el pueblo, cualquier tarea hegemónica pasa por construir un sujeto político popular. Aunque haya el riesgo de que adversario político aprehenda, distorsione y asimile un discurso populista, será necesario operar con los términos y parámetros del pueblo a fin de plantear un desafío consecuente al orden existente.

En resumidas cuentas, Fernández Liria recurre a consideraciones de cariz filosófico, psicológico y antropológico para indicar las problemáticas a las que debe hacer frente un proyecto ilustrado. Enarbolar la bandera de la verdad resulta claramente insuficiente para librar la batalla de le hegemonía política si es que se tienen aspiraciones de vencer. Ahí es donde el autor despliega un razonamiento a partir del cual resulta posible hilvanar el populismo con el proyecto republicano surgido de la Ilustración: procede del propósito de no cederle al rival las armas necesarias para la disputa política aquello que lleva al autor a conectar con el populismo como forma de interpelar un pueblo que representaría esa voluntad general en la que debe envolverse cualquier programa político que aspire a hegemonizar la sociedad. De este modo, la obra recurre en repetidas ocasiones a Podemos, la fuerza política que ha puesto a la defensiva el sistema de partidos español, para dar cuenta de cómo es posible defender un proyecto político republicano mediante formas de intervención política que acertadamente podrían considerarse populistas.

A la postre, no sólo los planteamientos republicanos son necesarios para defender la plebe, sino que además las formas políticas que apelan a la plebe son imprescindibles para que un proyecto republicano pueda resultar exitoso.

1 A ello se debe que, para el autor, una actitud antiestatista, por más honesta que sea, no resultaría menos equivocada si se toma desde una izquierda alejada de los planteamientos neoliberales que pretenden dinamitar aquellas conquistas sociales legalmente protegidas.

2 La obra no escatima esfuerzos en examinar las estructuras lingüísticas que absorben las prohibiciones que supone el paso de la naturaleza a la cultura.

3 Ciertamente, el uso político que se le puede dar a las creencias religiosas es un buen ejemplo de la posibilidad de superar “la oposición entre superstición y razón” (Ibíd., 152). Y para darse de cuenta de ello basta con observar la capacidad del catolicismo para devenir un movimiento de masas, sensible a la idiosincrasia cultural de los pueblos, cuya prédica cristiana (“amarás al prójimo como a ti mismo”) posee las resonancias de un principio de justicia asentado sobre una razón universal.

4 Aunque sea una operación no exenta de riesgo: al anteponer la mentira que pueda dar paso a la verdad, ésta última podría quedar demasiado rezagada, de modo que, de no acabar por concluir el camino que la conduce al escenario del reconocimiento y la visibilidad, se pierda definitivamente.

5 Será conveniente abrir un paréntesis para aclarar que esta mística religiosa de la que Fernández Liria habla puede ser plenamente política; pero aunque no lo sea siempre supone una condición necesaria para la existencia social, y, por ende, constituye una irracionalidad racional.